martes, 5 de mayo de 2015

Sobre el behavioural economics & finance

Foto: Do Ho Suh

¿Hay que abandonar la racionalidad de los individuos como presuposición del análisis económico?

Tenemos que reconocer las consecuencias generales que tiene para el individuo el que hayamos creado un entorno artificial en el que, en efecto, todo son trampas diseñadas para explotar las debilidades de la psicología humana. Tendemos a dar por sentado que los entornos artificiales – los de las sociedades modernas – serán cada vez más cómodos para nuestro cuerpo y olvidamos que son más hostiles para nuestra psique. Si nos atrevemos a pensar que el mundo se está volviendo loco – o, dicho en un lenguaje menos alarmista, que se ha producido una degradación general de la racionalidad en nuestra sociedad –, ya tenemos los elementos para formular una teoría. Como seres humanos, dependemos en gran medida del entorno en el que nos movemos para razonar correctamente, pero nuestro entorno está en constante evolución e incluso de adaptación inversa (es decir, el entorno también se ha adaptado a nosotros como ocurre, por ejemplo, con las frutas silvestres que tienen el aspecto, el sabor y el color más atractivo para lograr que los mamíferos las coman y, al (no) digerirlas, dispersen sus semillas y permitan su reproducción supliendo así la incapacidad de las plantas para cambiarse de sitio), lo que favorece que la evolución cultural conduzca a que aparezcan conductas e instituciones que explotan nuestra irracionalidad (por ejemplo, la publicidad). Y la situación se vuelve cada vez más difícil para nuestro cerebro animal porque las estrategias intuitivas de resolución de problemas resultan menos útiles conforme se modifica el entorno en el cual se formaron nuestros cerebros. Y debido a que los recursos cognitivos necesarios para anular esas reglas heurísticas que nos permitían resolver los problemas prácticos en entornos muy diferentes son escasos por definición, la situación no hace sino empeorar”.
Joseph Heath, Enlightenment 2.0, pp 184-185

Hay varios problemas con el argumento. El primero es que muchas de las decisiones irracionales – las tomadas porque la cultura moderna se aprovecha cada vez más de nuestros cerebro primitivo para inducirnos a tomar decisiones que no son en nuestro mejor interés – no producen efectos nocivos significativos. El autor se refiere a las adicciones considerando como tales sólo las negativas, esto es, el consumo de productos que producen un placer inmediato a costa de daños al individuo muy superiores en el largo plazo. Las adicciones se fundan en el descuento hiperbólico con el que la naturaleza nos dotó para que nos preocupáramos intensamente por el presente dado el ambiente hostil y lleno de riesgos en el que nos movíamos cuando se formó nuestro cerebro.

Pero las adicciones negativas compiten con adicciones “positivas” (en el sentido de que generan un aumento del bienestar general) que podríamos considerar “obsesiones” como las de los deportistas de élite o las de los músicos y artistas en general o las de muchos científicos y empresarios. Los mismos sesgos y configuraciones de nuestro cerebro que nos llevan a adoptar decisiones irracionales y gravemente dañinas para nuestro bienestar futuro son las que nos llevan a conductas heroicas, completamente desinteresadas o que generan gran bienestar en la sociedad. Por poner un ejemplo,  Heath no habla de los workaholics, pero éstos actúan irracionalmente, como lo hacen todos aquellos que siguen trabajando intensamente una vez que han acumulado una fortuna suficiente para mantenerlos a ellos y a tres generaciones de sus descendientes sin ingresar un solo euro (creen que vivirán mucho tiempo ya que si les dijeran que el exceso de trabajo reduce el tiempo de vida, como ocurre, por ejemplo, con los deportistas de élite, un sujeto racional – que maximiza su tiempo en esta tierra – reduciría el ritmo de trabajo o renunciaría a convertirse en deportista de élite). Un ejemplo aún más expresivo es el del auge de la práctica del deporte y el running en particular. Nadie puede dudar de que, en las sociedades desarrolladas, el estilo de vida de los varones – las mujeres empezaron más tarde – era mucho menos saludable hace unas décadas que en la actualidad. La pasión por salir a correr y por hacer ejercicio se ha extendido, probablemente, porque apela a la irracionalidad de nuestra conducta de la misma forma que lo hace cualquier adicción. No es racional correr. Un ejercicio de menos intensidad – pasear a un ritmo rápido – genera ventajas parecidas para la salud. Pero nuestro cerebro de cazadores-recolectores debía premiar al que conseguía correr mucho y bien porque eso aumentaba las posibilidades de cazar (produciendo endorfinas pero, a la vez, contrarrestando nuestro moderno estilo de vida sedentario). Aún más. La desviación de la racionalidad que resulta de tener en cuenta los costes hundidos en nuestras decisiones produce, normalmente decisiones irracionales, pero puede generar decisiones que mejoran el bienestar en entornos de mucha incertidumbre o en los que los beneficios a largo plazo son difíciles de medir. La propia existencia de innovaciones disruptivas se pondría en cuestión si fuéramos demasiado racionales. De modo que no todas las apelaciones a nuestra naturaleza irracional generan consecuencias negativas para el bienestar social (y aquí)

En otros términos, si las patatas fritas (es un ejemplo de Heath) están diseñadas para maximizar el placer inmediato de comerlas y van acompañadas de un regusto desagradable al tragarlas que desaparece cuando se consume otra, el problema no es que nos volvamos adictos a esas patatas, el problema es que ser adictos a esas patatas nos haga unos desgraciados, nos enferme o reduzca nuestros años de vida. Y como todos los productores de comida compiten por aprovecharse de estos sesgos cognitivos, lo más probable es que triunfe el que consiga satisfacerlos de la forma más inocua para nuestra salud. El futuro estará lleno de sucedáneos inocuos de esos productos y actividades que nuestro cerebro, formado en un entorno muy diferente, nos lleva a consumir irracionalmente. Un buen ejemplo es el de las bebidas gaseosas azucaradas donde el azúcar ha sido sustituido por el aspartamo con lo que tenemos lo mejor del mundo del azúcar – el sabor dulce que nuestro cerebro tanto aprecia – y evitamos lo peor del azúcar – sus terribles efectos si se consumen en grandes cantidades –. Lo que queremos decir es que si hay “adaptación inversa” de la naturaleza – como el caso de las frutas silvestres o el de los perros que son como lobos que nunca se hacen adultos para que los cuidemos porque “saben” que lo que más nos gusta en el mundo es un bebé – y si la cultura ha ido modificando el entorno en el que tomamos decisiones apelando y reforzando lo “irracional” de nuestro cerebro (el que compartimos con todos los mamíferos y especialmente con los primates), nuestra enorme capacidad para inventar puede encontrar soluciones a esos problemas “revirtiendo” la reverse adaptation de la naturaleza.

Si el mundo futuro es un mundo en el que el mayor problema será cómo “entretener” a la gente, deberíamos preocuparnos intensamente de las adicciones destructivas y muy extendidas en la sociedad (tabaco, drogas y endeudamiento) aunque es posible que en algún futuro podamos fumar o tomar drogas sin sufrir daño alguno o endeudarnos sin quebrar. No hay, pues, que preocuparse tanto porque nos volvamos, colectivamente más estúpidos porque sucumbamos a nuestros sesgos que nos hacen tomar decisiones irracionales. Al fin y al cabo, si el ser humano es un fin en si mismo, el fin es un ser humano que no es racional, sino, simplemente, que es capaz de actuar racionalmente. Como dice el autor, la racionalidad está cada vez en mayor medida fuera de nuestro cerebro (empezando por el lápiz y el papel que nos permite hacer una suma y terminando en los robots y en todas las máquinas que incorporan inteligencia artificial). Podemos ser más tontos en cada vez más aspectos de nuestra vida privada mientras sigamos actuando racionalmente en aquello en lo que consiste nuestra aportación a la sociedad y, sobre todo, en las decisiones colectivas

Por ejemplo, durante el siglo XVII el comercio internacional se veía interrumpido muy frecuentemente por guerras, por el incremento de la piratería, por cambios en las políticas arancelarias o en las alianzas entre países. No tenía sentido, en ese entorno, realizar inversiones no recuperables en la confianza de que no habría interrupciones. Las tecnologías y los productos debían ser de uso general. Los barcos debían servir para transportar uno u otro producto, no se podía invertir grandes sumas en factorías que podían verse privadas repentinamente de la materia prima o que podían ver cerrados sus mercados de un año para otro. Piénsese en los fabricantes de cera para velas en la Holanda del siglo XVII cuyo principal comprador era el Imperio español que consumía “prodigiosas cantidades” en sus iglesias de España y América (dice Jonathan Israel). Si el rey de España decretaba un embargo a los barcos holandeses, esa producción no podía destinarse a otros mercados. O los barcos que transportaban grano desde el este de Europa al Mediterráneo cuando se cerraba el estrecho danés. “La marina  mercante inglesa estaba compuesta de barcos que eran multipropósito y se usaban a menudo para los viajes al Mediterráneo y solían ser de construcción sólida y fuertemente tripulada y armada. Los armadores holandeses, por el contrario, se concentraron en fabricar barcos de bajo coste, con formas simples que maximizaran la capacidad de carga, sin armas militares y con el aparejo más simple” (J. Israel). La competencia ha sido siempre la mejor forma de averiguar cuál es la mejor solución para producir bienes y servicios, pero la competencia no puede diseñarse racionalmente. Por eso es tan frecuente que los conservadores sean liberales en lo económico y confíen más en las soluciones de mercado que en las de la razón de los que creen saber más que el mercado. Las decisiones racionales en un entorno en el que el comercio se veía interrumpido frecuentemente son diferentes a las decisiones racionales en una época de paz duradera en la que las relaciones internacionales están dominadas – como en el siglo XIX – por la Pax Britannica si ésta, además, está basada en la idea de libre comercio o librecambismo. Pero los holandeses no decidieron individual y racionalmente construir un determinado tipo de barcos y los ingleses, otro. Como recordara Alchian eso significa confundir conductas maximizadoras con conductas racionales. Los individuos no maximizan. El entorno selecciona a los que aciertan. Si varios coches salen de Chicago en  una dirección pero utilizando distintas carreteras y, en solo una de las carreteras hay una gasolinera, podemos predecir que sólo el coche que tomó esa carretera llegará a su destino si éste se encuentra a una distancia suficiente. La racionalidad llevará a los individuos a plantearse la posibilidad de que exista una gasolinera o no en la carretera escogida y, por tanto, a invertir recursos en averiguarlo. Pero, si no lo hacen, lo que “observaremos” es que el coche que eligió – por azar – la carretera correcta ha llegado a su destino y los demás, no. ¿Habremos perdido mucho? Sí, porque los demás coches no llegaron a su destino. Pero ¿y qué? ¿Hubiera sido mejor mandar a un expedicionario a que trazara la ruta preferible, instalara una gasolinera en ella y, a continuación indicara a los demás qué ruta seguir? Probablemente, pero eso exigiría resolver el problema de la acción colectiva, esto es, poner de acuerdo a todos los interesados para actuar concertadamente. En el siglo XVII, lo que observamos es que los holandeses eligieron el tipo de barco “correcto” porque era el que mejor se adaptaba a un entorno con interrupciones frecuentes del comercio.

La cuestión puede abordarse más generalmente. Heath – y muchos otros autores – ponen en duda el paradigma de la Ciencia Económica basado en suponer que los individuos actúan racionalmente, maximizan su utilidad y tienen preferencias estables. De eso va la behavioural economics y la behavioural finance. (un buen resumen de la discusión en esta columna de Buttonwood) Al mismo tiempo, otros afirman que las asimetrías informativas se están reduciendo, es decir, que se reducen los costes de transacción y, por tanto, los particulares pueden obtener en mayor medida las ventajas de los intercambios. La psicología económica y financiera (behavioural economics & behavioural finance) ha hecho grandes avances a partir de los estudios empíricos sobre los sesgos que sufren los seres humanos cuando toman decisiones (aunque hay demasiado pocas pruebas empíricas de la envergadura e incluso existencia de los sesgos y limitaciones cognitivas y, en particular, de su resistencia a los mecanismos competitivos o evolutivos en general à la Alchian) pero no se han hecho tantos estudios sobre los efectos positivos que tales sesgos tienen para el bienestar social. 

Heath hace un buen trabajo en la primera parte del libro (la más interesante) explicando cómo nuestro cerebro no nos hace sujetos racionales, porque la racionalidad es un “añadido” a nuestro cerebro animal producto de la adquisición de la capacidad lingüística por el homo sapiens. (y aquí y aquí: language stands as a primary means to access the mental states of others, for though I may be able to deceive another about my intentions, I can also make my real intentions known...language also helps us make abstractions... with language we can turn our attention to the future... allows humans to create an infinite number of novel moral utterances  ).

Pero la racionalidad no sustituye al cerebro “animal”, el que se formó como una máquina de resolver problemas en un entorno ambiental determinado a lo largo de millones de años. Se superpone al mismo. De ahí que el homo oeconomicus no sea el homo sapiens. El homo sapiens es sólo oeconomicus en cierta medida. Nuestra objeción a la llamada Psicología Económica y Financiera es que su aportación es útil para identificar el origen de los fallos de los mercados, no para cambiar el paradigma en el que se ha desarrollado el pensamiento económico. Además, naturalmente, de reducir las objeciones a la intervención pública sobre la base de que hay que maximizar la libertad de los individuos. Si los individuos actúan, a menudo, en contra de sus intereses, limitar su libertad para hacerse daño, está más justificado. 

Adam Smith ya vio el problema y concluyó que no era tan grave. Como recordara Hirschman, Adam Smith unificó la discusión sobre las pasiones humanas en el afán de los individuos por “mejorar su condición” para ser considerados por los demás. Y encontró, en la mano invisible, un mecanismo que permitía obtener resultados racionales (maximizar el bienestar) a partir de la interacción de individuos que no eran racionales pero que intentaban mejorar su condición. Cuando la mano invisible del mercado no consigue los resultados racionales es porque ni siquiera cuando los individuos se esfuerzan en “mejorar su condición”, el mercado proporciona lo que se espera de él. De manera que todos los sesgos cognitivos (el descuento hiperbólico, la aversión al riesgo, el sesgo confirmatorio, la falta de capacidad para pensar en términos probabilísticos – regresión a la media - , el framing, la conducta de rebaño etc), la utilización de reglas heurísticas para decidir y la falta de racionalidad de los individuos son nada nuevo bajo el sol. Son fallos del mercado y han de analizarse de la misma forma que se analizan los fallos de mercado. Sobre todo, teniendo en cuenta (i) la falacia del Nirvana, es decir, que la competencia resuelve, por sí sola muchos fallos de mercado; (ii) que la pasión por “mejorar la propia condición” puede inducir a los particulares a resolver los déficit de su racionalidad y, (iii) por tanto, que lo mejor que podemos hacer frente a los sesgos cognitivos y al reconocimiento de que no somos homines oeconomici es, simplemente, nada.

Lo que la crisis financiera ha puesto de manifiesto es que los fallos de mercado en el ámbito de las finanzas son de una enorme envergadura (y aquí, aquí, y aquí), porque nuestro cerebro animal no está preparado para resolver los problemas que plantean las decisiones financieras (ahorrar, invertir, endeudarse), simplemente porque nuestro cerebro animal se formó en un entorno en el que realizar comparaciones intertemporales (renunciar a algo hoy para tener más mañana) eficazmente no tenía mucho valor. El objetivo del cerebro animal es mantenerte vivo un día más en un entorno peligroso. No mantenerte vivo dentro de veinte años. Y el objetivo de tus genes es reproducirse ellos, llegando incluso a “obligarte” a desarrollar conductas que no son óptimas desde el punto de vista de la supervivencia del individuo pero sí desde la especie (como la elección del lugar donde anidar en algunas especies de pájaros). Y los oferentes en los mercados financieros se aprovechan de nuestros cerebros animales para desplumarnos. Los financieros pueden verse como auténticos gorrones que, en un entorno tribal de cazadores-recolectores habrían sido condenados al ostracismo o a la muerte. Como virus demasiado eficaces, el problema para los propios financieros es acabar con su anfitrión demasiado pronto y con ello, con su propia capacidad para reproducirse. Pero ni siquiera eso detiene a los financieros, puesto que, a diferencia de los virus, no se preocupan por su reproducción sino por maximizar su bonus.

En consecuencia, toda la discusión acerca de lo defectuoso del modelo del homo oeconomicus y sus diferencias con el homo sapiens está mal planteada. Lo que hay que plantearse es si el mercado y la competencia hacen irrelevantes o no esas diferencias. Y mi impresión es que en los mercados de productos de consumo, la competencia es tan eficiente que hace ampliamente irrelevante que los individuos no se comporten racionalmente es decir que recurran al pensamiento heurístico y que sufran sesgos cognitivos. Porque no se producen daños como consecuencia de la conducta irracional una vez que hemos abandonado las economías de subsistencia y nos encontramos en economías de la abundancia (equivocarme y pagar más por un producto no me genera un daño real si dispongo de medios de pago sobrantes respecto a la situación de mera subsistencia) y porque la competencia genera incentivos en los oferentes para apelar, no solo al cerebro animal, sino al cerebro racional de los consumidores. Cuando ninguno de los oferentes tiene incentivos para apelar a la racionalidad de los consumidores, está justificada la intervención pública para introducir esa información en el mercado y modificar, de esa forma, las decisiones de los individuos. Como se ve, nihil novum sub sole.

En el ámbito de las decisiones y los mercados financieros, es otro cantar, precisamente porque la mano invisible del mercado no “puede” con los enormes fallos de mercado que derivan de la escasa capacidad de los seres humanos para adoptar decisiones financieras racionales. Y, lo que es peor, de las enormes consecuencias que, sobre los individuos y sobre la Sociedad en su conjunto tienen esas decisiones. Lo que hace un gobernante sabio en tales circunstancias es sacar del mercado esas decisiones, esto es, limitar la libertad de los miembros de la sociedad para ahorrar, invertir y endeudarse. Del mismo modo que lo hace respecto de las decisiones de asegurarse frente a la enfermedad. Todos los países occidentales, excepto Estados Unidos, tienen un sistema sanitario con un comprador único – el Estado – en lo que supone “sacar” del mercado una parte muy significativa de las transacciones entre particulares (entre el 6 y el 18 % del PIB). Hemos resuelto un fallo de mercado brutal sustituyendo el mercado por la provisión pública de los productos o servicios correspondientes.

Es en el ámbito de las decisiones políticas en el que debe preocuparnos mucho más la idea de que “nos hayamos vuelto locos” y que los individuos actúen movidos por su cerebro animal en lugar de hacerlo movidos por su cerebro racional. Las discusiones de los asuntos públicos deben someterse al filtro de la racionalidad (es decir, la discusión científica basada en la refutación de las hipótesis que no se corresponden con los datos empíricos en “think negative”) y deben ensayarse reformas basadas en análisis racionales de los datos disponibles. Pero también en este ámbito, los avances han sido notables. Y es que aquí sí que nos jugamos el futuro de la Humanidad.

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