La privatización de las corporaciones: los norteamericanos entendieron en 1805 lo que muchos españoles no entienden en 2025
Ya en 1805 parecía evidente —como lo expresó un comité de la ciudad de Nueva York al justificar la concesión de múltiples licencias de ferris— que “el único método eficaz de atender al público es mediante la creación de empresas rivales”. 'Así', como señaló un estadounidense en 1806, 'si se permite la existencia de dos compañías panificadoras donde antes había solo una, el pan puede abaratarse como consecuencia; o si se instituyen dos bancos... más personas se beneficiarán con préstamos que si existiera un solo banco; y un aumento adicional incluso reduciría el tipo de interés'. La competencia entre corporaciones, incluidas las asociaciones literarias y científicas, empezó a considerarse el mejor medio para promover el bienestar de toda la comunidad. En otras palabras, la lógica que subyace en la decisión del Tribunal Supremo en el caso Charles River Bridge de 1837 —según la cual la competencia entre corporaciones favorece al público— ya estaba presente una generación antes.
... las élites federalistas y republicanos que crearon estas corporaciones las concebían como meras extensiones de su papel público como líderes de la sociedad, las describían como instituciones públicas destinadas a promover el bien común. Pero a medida que el Estado fue perdiendo el control sobre las corporaciones y que la idea de un bien público unitario fue perdiendo coherencia, estas y otras organizaciones similares —como las universidades con carta fundacional — empezaron a considerarse privadas. Este tipo de asociaciones humanitarias y benéficas representaban los inicios de lo que hoy se denomina “sociedad civil”: el conjunto de miles de instituciones y organizaciones que median entre el individuo y el gobierno. Esta sociedad civil emergente en la temprana República fue el principal medio por el cual los estadounidenses lograron, al menos en parte, domesticar y gestionar el carácter casi anárquico y exuberante de su sociedad bulliciosa y en formación.
La esclavitud: cfr. los estadounidenses blancos reaccionaron frente a los negros como los europeos reaccionan frente a la inmigración en el siglo XXI, salvadas las distancias.
Desde el inicio de la Revolución, muchos líderes sureños como Patrick Henry habían proclamado que la esclavitud era un mal, pero se habían declarado impotentes ante la posibilidad de erradicarla. “No puedo, no quiero justificarla”, había dicho Henry. Pero si no podía eliminarse, al menos —según él— “tratemos a las víctimas desgraciadas con benignidad; es el máximo avance que podemos hacer hacia la justicia” y “una deuda que debemos a la pureza de nuestra religión”. Aquí estaban las semillas de la idea de tutela cristiana y patriarcal que acabaría convirtiéndose en una justificación central de la institución. Otros sureños empezaron entonces a proponer una disculpa más insidiosa para la esclavitud, basada en la presunta inferioridad racial de los negros. De algún modo se insinuaba que, si los africanos no eran ni podían ser iguales a los blancos, entonces su sometimiento tenía sentido; la esclavitud se convertía en un medio para civilizarlos. Por supuesto, el siglo XVIII apenas tenía una noción moderna de raza, es decir, una distinción basada en la biología que separara a unos pueblos de otros. La creencia en el Génesis y en la creación divina de una única especie humana hacía difícil sostener cualquier sugerencia de diferencias naturales fundamentales entre los seres humanos. Aunque los pensadores del siglo XVIII reconocían obviamente que las personas diferían entre sí, la mayoría explicaba esas diferencias por la influencia del entorno o del clima. Sin embargo, algunos empezaron a sugerir que las características de los esclavos africanos podían ser innatas y que, en cierto sentido básico, estaban diseñados para la esclavitud.
De repente, el país se obsesionó con las distinciones raciales y con el problema de los negros libres. Incluso en el Norte, la atmósfera liberal de los años inmediatamente posteriores a la Revolución se evaporó, y los blancos comenzaron a reaccionar ante el creciente número de negros liberados. Incluso un clérigo liberal del Norte se negó a casar parejas de razas mixtas, temiendo que tales “mezclas” acabaran creando “una raza multicolor” en la ciudad de Filadelfia. En 1804 y 1807, Ohio exigió a los negros que entraban en el estado que depositaran una fianza de quinientos dólares como garantía de buena conducta y que presentaran certificados judiciales que acreditaran su condición de libres. Funcionarios de Pensilvania —antiguo epicentro del abolicionismo— se preocupaban por las implicaciones de la migración de esclavos liberados del Sur hacia su estado. “Cuando llegan”, declaró un ciudadano de Filadelfia en 1805, “casi siempre se entregan a todo tipo de libertinaje y disipación, para gran molestia de nuestros ciudadanos”.
Ese mismo año, una multitud de blancos expulsó a un grupo de negros reunidos en la celebración del 4 de julio en Filadelfia, poniendo fin a lo que siempre había sido una conmemoración birracial en la Ciudad del Amor Fraternal. Aunque Massachusetts había sido rápida en liberar a sus esclavos, el estado promulgó leyes que prohibían los matrimonios interraciales y expulsaban a todos los negros que no fueran ciudadanos de algún estado. En Nueva York, en la segunda década del siglo XIX, la legislatura dominada por los republicanos retiró el derecho al voto a los negros libres que lo habían poseído durante mucho tiempo, en parte por ser negros y en parte porque tendían a votar por los federalistas. Los federalistas neoyorquinos, naturalmente, favorecían los requisitos de propiedad para votar y no se oponían al sufragio de los negros que pudieran cumplirlos. En cambio, los republicanos defendían la igualdad de derechos y el sufragio universal masculino, pero precisamente por eso no podían tolerar que los negros votaran como iguales de los blancos. Al mismo tiempo que los republicanos jeffersonianos de Nueva York negaban el voto a los negros que lo habían ejercido durante años, promovían el voto ilegal de inmigrantes irlandeses que aún no eran ciudadanos, sabiendo que esos recién llegados votarían por los demócratas-republicanos.
Tales fueron las extrañas y perversas consecuencias de la igualdad republicana y la democracia. Los blancos del Norte comenzaron a imitar al Sur en la segregación racial, de formas que antes no habían practicado. Los negros libres fueron confinados a barrios específicos y a secciones separadas en teatros, circos, iglesias y otros lugares. La mayoría de los estadounidenses, tanto del Norte como del Sur, empezaban a concebir a Estados Unidos como “un país de hombres blancos”. Pero ¿podían los estados de la joven República mantenerse unidos suspendidos entre la esclavitud y la libertad? Esa era la inquietante pregunta que contaminaba todo el entusiasmo y el optimismo de los estadounidenses de principios del siglo XIX.
Gordon S. Wood, Empire of Liberty: A History of the Early Republic, 1789–1815, Nueva York, 2009, pp 541-542
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