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"el derecho contractual moderno proclama con firmeza que todos los hombres son iguales (no porque no sepa que no lo son sino) porque todas las desigualdades son imaginarias"
"Los daños se comenzaron a calcular tempranamente no sobre la base de la idea restitutoria de que el comprador había perdido la cosa que se le había prometido, sino sobre la idea de que el incumplidor debía compensar al otro porque éste se había visto frustrado en su interés en obtener la cosa prometida".
Morton Horwitz
En el principio, el Derecho de Contratos era “siervo” del Derecho de Cosas. Un contrato era un modo de transmisión de la propiedad (en el sentido del art. 609 CC, recuérdese que José María Miquel dice que la donación es, prima facie, no un negocio jurídico sino un modo de transmisión de la propiedad y se comprenderá lo interesante de esta observación). Sólo a partir de finales del siglo XVIII, el Derecho de Contratos se emancipará del Derecho de Cosas con algunas consecuencias sorprendentes. La primera es que desaparecerá el control judicial de la equivalencia objetiva de las prestaciones; la segunda es que desaparecerá (o se restringirá) la acción de cumplimiento in natura o específico y la tercera es que los contratos meramente obligatorios, esto es, los contratos “no reales” se considerarán vinculantes – enforceable – desde su celebración. No se requerirá que el contratante cumplidor que reclama al incumplidor hubiera ejecutado lo que le incumba.
Es decir, a finales del siglo XVIII, el common law abandona su primitivo derecho contractual y lo moderniza concibiendo el contrato como había hecho en Europa el iusnaturalismo racionalista: un acuerdo de voluntades libres del que resultan ventajas para ambas partes que los jueces no han de revisar.
Esta es la tesis de este clásico trabajo de Morton Horwitz de 1974 que luego incluiría en su
Transformation of American Law 1780/1860. Lo que este brillantísimo historiador del Derecho nos descubre es que fue – diríamos – el “Derecho Mercantil” el que provocó esa emancipación del Derecho de Contratos respecto del Derecho de Cosas. La función económica de los contratos de compraventa de
mercancías ya no será proporcionar un título al comprador para adquirir la propiedad de las mercancías, sino transferir el control sobre un recurso y, sobre todo, los rendimientos que la transferencia de ese recurso a un tercero pueda producir (
creating an expected return).
Es decir, se pasa del tráfico de inmuebles – con mercados muy poco desarrollados – al tráfico de mercancías y a la generación de mercados con precios cada vez más exactos y cada vez más volátiles. Y lo que es todavía más interesante. Que esta evolución se produjera tan tarde deriva del hecho de que los tribunales ordinarios no se ocupaban, hasta casi el siglo XIX, de asuntos contractuales. Los comerciantes tenían sus árbitros y sus relaciones comerciales no se articulaban mediante contratos formales sino mediante la entrega de documentos como letras de cambio o pagarés u otros títulos-valor que daban derecho a exigir el pago de una cantidad de dinero o la entrega de una mercancía y, con ello, ejecutar el contrato subyacente a su emisión (la relación causal). De los litigios correspondientes no se ocuparon los tribunales civiles hasta muy tarde.
Además, dadas las doctrinas acerca de la necesidad de un “precio justo” y los remedies que ofrecía el
common law, los comerciantes huían de estos tribunales y desarrollaron así instituciones como los
penal bonds, las cláusulas penales con constitución de un depósito para asegurar que los contratos eran “
self-executing” en el sentido económico moderno. Si el vendedor no entregaba la mercancía al comprador, éste se hacía con la cantidad que el primero había depositado en garantía del cumplimiento. Y viceversa. Con ello, el contrato era autoejecutable. De modo que el Derecho contractual del
common law se encontraba hasta el siglo XVIII en una situación francamente primitiva (Simpson dice que los autores y jueces norteamericanos “bebieron” de las doctrinas continentales recogidas por Domat o Pothier en la primera mitad del siglo XIX). Lo más sorprendente es que no se consideraban vinculantes los contratos hasta que no se hubieran ejecutado, esto es, los llamados “executory contracts”
De hecho, el estado primitivo del derecho contractual americano del siglo XVIII se ve subrayado por el hecho sorprendente de que algunos tribunales americanos no consideraban vinculantes los contratos en tanto no hubiera habido, al menos, un cumplimiento parcial... hasta el I 787 en Virginia, el comprador carecía de acción si no había realizado el pago anticipadamente. Ni el vendedor podía demandar el pago del precio – fuera lo que fuera lo que se hubiera pactado – si no había entregado el tabaco”
Esta doctrina puede explicarse, también, a partir del uso de depósitos con función penal para el caso de incumplimiento. Si lo “usual” era que las partes se entregaran cantidades de dinero (arras) como garantía del cumplimiento, es natural que se entendiera que, hasta que no se ha procedido a la ejecución, aunque sea parcial, del contrato, no hay voluntad de vincularse. Esta es la más importante función de los usos en la creación de Derecho y permite resolver algunos problemas difíciles que se concretan en saber si se llegó a celebrar un contrato vinculante o las partes estaban todavía en tratos preliminares. De hecho, en la crítica a la tesis de Horwitz de Simpson se explica que, probablemente, este es el significado de esta doctrina: las partes se obligaban a condición de que la otra parte cumpliera y, en función de lo pactado, era una la que tenía que cumplir (p. ej., el vendedor entregar la cosa) antes de poder reclamar el precio: ya en el siglo XVI era doctrina establecida que “nudas” promesas recíprocas podían ser justa causa la una para la otra y, por tanto, hacerlas exigibles recíprocamente.
Y se entiende así también la concepción de los contratos en el common law como una promesa de pagar una cantidad de dinero: el comprador insatisfecho se quedaba con esa cantidad de dinero pero no tenía derecho a la entrega de la cosa porque ¿para qué? Tratándose de mercancías, podía obtenerla en el mercado – compra de reemplazo – y reclamar al vendedor incumplidor, simplemente, la indemnización de daños o quedarse con el dinero depositado como una forma de determinar ex ante la cuantía de la indemnización (liquidated damages). Y el vendedor, lo propio. En lugar de reclamar el precio, se quedaba con el dinero.
Pero, en el siglo XIX, el uso de penal bonds decayó. ¿Por qué? Dice Horwitz que por dos razones (i) porque los jueces empezaron a considerar vinculantes los contratos meramente obligatorios aunque no hubieran sido ejecutados por la parte que demandaba al incumplidor (executory contracts) y (ii) y muy interesante, porque
“las cláusulas de liquidación anticipada de los daños y perjuicios no eran adecuadas para predecir las fluctuaciones del mercado en una economía cada vez más especulativa”.
es decir, el vendedor o el comprador no quedaban adecuadamente compensados quedándose con la garantía pecuniaria de la contraparte. Había demasiada sobre- o infracompensación lo que haría perder eficiencia a esta forma de penal bonds.
Si esta explicación es correcta, no hay nada cultural en que el Derecho Continental conceda acción de cumplimiento en especie como regla general y el common law conceda, simplemente, una acción de daños. Aunque se ha subrayado hasta la saciedad que la diferencia es menor (y que ambos sistemas llegan a los mismos resultados prácticos) a veces se le ha querido atribuir una importancia teórica mayor de la que tiene. La relación entre ambas no debería establecerse en términos de regla/excepción. Ambas son la regla general en sus respectivos ámbitos (bienes “únicos” o con valor subjetivo muy diferente para los distintos compradores vs. bienes fungibles, commodities, mercancías con un precio de mercado que hace irrelevante la disposición a pagar – el precio de reserva – de los distintos compradores). Fueron las instituciones desarrolladas en el ámbito de la compraventa de mercancías entre comerciantes las que finalmente se impusieron y dieron forma al Derecho contractual moderno.
Otra observación interesante se refiere a la distinción entre el “precio corriente” y el “precio de mercado. Las mercancías tienen precio de mercado. Los servicios y obras no mercantiles (por ejemplo, el trabajo de un maestro que da clases al hijo de un vecino o los servicios de un médico) tienen un “customary price”, un precio corriente. Este no oscila. Se mantiene estable durante mucho tiempo y, a menudo, no se pactan expresamente. Los pleitos al respecto, sin embargo, no se refieren a cuánto se ha de pagar, sino a si los servicios se prestaron y eran los prometidos. El paso del precio usual al precio de mercado es el paso de una sociedad rural a una sociedad comercial. Paso que implica que los precios no son exigibles porque son “justos” sino porque han sido acordados lo que dará un protagonismo creciente a la voluntad y transformará para siempre el Derecho de Contratos: “el ascenso de la economía comercial” supondrá el predominio de la teoría de la voluntad en el Derecho contractual: statt pro ratione, voluntas, volenti non fit iniuria.
La expresión concreta más relevante de esta transformación, concluye Horwitz, será la doctrina de los expectation damages (son indemnizables por el contratante incumplidor los daños que sean imputables a su conducta y que fueran previsibles en el momento de contratar art. 1107/1108 CC). Son casos referidos a especulación con acciones o bonos en un mercado con precios en ascenso, los primeros en los que se aplica esta doctrina a finales del siglo XVIII. En un caso de 1790 sobre deuda pública (téngase en cuenta que los documentos representativos correspondientes eran utilizados, en esa época, como dinero nos dice Horwitz, lo que encaja perfectamente con el art. 1170 CC y su referencia al nominalismo y a la especie pactada. La especie pactada podían ser títulos de deuda pública), el Tribunal Supremo de Carolina del Sur dijo que
"Siempre que se celebre un contrato relativo a la entrega de un producto específico (en este caso, títulos de deuda pública que habían sido tomados en préstamo), la suma que el demandante tiene derecho a reclamar es el valor de ese producto, en el momento fijado para la entrega”
es decir, el valor de cotización en ese momento y no el precio en el momento de celebrarse el contrato más intereses. Y parece que los estudiosos que dicen que los casos polémicos se litigan más, esta doctrina fue furiosamente litigada en los años siguientes porque algunos de los títulos de deuda pública se apreciaron en un 850 % en un año. Los deudores, naturalmente, intentaron que el Tribunal Supremo cambiara su criterio. Sin éxito: el que especula ha de arrostrar las pérdidas.
Pero, de nuevo, hay crítica de Simpson para la interpretación de los casos que hace Horwitz: en un caso en el que se habían producido pérdidas ¡de 1722! el tribunal concedió los daños previsibles en el momento de contratar
El demandado se había negado a aceptar la entrega de acciones cuyo precio había caído entretanto... el tribunal sostuvo... que el demandado tenía que aceptar la entrega de parte de las acciones que había acertado comprar al precio más elevado… Y si se considera que el contrato es un mecanismo de transmitir derechos de propiedad, la medida natural de los daños y perjuicios en caso de incumplimiento será el valor de esa propiedad, que es, efectivamente, la medida de los daños previsibles en el momento de contratar.
y, por otro lado, los que Horwitz toma como leading case no son tales. Dice Simpson que “No se puede considerar que un caso sea el que establece una determinada doctrina o principio cuando tal doctrina o principio no se discutió en el mismo”. Es decir, que el reconocimiento de la doctrina de los daños previsibles es mucho más antigua en el Derecho norteamericano de lo que pretende Horwitz y, por tanto, no puede basarse la “transformación” del Derecho norteamericano en tales cambios. Dice Simpson “Si, por ejemplo, la regla en Hadley v. Baxendale (1854) es, como argumenta Horwitz, peculiarmente apropiada para el capitalismo industrial de mediados del siglo XIX, ¿por qué se aplicaba en la Francia de Orleans en la década de 1760?” Simpson suena razonable. Las revoluciones jurídicas se cuentan con los dedos de las manos.
Otra interesante evolución es la relativa a legitimar el carácter abstracto de los títulos negociables: la causa (consideration) en un pagaré se presumía (como dirá un siglo después nuestro código civil) y el que firmaba el pagaré podía ser obligado a pagar sin más averiguaciones. Y el origen mercantil del moderno derecho de contratos del common law se refleja en la ausencia de responsabilidad por los vicios de la cosa (caveat emptor) si no había una asunción expresa por el vendedor. De nuevo Simpson: “Horwitz pinta un cuadro desequilibrado al explicar la historia del derecho de la compraventa de principios del siglo XIX en términos de la adopción del principio caveat emptor y descuidando todo el desarrollo de cláusulas implícitas que protegen al comprador”
Cuando se recupera, entrado ya el siglo XIX, esta doctrina, es porque se asumen todas las consecuencias de una doctrina subjetiva del valor de las cosas (el comprador había aceptado el precio pactado en la expectativa de que la cosa no tendría vicios).
Concluye Horwitz
Los mercados para la entrega futura de mercancías eran difíciles de explicar dentro de una teoría de intercambio basada en dar y recibir cosas equivalentes en valor. Los contratos de futuros de mercancías fungibles sólo podían entenderse en términos de una concepción del valor previsible como fluctuante, radicalmente diferente de la noción estática que subyace en los contratos de bienes específicos. Simplemente: un régimen de mercado y de especulación era incompatible con la determinación del valor de las cosas por una norma social. El derecho contractual moderno surge, por tanto, como resultado de un enfoque esencialmente procomercial que ataca a la teoría del valor objetivo de las cosas, doctrina que estaba en la base de la idea del “contrato justo” predominante en el siglo XVIII
Para cuando Joseph Story publica su Tratado en 1844, la victoria de la doctrina de los contratos como acuerdo de voluntades es total y su dominio se extenderá también a los contratos de trabajo en los que los tribunales utilizaron la distinción entre acuerdos explícitos e implícitos que habían rechazado en los contratos mercantiles a favor de los empleadores. Así, si un jornalero abandonaba el trabajo antes del transcurso del año para el que había sido contratado, no tenía derecho a ninguna porción del salario porque había “incumplido” el contrato. Y los jueces no cambiaron de opinión ni siquiera cuando se les hacía ver que el hecho de que los salarios se pactasen por períodos de tiempo más breve (jornada, semana, mes) indicaba claramente la voluntad de las partes de considerar vencidos dichos pagos por el transcurso del período correspondiente. En los contratos de obra, sin embargo, la doctrina era la contraria en caso de cumplimiento parcial.
Pero, en fin,
no se olvide que Horwitz tiene una concepción bastante próxima al marxismo de la evolución de la sociedad desde el feudalismo al capitalismo. El precio justo de la Edad Media y Moderna no es otro que el precio de mercado, el fijado por el juego de la oferta y demanda como resulta de
los estudios sobre el
particular que se han realizado en los últimos tiempos. Las sociedades europeas previas al siglo XIX eran sociedades comerciales, fundadas en el crédito. Tampoco parece que los contratos meramente obligatorios no fueran vinculantes y su cumplimiento exigible antes del siglo XIX. En los contratos de obra o servicio el arrendatario no podía exigir el pago de sus servicios hasta después de prestarlos.
Simpson, por su parte, concluye la crítica a la concepción de Horwitz minorando la transformación del Derecho norteamericano en el período estudiado por Horwitz y la importancia de las doctrinas jurídicas en dicha transformación en un instrumento de opresión de los pobres por las clases capitalistas. Y recuerda un caso relativo a la venta de unos esclavos. Uno de los esclavos vendidos se infectó de viruela y murió. El comprador pidió una reducción del precio y el tribunal, alegando la doctrina del "precio justo” – sound price – estimó la demanda:
En Inglaterra, la responsabilidad por vicios ocultos surgió en el contexto de la venta
de caballos. Los pobres no compraban caballos; se desplazaban a pie. La doctrina
de laesio enormis en el derecho civil protegía a los terratenientes; en Inglaterra
la jurisprudencia de la Chancery sobre las ventas de bajo valor y sobre "atrapar"...
gangas" a costa de los herederos en herencias yacentes parece haber cumplido en gran medida
la misma función. Sin duda, ciertos aspectos del derecho contractual favorecieron la explotación y la prisión por deudas, que afectaba más a los pobres. es el ejemplo más notorio. Pero en general, dudo que la suerte de los pobres haya mejorado mucho por
la existencia de responsabilidad por vicios en las normas sobre la compraventa de alimentos, o empeorada por las normas de cálculo de las indemnizaciones de daños. Para su desgracia, no estaban el mundo en que esos detalles eran importantes”