Lucio Fontana, Concetto Spaziale, 1964-65
Dice Goldberg que, aparentemente, el deber de diligencia que pesa sobre, por ejemplo, los administradores de una sociedad, no tiene nada de especial. Lo “especial” de un administrador es su deber de lealtad (anteponer el interés de la sociedad a cualquier interés propio o de un tercero). Cuando se trata de ejecutar diligentemente las propias obligaciones, en nada se diferencia un administrador social del farmacéutico que nos entrega la medicina de la receta (obligación contractual) o de la obligación de un conductor de conducir con cuidado y respetando las reglas de tráfico (obligación ex lege o extracontractual):
“La cuestión no es que los fiduciarios sean malos candidatos para imponerles deberes de diligencia. Tiene todo el sentido, por ejemplo, exigir a los que gestionan patrimonios de otros en trust que lo hagan prudentemente. La cuestión es que no parece haber nada particular en el deber de diligencia de los fiduciarios comparado con el de cualquier otro”.
Como es la regla general en Derecho de daños, la responsabilidad de un fiduciario que infringe su deber de gestionar diligentemente el patrimonio ajeno es por culpa, no objetiva. La diligencia exigible no es la subjetiva, esto es la que despliega en sus propios asuntos (quam in suis) sino objetiva (la que cabe esperar de un administrador social en esas circunstancias (aunque en las sociedades de personas, y si los socios fungen como administradores, el estándar de diligencia es subjetivo).
La conclusión de Goldberg, sin embargo, es que lo que distingue al deber de diligencia de un fiduciario es “la forma en que interactúa con el deber de lealtad”.
Es obvio que la responsabilidad por los daños causados por negligencia del fiduciario puede suprimirse por pacto. Goldberg lo expresa diciendo que, aunque se haya liberado de responsabilidad por negligencia al fiduciario, eso no significa que el fiduciario deje de “deber” un comportamiento diligente. Significa solo que no se le puede pedir judicialmente que indemnice los daños causados por su negligencia. Pero las demás pretensiones que puedan dirigirse contra un fiduciario negligente (destitución o terminación del contrato en el que se basa la posición de fiduciario) seguirán vigentes. Goldberg concluye que la libertad de pacto para alterar las reglas de responsabilidad es mayor en las relaciones fiduciarias que en otros ámbitos del Derecho de daños. Pero no convence porque no compara cosas comparables. Compara con casos de responsabilidad por daños personales causados a consumidores o usuarios (que suele estar regulado imperativamente) o, en general, con relaciones extracontractuales. Con lo que debería comparar es con la regulación de otras relaciones contractuales no fiduciarias. Por ejemplo, un contrato de obra. Y, en tal caso, probablemente no haya diferencias respecto del ámbito en el que la libertad de pactos puede modificar la responsabilidad de los contratantes por daños derivados de conductas negligentes.
Añade Goldberg que EE.UU. es muy particular en cuanto que sus tribunales “han adoptado reglas de decisión que infraaplican sistemáticamente el deber de diligencia”. Se refiere a la business judgment rule. Aunque, a primera vista, la afirmación parece una barbaridad – todos los derechos occidentales tienen una u otra forma de regla de la discrecionalidad empresarial (art. 226 LSC), es cierto que, como he explicado en otro lugar, en los Estados Unidos, la regla exime a los administradores sociales de responsabilidad por culpa porque actúa como una presunción de que, cuando se trata de decisiones de negocio, los administradores actúan diligentemente y de buena fe. En Europa Continental, la regla es menos protectora de los administradores porque se limita a proporcionar a éstos una forma de defenderse frente a una demanda de responsabilidad por negligencia: justificando que su decisión se tomó con los requisitos del art. 226 LSC. Pero no hay más especialidades. De nuevo Goldberg pretende que los mismos estándares en esta materia se apliquen a relaciones extracontractuales y a relaciones contractuales. Frente a cualquier tercero, todos tenemos el deber de no dañar (neminem laedere). Frente a la contraparte de un contrato, tendremos el deber que pactemos y, a falta de pacto, los que sean necesarios para asegurar la consecución de los objetivos de ambas partes al celebrar el contrato (art. 1258 CC).
“Con excepciones importantes, los intereses que los fiduciarios deben servir y avanzar… son de carácter financiero”.
Es así, en efecto, con los administradores sociales. Pero no con los patronos de una fundación o con los miembros de la junta directiva de una asociación. Sería más aceptable la afirmación si dijera “de carácter patrimonial”. Y eso tendría lógica porque el fiduciario tiene, normalmente, a su cargo gestionar el patrimonio de otro, de manera que sus decisiones discrecionales (adoptadas de buena fe y en el mejor interés de su principal o beneficiario), serán decisiones relativas a los bienes y derechos, a los créditos y deudas que forman el patrimonio cuya gestión se le ha encargado. Pero no creo que eso tenga que ver con que
“los tribunales, normalmente, afirman deberes de diligencia menos amplios cuando se trata de dinero”
en comparación con
“cuando se trata de la integridad física de otras personas, o su libertad de actuación, la posesión y uso de bienes concretos, la reputación o el bienestar emocional”.
En realidad, la diferencia es entre daños económicos y daños de otro tipo. Si los daños económicos son perfectamente indemnizables, podemos ser menos estrictos en la exigencia de que la gente se comporte diligentemente, es decir, de manera que se minimice – eficientemente – la probabilidad de causar un daño. Pero con los otros tipos de daños, lo que sucede es que, a menudo, no son perfectamente indemnizables (el que se ha quedado sin una mano, se ha quedado sin una mano por mucha indemnización económica que le asignen).
Lo que Goldberg pretende con este análisis es sugerir que podemos ser “blandos” con la negligencia de aquellos sujetos sobre los que pesan deberes de lealtad. Esta idea había sido explicada – justificada – por Paz-Ares en su trabajo de 2004. Las justificaciones más plausibles son que los mecanismos de mercado – la competencia entre fiduciarios – son muy “potentes” controlando la negligencia. Un administrador negligente no aguanta mucho en el cargo. Y el salario que perciben les incentiva a trabajar duro y con cuidado. Es decir, los administradores sociales tienen poderosos incentivos para ser diligentes, de manera que el Derecho puede retirarse de la escena. Goldberg lo expresa así:
Irónicamente, puede ser el deber de lealtad del fiduciario (y los deberes relacionados con el de lealtad, como el de informar al principal, de llevanza de la contabilidad etc.) lo que lleva a tribunales y legisladores a ser más tolerantes y menos exigentes con los deberes de diligencia permitiendo la eliminación de la responsabilidad por su incumplimiento en un contrato. Tomando como ejemplo el caso de un trustee, tal vez se deba en parte a que un trustee está obligado a actuar en el mejor interés de su beneficiario y a abstenerse de autocontratar, y a que este deber está relacionado con otros deberes, incluidos los deberes de información y transparencia, y estos deberes son exigibles de muy variadas formas, incluyendo acciones de exhibición de la contabilidad de modo que los tribunales están dispuestos a permitir que el fiduciario y el beneficiario, en circunstancias normales, reduzcan el deber de diligencia y se abstengan de revisar agresivamente el cumplimiento de dicho deber por parte del fiduciario”.
Es decir que, para Goldberg, es el deber de lealtad el que “permite” al Derecho ser blando con el deber de diligencia. Como también ha explicado Paz-Ares, exigir estrictamente el deber de diligencia podría ser contraproducente como conocemos bien al estudiar la discrecionalidad de juicio empresarial – business judgment rule –: si los administradores son responsables de los daños que cause cualquier negligencia por su parte y estos daños pueden ser muy elevados – y llevarlos a la ruina – serán mucho más conservadores en su gestión de lo que prefieren los accionistas.
El caso de los padres respecto de los hijos se explica, en la línea de Paz-Ares y no en la de Goldberg: los padres tienen poderosos incentivos “puestos” en sus cabezas por millones de años de evolución – la supervivencia de los genes de los padres depende de que los hijos lleguen a la edad adulta y se reproduzcan – para ser diligentes en el cuidado de sus hijos, de modo que sería grotescamente injusto e ineficiente que los jueces revisaran ex post las decisiones de los padres respecto de sus hijos para determinar si habrían podido adoptar otra que habría evitado el daño que se ha materializado. A lo que hay que añadir – dice Goldberg – que se produciría una intensa interferencia del Estado en la vida familiar si permitiéramos a los hijos presentar demandas contra sus padres por haberlos criado de forma “negligente”.
Aborda entonces
según el cual, un médico actúa negligentemente si no obtiene el consentimiento informado de su paciente antes de someterlo a un tratamiento arriesgado. Dice Goldberg que no está clara la relación entre la obligación de obtener el consentimiento informado del paciente y un presunto deber fiduciario del médico (que lo tiene, pero que, como el de otros profesionales, se funda en la asimetría informativa – “doctor, estoy en sus manos” – entre paciente o cliente y profesional). En realidad, el consentimiento informado está vinculado
"a la idea de que, en ausencia de circunstancias especiales, es el paciente quien tiene derecho a decidir sobre lo más conveniente para su salud. Esta idea de "soberanía" del paciente parece contradecir la afirmación según la cual un médico, al preguntar al paciente, esté cumpliendo con sus deberes fiduciarios, en parte porque tales deberes típicamente están destinados a tratar situaciones en las que el bienestar del beneficiario depende en gran medida del ejercicio de su experiencia y poderes discrecionales por parte del fiduciario. La idea central de la doctrina del consentimiento informado, por el contrario, parece ser que los médicos necesitan tomar medidas que permitan a los beneficiarios tomar el mando cuando se trata de tomar decisiones sobre la atención médica que recibirán”
Es más, el consentimiento informado parece justo lo contrario del ejercicio de su juicio discrecional, de buena fe y en el mejor interés del paciente por parte del médico. Es el paciente el que ejercita su juicio y lo hace en su propio interés. Por tanto, el deber del médico no debería calificarse como fiduciario. Es obvio que, al proporcionar la información correspondiente, el médico ha de actuar de buena fe (revelando de forma completa, veraz y comprensible la información relevante para que el paciente adopte una decisión) pero no puede decirse que, como es específico del deber de lealtad de un fiduciario, al proporcionar tal información esté ejerciendo discrecionalidad de juicio.
El médico de Moore, el Dr. Golde, descubrió que ciertas células en el cuerpo de Moore tenían un valor comercial potencial. Durante todo el tratamiento, (de una leucemia) que incluyó una esplenectomía seguida de años de cuidados postoperatorios, Golde recolectó sangre y tejido de Moore. Durante este tiempo, Golde, en colaboración con otros, emprendió los trabajos para obtener una patente y comenzar un negocio rentable para desarrollar aplicaciones clínicas a partir de las células. Golde nunca informó a Moore de sus objetivos comerciales y de investigación. El tribunal consideró que el tratamiento médico real de Golde de la enfermedad de Moore era apropiado, pero concluyó que Moore podía demandar a Moore porque éste no le había revelado todas estas circunstancias
Dice Goldberg que en un caso como éste, – en el que no hay daño – el ocultamiento de la información tiene menos que ver con el deber de diligencia que con el de lealtad. Y podemos estar de acuerdo, pero no con el deber de lealtad de un fiduciario, sino con el deber ex bonae fidei que se deben recíprocamente los contratantes en una relación no necesariamente fiduciaria. La cuestión es si Moore tenía derecho a participar de los beneficios que obtuviera Golde de la explotación de sus células y tejidos. Y del mismo modo que no creemos que pueda decirse que Amazon o Google o Facebook tienen una posición fiduciaria en relación con sus usuarios en lo que a los datos que recogen y explotan se refiere, tampoco creemos que Golde tuviera un deber de lealtad respecto de Moore al respecto. Lo que tiene – y tienen también las plataformas – es un deber de comportarse de acuerdo con las exigencias de la buena fe (art. 1258 CC) que le obliga a usar los datos o los tejidos o las células para el fin para el que Golde o Amazon o Google o Facebook pueden esperar, razonablemente y tras un juicio de buena fe, que se corresponde con la voluntad común de las partes. Y es obvio que si yo me someto a un tratamiento médico para curarme de una patología y el médico me dice que hay que extraerme sangre, células o muestras de tejidos, tengo derecho a creer que solo se utilizará para curarme, no para proveer al médico de un insumo que necesita en su negocio de biotecnología. Por tanto, si el médico quiere hacer tal cosa, debe requerir mi consentimiento que me permitirá decidir si le regalo mis células o si debe hacerme participar en las ganancias de su explotación comercial o si prefiero que las conserve y vendérselas a otro (que es lo que vino a decir un juez en su voto particular en la sentencia que resolvió el asunto). Es una exageración comparar, como hace Goldberg, este caso con el famosísimo Meinhard v. Salmon y decir que el doctor
“Golde se había quedado con una oportunidad de negocio que, dadas las circunstancias, estaba obligado a compartir con su paciente”.
No. Golde no tenía ninguna obligación de entrar en sociedad con su paciente. Sólo de “comprarle” las células o el tejido y de no utilizarlas en caso de que Moore se negara. No hay un monopolio bilateral ni ningún fallo de la contratación que exija sustituir al mercado. Si Golde quería las células de Moore, que se las “comprara”. Y tanto más cuanto que el hecho de que Golde tuviera expectativas de aprovechar comercialmente las células de Moore aumentaba el riesgo de que el paciente fuera sometido a tratamientos innecesarios para curarlo pero convenientes para obtener “insumos” para su aventura empresarial. Si no queremos inducir a los médicos a convertir a sus pacientes en ratas de laboratorio, más vale que atribuyamos a los pacientes un derecho absoluto sobre sus células, su sangre y sus tejidos. Y, naturalmente, una acción por enriquecimiento injusto sería apropiada.