domingo, 23 de octubre de 2016

A veces, las decisiones no revelan las preferencias

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Foto: Claustrophobic Confinement 2014
A veces, lo que se supone que son nuestras elecciones no reflejan nuestras preferencias verdaderas. Elegir es muy costoso energéticamente y ahorramos porque tenemos que tomar muchas decisiones diariamente y las razones por las que acabamos tomando el metro en vez del autobús, pidiendo un café en lugar de un té o viendo la tele en lugar de leer un libro pueden ser cualesquiera otras distintas de que esas conductas revelen nuestras verdaderas preferencias. Es fácil de entender: si ponemos en la balanza el coste de tomar la decisión y las diferencias de valor de una y otra opción para nuestro bienestar, a menudo, el coste de decidir supera la ganancia de optar por el té en lugar del café o de optar por la tele en lugar del libro, sobre todo cuando las decisiones son reversibles. Dejarse llevar es lo que hace alguien razonable.

En un entorno hostil, lleno de peligros y trampas no podríamos comportarnos así. No podríamos dejarnos llevar. Acabaríamos muertos antes de habernos reproducido. Pero en un grupo donde se trata de cooperar, sí. Podemos dejarnos llevar o, lo que es lo mismo, deferir a otros la toma de nuestras decisiones. Se llama confiar. Y es bueno que confiemos. Que podamos confiar en que, si nos dejamos llevar, no acabaremos demasiado mal. Que ninguna de las opciones nos puede hacer mucho mal y que, en el fondo, una no es sustancialmente peor que la otra. Cuando el grupo es muy grande, incluso, encargamos a alguien que establezca el “marco” en el que tomamos las decisiones para minimizar los daños que podamos autoinfligirnos. Es lo que hace el Derecho la mayor parte del tiempo: colocarnos en un entorno en el que podamos tomar decisiones voluntarias con cierta seguridad. Porque no podemos meternos en el cerebro de la gente y sólo vemos sus “preferencias reveladas” por las decisiones que toman.

Y es que la incoherencia entre nuestras preferencias y nuestras decisiones proviene en muchos casos del marco en el que hemos de tomar estas últimas.

Por ejemplo, en Derecho de Sociedades, muchos más acreedores se opondrían a una fusión de la compañía que les debe dinero si, en lugar de tener que comunicar su oposición, la ley de sociedades de capital estableciera que, para poder seguir adelante con la fusión, el acreedor debe dar su consentimiento expreso a la fusión. Por tanto, que la regla supletoria sea una (hace falta el consentimiento expreso del acreedor) u otra (el acreedor puede oponerse a la fusión) determina la frecuencia con que los acreedores impiden las fusiones. Y cuando la decisión implica ordenar preferencias, esto es, elegir entre tres o más opciones y establecer una relación jerárquica entre ellas en función de nuestras preferencias, aparecen las incoherencias.
En este trabajo, los autores intentan una estrategia para “adivinar” las verdaderas preferencias de la gente. Tienen una idea bastante simple: ¿qué conductas indican que la elección realizada responde más fielmente a la preferencia del sujeto? Las elecciones realizadas – o las decisiones tomadas – “contra corriente”, es decir, contra el marco decisorio. En el ejemplo del derecho de oposición, los acreedores que se oponen revelan, con su comportamiento “más información” sobre sus preferencias que los que no lo hacen. Porque los que no se oponen a la fusión pueden no hacerlo, simplemente, porque los costes de hacerlo superan los beneficios (en forma de una mayor garantía de que cobrarán sus créditos) o, simplemente, porque no son racionales; porque carecen de información sobre el riesgo que para el pago de sus créditos implica la fusión o porque ni siquiera saben que tienen derecho a oponerse a la fusión. Si el marco (la regla legal) en el que los acreedores pueden oponerse a la fusión fuera el de que es necesario su consentimiento, la sociedad deudora que se fusiona habría de informar al acreedor de la necesidad de su consentimiento y habría de asumir los costes de tal decisión para convencer al acreedor de que consienta. Por tanto, podemos estar razonablemente seguros de que los acreedores que ejercitan el derecho de oposición expresan su verdadera preferencia al hacerlo: prefieren que la sociedad deudora no se fusione mientras siga debiéndoles dinero. No decimos nada, por ahora, del riesgo de conductas estratégicas (mejorar las condiciones del crédito o recibir el pago anticipado a cambio de permitir que la fusión vaya adelante).
Una vez identificados los sujetos que son coherentes en sus decisiones (es decir, que toman las decisiones que revelan sus verdaderas preferencias), comparamos a estos sujetos – nos dicen los autores – con el resto de la población. Y si hay diferencias relevantes entre los decisores “sinceros” y el resto, podemos imputar la coherencia entre sus preferencias y sus decisiones a esas diferencias y afinar en la regla supletoria aplicable.
Utilizan el caso de la inducción a los trabajadores a ahorrar para su pensión. Como en el caso del derecho de oposición, la regla supletoria puede ser (a) que se retirará un 10 % del sueldo del trabajador y se le ingresará en una cuenta de ahorro si no manifiesta su voluntad en contrario o que (b) es necesario su consentimiento expreso para que se ingrese esa parte de su sueldo en dicha cuenta de ahorro para la pensión. En los análisis que se habían hecho hasta ahora se concluía que, dado que los individuos ahorran subóptimamente para la vejez – por lo del descuento hiperbólico – y que su decisión – no ahorrar – no refleja su verdadera preferencia – ahorrar - el “marco” para adoptar esa decisión – la de ahorrar – debe cambiarse y establecerse como regla supletoria la (a). De modo que el trabajador debe decir expresamente que no quiere ahorrar si no quiere que le retengan el 10 % de su salario en una cuenta semibloqueada. Cuando se ha hecho eso, el resultado de cambiar la regla supletoria de la voluntad expresa ha sido “un gran aumento de la fracción de los empleados que <<eligen>> participar en el plan de pensiones de la empresa”.
Los autores dicen que si “separamos” a los individuos en función de la “sinceridad” de su elección (en qué medida revela sus auténticas preferencias) quizá resulte que “ahorrar” es la verdadera preferencia sólo de una parte de la población y que la otra quizá esté mejor con el estado de cosas que resulta de esa aparente conducta incoherente con su “verdadera” preferencia. O sea, en el caso del ahorro:
“aunque la mayor parte de los trabajadores que son incoherentes… prefieren ahorrar, hay una minoría no despreciable (en torno a un 30 %) cuya verdadera preferencia es la de no ahorrar. Y los que prefieren – verdaderamente – no ahorrar se concentran sobre todo entre los más jóvenes y los que tienen salarios más bajos. Por tanto, puede ser una buena idea establecer reglas supletorias distintas en función de las diferentes características de los individuos a las que hay que aplicarlas”.
Intuitivamente, tiene sentido que los más jóvenes y con salarios más bajos prefieran no ahorrar y que esa decisión sea “racional” en el sentido de que revele sus verdaderas preferencias y esas preferencias sean comprensibles racionalmente. Aunque los actos de suicidio revelen las verdaderas preferencias del suicida, eso no nos lleva a establecer reglas que faciliten a los individuos suicidarse, simplemente porque no creemos que, en general, el suicidio revele la preferencia verdadera del típico suicida. Aunque expresamos nuestra admiración incluso moral por algunos de los que toman la decisión de suicidarse.
En el caso del no-ahorro, sin embargo, la decisión de los jóvenes con salarios bajos es racionalizable: el valor del dinero hoy para ellos es mayor que el valor del dinero dentro de cuarenta años, (recuerden el sentido económico del seguro) si aplicamos una razonable tasa de descuento; el riesgo de inflación, estafas por parte de los que gestionan esos ahorros y demás catástrofes y, sobre todo, la perspectiva razonable por parte del joven de que ganará más dinero en los años siguientes y, por lo tanto, el dinero ganado en esos años valdrá “menos” en ese momento y más cuando tenga setenta años. Para la mayoría – el 70 % –, sin embargo, la opción supletoria – ahorrar – se corresponde con su preferencia verdadera. Si no adoptan la decisión que prefieren – ahorrar – es porque el marco en el que toman la decisión hace más costoso tomar la decisión que prefieren. Para ese 70 %, que alguien tome la decisión por ellos (o modificar el marco en el que toman la decisión) mejorar su bienestar. Imagínese que el legislador decide, por ejemplo, que los trabajadores que tienen un contrato temporal no tienen que realizar ninguna aportación a la seguridad social (sus empleadores, sí, sobre todo en un sistema de reparto) pero que los trabajadores con contrato indefinido sí tienen que hacerlo. Si hay correspondencia entre trabajadores jóvenes y con salarios bajos y trabajadores con contrato temporal, la técnica que estos autores proponen puede mejorar la política legislativa.
La aproximación de los autores puede generalizarse suponiendo que
“el observador identifica, en primer lugar, las preferencias de un grupo de individuos que deciden y que se toma como referencia porque sus elecciones pueden considerarse que revelan sus verdaderas preferencias y, a continuación, se extrapolan las preferencias de ese grupo al resto de la población… cuando el grupo de referencia está formado por aquellos que escogen coherentemente con independencia del marco en el que toman la decisión”.
¿Y si no tenemos tal grupo de referencia? Podemos sustituir al grupo por expertos o individuos experimentados (que toman esas decisiones muchas veces y en distintos marcos) o individuos que sabemos que sus decisiones no están sesgadas.

Jacob Goldin/Daniel Reck, Preference Identification Under Inconsistent Choice

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