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sábado, 8 de abril de 2017

Los enormes beneficios que cabe esperar de la proliferación de las mentiras gracias a internet

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Aprende a amar los sesgos de nuestra racionalidad

Andrew Odlyzko (imagen de wikipedia) ha publicado un texto en Ubiquity que parece una provocación. Quizá me esté engañando, él también, pero prefiero creer que no. Es un panfleto para que dejemos de preocuparnos por lo que no podemos ni debemos controlar: la proliferación de las mentiras y del griterío de la sinrazón en internet a través, sobre todo, de las redes sociales, o sea, de Facebook, Twitter y los blogs. Dice Odlyzko que esto es lo que cabía esperar de las sociedades humanas, tal como los individuos que las forman han sido forjados por la evolución y que ser como somos nos ha traído hasta aquí e internet no va a hacer que nos autodestruyamos.

El desarrollo humano ha sido una lucha de milenios por liberarnos de las constricciones que nos imponía el entorno: los depredadores, el clima y los otros miembros de nuestra especie. Nos dice que había utópicos que pensaban que Internet daría lugar a una nueva Ilustración porque todos podríamos hablar con todos y todos tendríamos acceso a toda la información y de esa “comunidad de diálogo universal” (Habermas) saldría una sociedad ilustrada y justa. Y esos ilusos están ahora deprimidos porque proliferan las informaciones falsas y los discursos antisociales. Además, los cafres hablan entre ellos y sólo con los de su tribu, lo que conduce a la polarización de la sociedad y a la ausencia de un “nosotros” que – creían los optimistas ilustrados – acabaría abarcando toda la Humanidad (véase “El arca moral” o las cosas que ha venido diciendo Pinker).

domingo, 23 de octubre de 2016

A veces, las decisiones no revelan las preferencias

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Foto: Claustrophobic Confinement 2014
A veces, lo que se supone que son nuestras elecciones no reflejan nuestras preferencias verdaderas. Elegir es muy costoso energéticamente y ahorramos porque tenemos que tomar muchas decisiones diariamente y las razones por las que acabamos tomando el metro en vez del autobús, pidiendo un café en lugar de un té o viendo la tele en lugar de leer un libro pueden ser cualesquiera otras distintas de que esas conductas revelen nuestras verdaderas preferencias. Es fácil de entender: si ponemos en la balanza el coste de tomar la decisión y las diferencias de valor de una y otra opción para nuestro bienestar, a menudo, el coste de decidir supera la ganancia de optar por el té en lugar del café o de optar por la tele en lugar del libro, sobre todo cuando las decisiones son reversibles. Dejarse llevar es lo que hace alguien razonable.

En un entorno hostil, lleno de peligros y trampas no podríamos comportarnos así. No podríamos dejarnos llevar. Acabaríamos muertos antes de habernos reproducido. Pero en un grupo donde se trata de cooperar, sí. Podemos dejarnos llevar o, lo que es lo mismo, deferir a otros la toma de nuestras decisiones. Se llama confiar. Y es bueno que confiemos. Que podamos confiar en que, si nos dejamos llevar, no acabaremos demasiado mal. Que ninguna de las opciones nos puede hacer mucho mal y que, en el fondo, una no es sustancialmente peor que la otra. Cuando el grupo es muy grande, incluso, encargamos a alguien que establezca el “marco” en el que tomamos las decisiones para minimizar los daños que podamos autoinfligirnos. Es lo que hace el Derecho la mayor parte del tiempo: colocarnos en un entorno en el que podamos tomar decisiones voluntarias con cierta seguridad. Porque no podemos meternos en el cerebro de la gente y sólo vemos sus “preferencias reveladas” por las decisiones que toman.

Y es que la incoherencia entre nuestras preferencias y nuestras decisiones proviene en muchos casos del marco en el que hemos de tomar estas últimas.

Por ejemplo, en Derecho de Sociedades, muchos más acreedores se opondrían a una fusión de la compañía que les debe dinero si, en lugar de tener que comunicar su oposición, la ley de sociedades de capital estableciera que, para poder seguir adelante con la fusión, el acreedor debe dar su consentimiento expreso a la fusión. Por tanto, que la regla supletoria sea una (hace falta el consentimiento expreso del acreedor) u otra (el acreedor puede oponerse a la fusión) determina la frecuencia con que los acreedores impiden las fusiones. Y cuando la decisión implica ordenar preferencias, esto es, elegir entre tres o más opciones y establecer una relación jerárquica entre ellas en función de nuestras preferencias, aparecen las incoherencias.

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