domingo, 30 de abril de 2017

No cuela. Y los profesores de management debieran dejar de dar lecciones al respecto

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En el último número de la Harvard Business Review que citamos al final, dos profesores de la HBS vuelven a dar la matraca con que los accionistas no son los dueños de la sociedad anónima y con que los administradores no se deben exclusivamente al interés social, esto es, al interés común de todos los accionistas previa reducción de este interés común – a maximizar el valor de la compañía – a la maximización de los rendimientos en forma de elevación de la cotización y de los dividendos, esto es, a la maximización del precio de las acciones en el corto plazo. Insisten en la vaga y poco productiva idea de que se deben “a la sociedad anónima” entendida esta como la empresa social y, por tanto, que incorpora los intereses de todos los que participan en la empresa social, desde los trabajadores a los obligacionistas pasando por Hacienda, los clientes, proveedores y demás acreedores. Como hemos explicado muchas veces, esta comprensión de la sociedad anónima sólo puede sostenerse si se malentiende la relación entre tres categorías conceptuales:
  • interés social – al que deben servir con todas sus fuerzas, ejerciendo un juicio independiente y con la mayor devoción los administradores en cuanto fiduciarios –;
  • cumplimiento normativo – que obliga a los administradores a asegurarse de que la sociedad cumple de buena fe todos los contratos que haya celebrado, incluyendo los contratos con los trabajadores, con los proveedores y con los clientes y todas las normas legales que les sean de aplicación -
  • responsabilidad social corporativa – que obliga a los administradores a asegurarse de que la compañía es un “buen ciudadano” que se preocupa por los problemas de la Sociedad y ayuda a los que están peor, esto es, hace filantropía por delegación de sus accionistas
Aunque el Derecho de Sociedades ha de configurar los deberes de los administradores de modo que éstos garanticen el cumplimiento por la Sociedad de todos los contratos que hubiera celebrado y de todas las normas jurídicas que sean de aplicación a la empresa social, la defensa y protección de los intereses de las contrapartes de la sociedad en esos contratos y la defensa y protección de los intereses públicos no están asignados al Derecho de Sociedades sino al Derecho de contratos y al Ordenamiento Jurídico en general.

Los accionistas no son propietarios


Los autores, sin embargo, vuelven a confundir la compañía – el contrato – y la empresa – el conglomerado de contratos – y afirman que los accionistas no son los verdaderos propietarios de la compañía (y se atreven a decir que el Derecho, al respecto, es “confuso”):
La atribución de la propiedad de la empresa a los accionistas suena bastante natural, pero una mirada más cercana revela que es jurídicamente confusa y, quizás más importante, implica un problema difícil de rendición de cuentas. Téngase en cuenta que los accionistas no tienen ninguna obligación jurídica de proteger o servir a las empresas de cuyas acciones son dueños y están protegidos por la responsabilidad limitada de las deudas contractuales o extracontractuales de las empresas. Por otra parte, pueden comprar y vender sus acciones sin restricciones y están obligados a revelar sus identidades sólo en determinadas circunstancias. Además, tienden a estar física y psicológicamente distantes de las actividades de las empresas en las que invierten. Es decir, los accionistas de una compañía cotizada tienen pocos incentivos para considerar, y no son responsables de los efectos que sus preferencias respecto de lo que haya de hacer la compañía tienen sobre la compañía, otros participantes en la empresa o sobre la Sociedad en general. La teoría de la agencia tiene, todavía, que lidiar con las consecuencias de esta laguna en la rendición de cuentas que resulta de aceptar la opinión, equivocada a nuestro juicio, según la cual los accionistas son dueños de la compañía.
No nos repetiremos acerca de que la confusión está en los propios autores que no distinguen adecuadamente entre el contrato de sociedad que genera la organización – la corporación – y la empresa – que es un conglomerado de relaciones voluntarias y otras regidas por normas jurídicas. Tampoco nos repetiremos acerca de que los autores norteamericanos que niegan el carácter de propietarios a los accionistas se basan en una incorrecta comprensión de la personalidad jurídica debida a que en la doctrina norteamericana nunca se elaboró una teoría de ésta. En Europa, donde es otro el caso, la personalidad jurídica se entiende, correctamente, como una forma de propiedad colectiva (opuesta a la comunidad de bienes o copropiedad) en la que los comuneros se transforman en miembros de la corporación, transformación que, naturalmente, afecta al régimen de derechos y obligaciones pero que no exigen ni dejar de considerarlos titulares residuales, es decir, dueños ni modificar los deberes fiduciarios de los que ocupan el órgano de gestión. La autonomía y discrecionalidad de los administradores en la gestión social en una sociedad de estructura corporativa tampoco es una objeción porque no afecta al hecho de que deben gestionar la compañía en interés de los beneficiarios y, en la medida en que éstos tengan atribuidas en exclusiva en relación con otros participantes en la empresa las facultades de instrucción, nombramiento y destitución, no puede dejar de reconocerse que los accionistas son los titulares últimos del patrimonio societario. Que no se den instrucciones o que los administradores se coopten no cambia el hecho de que podrían hacerlo y que son los destinatarios de los deberes de los administradores en cuanto únicos beneficiarios de los beneficios que obtenga la compañía. Si los accionistas son los únicos legitimados para recibir los beneficios de la compañía, los administradores sirven sólo a los accionistas.


El argumento de la responsabilidad limitada de los accionistas


tiene todavía menos valor. Para empezar, ninguno de los otros partícipes en la empresa social tiene responsabilidad ilimitada. Pero es que, el legislador resuelve el problema del riesgo moral que puede generar la responsabilidad limitada a través de dos vías que no tienen que ver con el Derecho de Sociedades: los contratos que la compañía celebra con terceros (que pueden “preciar” el hecho de que sólo dispondrán del patrimonio social para cobrar sus créditos) y las doctrinas generales sobre responsabilidad extracontractual que, normalmente, añaden a la compañía como sujeto responsable de indemnizar los daños causados a terceros, la responsabilidad de los individuos que hubieran realizado materialmente las conductas dañosas. En todo caso, es evidente que en las grandes compañías, éstas son un deudor mucho más solvente, por lo general, que los individuos que forman parte de ella. Los autores exponen una concepción periclitada de la responsabilidad limitada y no explican por qué ésta no se generalizó hasta – casi – el siglo XX sin que las demás características de las corporaciones se vieran significativamente afectadas.

Los autores afirman que esta “irresponsabilidad” y falta de rendición de cuentas por parte de los accionistas les lleva a ser miopes y a no pensar en “consideraciones de largo plazo y de mayor amplitud” pero eso es absurdo si se piensa en que hoy, la mayor parte de los accionistas institucionales tienen obligaciones frente a sus propios beneficiarios (trabajadores, asegurados) de largo plazo y si se tiene en cuenta, además, que los estudios empíricos indican que los precios bursátiles tienen en cuenta el valor a largo plazo que el mercado espera de una compañía cotizada. Los autores parecen creer que los profesores de management son más inteligentes que los mercados – donde la gente se juega su dinero – y que una empresa que vende sus activos más productivos, que corta las inversiones en innovación etc logrará aumentar la cotización en el largo plazo. No parece que eso sea lo que ocurre pero, sobre todo, es que no podemos saber con seguridad si una compañía está invirtiendo demasiado o está invirtiendo mal (en los proyectos equivocados o siguiendo una línea de investigación errónea) en innovación o si hay otra compañía en el mercado que puede hacer uso de ese activo tan productivo de mejor manera, por lo que estará dispuesta a pagar por dicho activo un precio superior al valor que tiene en las manos de la compañía que decide venderlo.

Como suelen hacer los profesores de management, los autores recurren a ejemplos concretos de estrategias de empresas concretas que acabaron en el desastre como si eso probara algo.


La expropiación de trabajadores, acreedores y clientes por parte de los accionistas


Dicen los autores que mucha de la supuesta “creación de valor” para el accionista que los accionistas activistas dicen que logran no es tal sino, más bien, transferencia de valor que corresponde a otros participantes en la empresa o transferencia de valor que correspondería a la Sociedad en su conjunto (como cuando no se pagan los impuestos que deben pagarse o no se cumple con la normativa medioambiental). Reconocen que no hay estudios que indiquen que tal es lo que ocurre, pero citan uno en particular que indicaría que, cuando un fondo de inversión (hedge fund) se hace con el control de una empresa o inicia una campaña contra los gestores para obligarlos a cambiar de estrategia, a menudo, las condiciones laborales en esa empresa empeoran. La plantilla disminuye y los salarios se estancan. Otros estudios, nos dicen, indican que se producen transferencias a costa de los bonistas u obligacionistas (que ven aumentado el riesgo de que la compañía no pague sus deudas). Y, en fin, que a veces, los sistemas de retribución de los administradores muy vinculados a los resultados inducen a los administradores a engañar a los clientes, a falsificar las cuentas y a causar daños al medioambiente o al erario público porque las compañías despliegan estrategias fiscales muy agresivas.

Toda esta “evidencia anecdótica”, en realidad, está refutada por mucha otra en sentido contrario y por toda la evidencia histórica de la existencia de elevados costes de agencia del lado de los administradores y de los accionistas de control. De hecho, estos costes de agencia son la causa del lentísimo ascenso al predominio de la sociedad anónima cotizada. Los autores reconocen que no hay estudios definitivos sobre los efectos de la toma de control o del activismo de los fondos de inversión.
Los autores no parecen haberse preguntado que, tal vez, los que estaban expropiando a los accionistas eran los trabajadores, los proveedores o los bonistas aprovechándose, precisamente, de los costes de agencia que sufrían los accionistas en relación con los administradores. ¿Por qué no iba un administrador a ofrecer magníficas condiciones a los proveedores de la compañía o a los que le prestan dinero o a los trabajadores a costa de la propia compañía si puede esperar una “mordida” por parte de éstos que va a su propio bolsillo? Si no podemos afirmar con seguridad que los “contratos” correspondientes entre la compañía y esos grupos eran justos antes de su modificación, ¿cómo podemos afirmar que lo son ahora tras la modificación impuesta a los administradores por parte de los accionistas activistas?

¿Y cuál es el modelo alternativo?


El objetivo que deberían perseguir los administradores sociales es, a su juicio, asegurar “la salud de la empresa” en el largo plazo. Como entes dotados con capacidad para la vida eterna, las corporaciones deben tratar, parece que dicen los autores, de vivir eternamente (“largos períodos de tiempo”). La teoría de la agencia – dicen – ha olvidado esta característica de las corporaciones porque califica a las corporaciones de “ficciones jurídicas”, no individuos. No podemos estar más de acuerdo con que las corporaciones son ficciones jurídicas – no individuos de carne y hueso dotados de dignidad –. Lo que los autores olvidan es que las corporaciones – las sociedades de estructura corporativa – son agrupaciones de individuos, es decir, instrumentos inventados por los humanos para mejorar sus posibilidades de cooperación, para obtener las ventajas de la acción colectiva del grupo sobre la acción individual. Por tanto, no hay oposición entre la idea de que las corporaciones son una “ficción legal” y que son un instrumento al servicio de los individuos que se agrupan en torno a un fin común. Precisamente para facilitar la cooperación, el Derecho “inventa” un sujeto al que se hace titular inmediato del patrimonio y al que se incorporan, de acuerdo con reglas diferentes a las que rigen la copropiedad, los individuos de carne y hueso. Que las empresas que se llevan a cabo en común a través de la corporación tengan una influencia social enorme es una obviedad una vez que nos damos cuenta de que la corporación – la sociedad anónima – se ha generalizado como la forma organizativa de las empresas colectivas.

A continuación, los autores dan los rasgos que debería tener una corporación ideal. Obsérvese que emplean el viejo truco de suponer que tenemos un abrelatas, es decir, que todo funciona perfectamente en su modelo. Basta con poner en negativo las afirmaciones de los autores para darse cuenta de su inanidad.
  • necesitamos que los que gestionan el patrimonio social sean “talentosos”. Pagar más al gestor no suple al talento. Es obvio. Pero, a menudo, en los negocios, la suerte es más importante que el talento y, por desgracia, no podemos determinar quién tiene más talento sino por los resultados que ofrece su gestión.
  • las corporaciones sólo pueden prosperar en el largo plazo si son capaces de aprender, adaptarse y transformarse. Obvio.
  • las corporaciones tienen como objetivo proporcionar a la Sociedad los bienes y servicios que los individuos necesitan. Es obvio. Pero tal afirmación parece más propia del Papa Francisco que de profesores de Economía. Adam Smith y Schumpeter nos explicaron, tiempo ha, que de asegurarnos que las empresas proporcionan a la Sociedad los bienes y servicios que necesita se encarga el mercado de productos donde la compañía está presente. Si no lo logra, quebrará.
  • las corporaciones tienen objetivos diferentes. Efectivamente, los que los socios, al constituirla o al aprobar los acuerdos sociales correspondientes hayan decidido. Como dijeran hace muchos años Easterbrook y Fischel, si The New York Times no quiere ganar dinero sino construir el mejor periódico del mundo, los accionistas no pueden llamarse a engaño si el periódico gana menos dinero que la General Motors.
  • las corporaciones deben crear valor para todos los participantes en la empresa. De nuevo, esta afirmación confunde objetivos con resultados. Que una compañía cree valor para sus trabajadores, sus proveedores, sus bonistas etc es un resultado de los mercados correspondientes, es decir, del mercado laboral, del financiero o del mercado de insumos correspondiente. Es la competencia en tales mercados lo que garantiza que si una compañía no crea valor para esos participantes, simplemente, éstos no querrán contratar con ella y la posición competitiva de la compañía en su mercado de productos empeorará y acabará siendo expulsada por compañías que lo hagan mejor.
  • las corporaciones deben comportarse de forma ética con sus trabajadores, proveedores, bonistas etc. Naturalmente, pero no es una buena idea confiar en los administradores sociales de que tal será el caso. Lo inteligente es confiar en que los terceros que aprecien que una compañía no tiene un comportamiento decente con sus trabajadores, proveedores o bonistas se nieguen a contratar con ella y, sobre todo, que exista un régimen jurídico que contenga tales deberes y que sancione los incumplimientos, como es el caso de todos los Derechos de los países desarrollados. Pero asegurar que los administradores sociales se comportan de forma ética con todos los demás partícipes no es una tarea que corresponda al Derecho de Sociedades.
  • Las corporaciones no deben causar externalidades. Eso no es un deber específico de las corporaciones. Lo es de todos los sujetos que participan en la vida social y, de que no ocurra, de nuevo, se encarga el sistema jurídico del país.Y, de nuevo, el control de las externalidades de las actividades de los particulares debe asignarse al Estado y al Derecho, prima facie, al menos.
  • Los intereses de los accionistas pueden ser heterogéneos entre sí. Ponen los autores ¡nada menos! el ejemplo de la VOC y las dificultades que tuvieron los gestores (que estaban compinchados con los Estados Generales) para convencer a los inversores de que no pidieran su dinero de vuelta en el plazo de 10 años previsto porque las inversiones que había que realizar (construir una armada y plazas fuertes a lo ancho de Asia) no maduraban en un período tan corto. El problema no era de heterogeneidad de los accionistas. Todos los accionistas querían lo mismo: que les devolviesen su dinero en el plazo pactado. El problema es que la sociedad anónima no estaba concebida, en 1602, para acumular capital “para la eternidad”. Sólo muchos años después se generalizó la duración indefinida de las sociedades anónimas y la inexistencia de un derecho de los accionistas a retirar su aportación.
Este modelo alternativo no es tal. Así lo reconocen los autores que dicen que “tiene que desarrollarse de forma completa todavía”. Lo que no es aceptable es convertir en un espantapájaros al modelo tradicional de sociedad anónima para poder “sacudirle” a placer. Por ejemplo: nadie sostiene que el interés social se identifique con el interés de la mayoría de los accionistas ni, por tanto, con el de los accionistas activistas  y, por tanto, que los administradores deban plegarse y cumplir los “deseos de incluso una mayoría de los accionistas”. Si lo hacen, no quedan exentos de responsabilidad y los socios minoritarios pueden impugnar las decisiones correspondientes si son contrarias al interés social.

Consecuencias del modelo alternativo

La debilidad del modelo alternativo que proponen se refleja en las consecuencias que, en su interpretación, se seguirían para el Derecho de Sociedades y el gobierno corporativo
  • legitimidad del “staggered board (un consejo de administración que se renueve parcialmente cada tres años) para dar continuidad y permitir la transmisión del conocimiento. ¿Qué norma jurídica prohibe a una compañia – en el caso de los EEUU – tener un staggered board? Lo que los activistas dicen es que, en general, no es una buena idea porque, aunque tenga esa ventaja, “blinda” a los administradores. Si los administradores o los insiders en general creen que es una buena idea, deben convencer a los accionistas de su bondad.
  • el consejo de administración debe prestar más atención a la sucesión del primer ejecutivo y a la preparación de otros directivos para que puedan ocupar ese puesto. No vemos por qué los accionistas no iban a querer que el consejo se ocupara de esas cosas. De hecho, es la regla organizativa por defecto. Salvo que los accionistas digan otra cosa, esa es una función señera del consejo en pleno.
  • elaboración de estrategias a largo plazo para la compañía. Lo mismo.
  • la retribución de los administradores debe ir ligada al éxito en la consecución de los objetivos estratégicos de la compañía
  • debe existir una adecuada gestión de los riesgos que enfrenta la compañía
  • los activos deben asignarse desde una perspectiva estratégica, no simplemente financiera
  • el foco debe ponerse en inversiones que proporcionen a la compañía mayor capacidad de innovación
  • menos endeudamiento
  • preocupación por la Sociedad en la que la compañía desarrolla sus actividades
La verdad es que no conocemos a nadie que pueda estar en desacuerdo con todas estas recomendaciones y se contienen, normalmente, en los Códigos de Buen Gobierno y en la legislación, de forma que no puede sostenerse que los autores hayan formulado un modelo alternativo de gobierno de las sociedades anónimas al de que los accionistas son los dueños y su interés común en maximizar a largo plazo el valor de sus inversiones (mediante la maximización a largo plazo del valor de la empresa) debe presidir la actuación de los gestores.

Conclusión

En realidad, la única aportación concreta que este supuesto modelo alternativo proporciona es la idea de que deben restringirse los derechos de los accionistas para evitar que los especuladores se aprovechen de los costes de acción colectiva de los accionistas para sacar adelante decisiones organizativas, estratégicas o tácticas que destruyan valor. O sea, tirar al niño con el agua sucia de la bañera. Las compañías disponen de instrumentos para ello (todas las medidas de protección de los accionistas minoritarios) y, especialmente en el caso de los Estados Unidos, el Derecho está del lado de los administradores. Sorprende, por ello, que sea en Estados Unidos donde las campañas para reducir los derechos de los accionistas sea más intensa. Es más, su sistema jurídico-societario es tan flexible que Snapchat ha decidido privar a sus accionistas dispersos del derecho de voto. Es un ejemplo a seguir para aquellos que proponen modelos alternativos al de la preeminencia de los accionistas respecto de los administradores en la sociedad anónima. 

Joseph L. Bower/Lynn S. Paine, The Error at the Heart of Corporate Leadership, Harvard Business Review, may-june 2017

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