miércoles, 19 de agosto de 2015

Derechos humanos y política

Leyendo a Ignatieff “Human Rights as Politics”


“El progreso moral puede definirse como un incremento en nuestra capacidad para vermás y más diferencias entre los seres humanos como irrelevantes 

Richard Rorty


No deja de ser contradictorio que el continente en el que más se guerreó históricamente; el que dio lugar a los más importantes desarrollos tecnológicos e institucionales en el arte de la guerra; el que justificó en la fe y en la gloria la destrucción de los prójimos; el que teorizó más acerca de las justificaciones para matar y esclavizar a poblaciones enteras fuera también el continente de los derechos humanos, de la democracia y de la igualdad.

No es contradictorio, porque las mismas bases que llevaron a los europeos a matarse inmisericordemente durante siglos y, a partir del siglo XVI, a someter, esclavizar y matar a poblaciones de otros continentes, llevaron igualmente a limitar el poder de los gobernantes obligándolos a reconocer los derechos de sus súbditos, a los que necesitaban para financiar y llevar a cabo las campañas militares y de conquista. Una vez que se reconoce que no hay poderes absolutos y que los súbditos tienen derechos y dignidad, es fácil que la competencia entre gobernantes aumente la protección de tales derechos y su extensión a grupos de súbditos cada vez más extensos hasta abrazar a toda la población. Simplemente, esos súbditos tenían una opción de salida trasladándose del campo a la ciudad y de los dominios de un gobernante a los de otro. La inexistencia de un gobernante hegemónico en Europa y la presencia del Papado y la Iglesia católica como la única institución con jurisdicción internacional pero sin ejército permitieron el desarrollo de una dinámica que se consolidó en la Ilustración y, con el paréntesis del siglo XIX, culminó en el reconocimiento universal, en Europa, de la igual dignidad de todos los seres humanos (incluyendo a las mujeres y a los que no eran propietarios de nada) y el respeto y la protección de los derechos humanos. La capacidad de universalización de estas ideas permitieron extender, ya en el siglo XX, a toda la población mundial las ideas de igual dignidad, libertad individual y poderes limitados del Estado. Falta China por ser conquistada. Costará mucho porque su historia no puede ser más diferente: un imperio hegemónico en Asia durante – casi – miles de años sin “guerras civiles” generan unas relaciones entre los ciudadanos y el poder político muy diferentes.

Y es que, como dice Ignatieff, no hay nada malo en el particularismo en materia de derechos. Porque el universalismo se basa, en última instancia, en un compromiso con un grupo en cuyo bienestar estamos especialmente interesados. El particularismo es un problema cuando nuestra vinculación con un grupo nos lleva a negar iguales derechos a los que no forman parte del grupo. Tomar partido – añade – no está mal siempre que, al hacerlo, nos sintamos vinculados por los mismos límites en relación con aquellos cuyo partido no hemos tomado.

“La función del universalismo moral no es es excluir el activismo fuera de la política, sino disciplinar a los activistas en su parcialidad, es decir, en su convicción de que una de las partes tiene razón, obligándolos a asumir un idéntico compromiso con los derechos d la otra parte”.

Y, por tanto, obligar a los activistas a realizar un “autoexamen” para comprobar que, efectivamente, no están siendo parciales.

La relación de los derechos humanos con el nacionalismo es muy estrecha. La ausencia de protección internacional de los derechos humanos llevó a las minorías sojuzgadas – dice Ignatieff – a buscar la vía del Estado propio para asegurar la protección de sus derechos y, en consecuencia, fomentó el nacionalismo en todo el mundo. Pero no es una comida gratis porque, naturalmente, crea nuevas minorías o genera Estados a costa de los derechos de poblaciones desplazadas o “minorizadas” como consecuencia de la nueva estructura política. “Los nacionalistas tienden a proteger los derechos de las mayorías y a negar los derechos de las minorías” y las que se convertirán en minorías tienen legítimo derecho a sospechar que su situación sólo puede ir a peor con el nuevo Estado. De ahí que esté justificado exigir una situación de opresión para reconocer el derecho de un territorio – y la población que vive en él – a escindirse del Estado al que pertenecen y unas mayorías muy claras para permitir la secesión. El riesgo de pérdida de derechos para la población que desea mantener el status quo es muy elevada. En sentido contrario, por lo tanto, el reconocimiento y protección internacional de los derechos humanos deslegitima a la vez al nacionalismo – en cuanto hace menos justificado el cambio de status político – y a las quejas de los que no desean la secesión. Idealmente, la cuestión sería irrelevante cuando se haya sustituido plenamente al Estado-nación por una federación europea porque la vigencia de los derechos individuales – y eventualmente, colectivos tales como los asociados al uso de la lengua materna – no dependerá del Estado y de los derechos de participación de los ciudadanos en el mismo, sino que se habrán juridificado internacionalmente. Pero el reconocimiento del derecho del Estado – de su población actual – a la estabilidad de sus fronteras impide las soluciones “todo o nada” (reconocimiento de los derechos humanos de los pueblos que desean la constitución de un Estado y respeto por el derecho del Estado a mantener su estabilidad e integridad territorial). Dice Ignatieff, poniendo el ejemplo de los kurdos que la única solución es una prolongada negociación en la que los kurdos de Turquía renuncien al Estado que lesionaría la integridad territorial de Turquía y Turquía reconozca los derechos – lingüísticos – y el derecho a la autonomía de los kurdos que viven en su territorio. Escrito en el año 2000, el texto de Ignatieff que comentamos puede “volver a leerse” a la luz de la primavera árabe y la desestabilización de los Estados árabes, desestabilización saludada por el pésimo record en materia de derechos humanos de esos estados. La estabilidad del Estado es un presupuesto de la protección de los derechos fundamentales. Una condición sine qua non. Aunque no sea, obviamente, suficiente. Obviamente también, hay integridades territoriales más meritorias que otras (piénsese en la antigua Unión Soviética).

En todo caso, la supervisión internacional de lo que hacen los Estados – incluso los plenamente democráticos y respetuosos de los derechos humanos – tiene una gran utilidad para reducir las violaciones de derechos, especialmente, para los grupos minoritarios. Piénsese en los rusos en Estonia, los árabes en Israel (por no hablar de los habitantes de los territorios ocupados que están sometidos, en realidad, a una potencia colonial), los gitanos en Hungría o cualquier otro grupo minoritario pero diferenciado en el seno de una población más o menos homogénea. El sistema internacional de protección de los derechos humanos – dice Ignatieff – nos permite hacer sonar la alarma ante cualquier desarrollo legislativo nacional discutible moralmente. Piénsese en las propuestas de grupos como la Liga Norte o las del gobierno de Hungría.

La exposición de Ignatieff es interesante en otro sentido: si la función del reconocimiento de los derechos humanos es permitir la autodeterminación individual y de los grupos humanos, hay una relación directa entre la posibilidad de elegir el grupo al que se desea pertenecer y el reconocimiento de derechos colectivos, es decir, cuyo titular no es el individuo, sino un grupo de individuos. Que los cuáqueros tengan unas reglas de convivencia que nos parecen absurdas o que no otorguen igual papel social a la mujer y al hombre es mucho más aceptable si la “entrada” y “salida” del grupo es poco costosa. La pluralidad valorativa en una sociedad – y el libre desarrollo de la personalidad individual – se expresa así a través del reconocimiento de los grupos sociales y de su autonomía (capacidad para autodictarse normas de comportamiento). El grupo comprensivo de todos los grupos sociales – el Estado nación ha de garantizar la libre entrada y salida en estos grupos sociales y la protección de los derechos individuales irrenunciables, esto es, aquellos que no son disponibles por la voluntad individual (incluso si esos grupos se forman sobre una base étnica. No está escrito que deba existir una sola asociación o comunidad kurda, árabe o armenia en un país). Pero nada más. Si lo hiciéramos, estaríamos infringiendo el art. 10 de la Constitución porque tales intervenciones serían contrarias a la dignidad de las personas y a su derecho a desarrollar libremente (y en compañía de otros) su personalidad. Como decía Cercas recientemente, la política no debe traernos la felicidad, debe limitarse a crear las condiciones para que cada uno la busque por su cuenta. 

Ignatieff también nos recuerda la superioridad de la concepción relativa de los derechos fundamentales frente a las concepciones absolutistas. Si la apelación a un derecho termina la discusión, porque se pone sobre la mesa un “triunfo”, los conflictos no pueden resolverse. Por el contrario, una concepción relativa – à la Alexy – permite resolver los conflictos sin resolver la relación entre los derechos alegados por cada parte de forma definitiva: en este contexto, triunfa uno sobre otro, pero en un contexto distinto, el resultado de la ponderación podría ser distinto. Hasta que – dice Ignatieff – la discusión deja de ser posible y la apelación a los derechos humanos es una “llamada a las armas”, es decir, al uso de la fuerza para su defensa. 

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