En el blog nos hemos referido en numerosas ocasiones a la regulación financiera y a los costes externos que generan, por ejemplo, las innovaciones financieras. En alguna ocasión hemos dicho que los productos financieros deberían tratarse como los medicamentos: exigir autorización previa y venir acompañados de un prospecto que un comprador medio del producto financiero pueda entender empleando la misma atención y tiempo que dedica a leer el prospecto de una medicina. Posner y Weyl han sugerido, en este sentido, someter a esta autorización previa a los derivados poniendo la carga de la prueba del carácter “valioso” socialmente de la innovación a cargo del que solicita la autorización para su comercialización.
Recuérdese que no todas las innovaciones son beneficiosas para la sociedad y que las innovaciones financieras beneficiosas son una rara avis. La mayor parte de ellas, simplemente, redistribuyen valor entre unos operadores y otros. La mejor definición de innovación (“una idea original que crea valor de forma sostenible”) no incluye los “inventos” o las “novedades” que no generan valor para la Sociedad en su conjunto.
También hemos dicho en otras ocasiones que, si no hay graves externalidades – como sucede en los mercados de productos de consumo – sólo las innovaciones benéficas socialmente perduran, gracias a la competencia. Las innovaciones que, simplemente, enriquecen a los que las ponen en el mercado a costa de los que las adquieren desaparecen más pronto que tarde sin causar graves daños. En el sector financiero, sin embargo, las innovaciones se extienden rapidísimamente porque pueden imitarse instantáneamente (no hay derechos de propiedad intelectual y copiarlas es sencillísimo) y pueden causar mucho daño antes de que un Juez o un supervisor obliga a los que las ofrecen a retirarlas. Si a eso añadimos las tendencias naturales en los seres humanos al sobreendeudamiento, al descuento hiperbólico etc y las limitaciones cognitivas para apreciar el valor de estos productos y las enormes diferencias entre clientes minoristas y clientes profesionales, se comprende fácilmente que nos jugamos mucho en el diseño y enforcement de la regulación financiera.
En este trabajo, Posner y Weyl resumen las contribuciones a un congreso que ha tenido lugar en Chicago el mes pasado bajo el título reflejado en el de esta entrada (esto de internet es una maravilla, como irán viendo, la mayor parte de los papers presentados a este congreso están ya disponibles en la red en acceso libre ¿para cuándo una regulación europea que obligue a publicar en libre acceso toda investigación financiada con fondos públicos a los 6 meses de su primera divulgación?).
Comienzan expresando su sorpresa por el hecho de que la regulación financiera no se somete a un análisis coste-beneficio en los EE.UU., análisis que es obligatorio para cualquier regulación desde los años ochenta. La razón se encuentra, según los autores, en la absoluta independencia de los reguladores financieros respecto del poder ejecutivo lo que impide al Presidente destituir a un regulador financiero que no presente el análisis coste-beneficio de las regulaciones que pone en vigor. Esta situación ha cambiado en los últimos años porque los jueces han empezado a exigir, también a los reguladores financieros, el análisis coste-beneficio de sus regulaciones.
Los costes de la regulación financiera son los administrativos (de elaborarla y exigir su cumplimiento) y los costes de oportunidad que soportan las empresas que tienen que cumplirla (costes explícitos de implementar la regulación y ganancias no obtenidas al limitarse su libertad de actuación). Los costes sociales más importantes son los de reducción de la oferta de bienes y servicios que devienen “prohibidos”. Si esos productos tienen valor para los consumidores (generan excedente del consumidor), lo que presumimos normalmente porque son adquiridos voluntariamente por éstos, ese valor se pierde si la regulación impide la comercialización de un producto.
El problema es que parece muy difícil determinar el valor que los consumidores atribuyen a esos productos (información, seguro y crédito). Según nos cuentan los autores, “existen indicios de que tales beneficios son más pequeños de lo que se había considerado” hasta hoy, de manera que los costes de la regulación se imponen, fundamentalmente, en forma de reducción de los beneficios de las empresas.
Los beneficios de la regulación financiera se ordenan – según Posner y Weyl – como sigue: reducción de los costes para los contribuyentes y acreedores de rescatar a los bancos; reducción de las probabilidades de una crisis sistémica; reducción del volumen de actividades especulativas dañinas y eliminación de las “carreras” por obtener información segundos antes que los rivales que pueden ser muy despilfarradoras.
La justificación del análisis coste-beneficio como requisito para poner en vigor una regulación de cualquier tipo se encuentra en que es el “menos malo” de los disponibles si queremos evitar que se pongan en vigor remedios que son peores que la enfermedad. En este punto, los EE.UU y sus jueces van muy por delante de la Unión Europea y de la mayoría de los países europeos ya que los jueces europeos no controlan en absoluto a los reguladores desde este punto de vista, limitándose a efectuar un control de constitucionalidad – o de legalidad – de la regulación y, por tanto, sin poner en cuestión las decisiones de policy del legislador o del regulador más allá de la aplicación del principio de proporcionalidad que, en relación con las regulaciones económicas, se limita, a menudo, a un control de la adecuación de la medida y, en su caso, de su necesidad, control de un rigor muy inferior al control que puede resultar de la revisión del análisis coste-beneficio de la regulación cuando este análisis se ha realizado sobre la base, en lo posible, de estudios empíricos.
Las ventajas de imponer el análisis coste-beneficio son notables. La más llamativa de entre las que listan los autores y aparte de la transparencia que añaden al proceso legislativo, es que facilita notablemente el enforcement de la regulación al proporcionar mucha información acerca del objetivo de ésta (la finalidad de la norma) y, por tanto, hacen más difícil el fraude de ley por parte de los regulados.
Otra ventaja de exigir el análisis coste-beneficio, dicen los autores, es la de motivar a los reguladores proporcionándoles un sentido de servicio público. (“Motivating regulators with a sense of mission”). Cuando los reguladores están convencidos de que su función es importante para el bienestar general, sus empleados y directivos se esfuerzan más (por eso es igualmente importante que los empleados estén convencidos de que trabajan para un organismo independiente, en cuanto que tal convicción incrementa la de estar actuando en interés general). Que la regulación que han de aplicar esté justificada en términos de su contribución al bienestar general no puede sino incrementar el compromiso y la dedicación de quienes han de aplicarla.
Las objeciones a la utilización del análisis coste-beneficio en el ámbito financiero no son definitivas según los autores. Que no se hayan desarrollado instrumentos para efectuar tal análisis no lo es porque lo mismo ocurría en otros sectores que han visto desarrollarse enormemente las herramientas correspondientes (piénsese en el Derecho de la Competencia y los efectos de las conductas y de las concentraciones económicas). Tampoco son especialmente difíciles de calcular los costes financieros con la ventaja de que las valoraciones subjetivas no son heterogéneas (el valor de un bien es distinto para cada consumidor, pero no así cuando se trata de pérdidas o beneficios financieros).
¿Qué principios deberían regir en materia de regulación financiera?
a) Reducir la complejidad: Porque en entornos complejos, las regulaciones complejas no funcionan bien, sobre todo, porque son muy sensibles a pequeños cambios en el entorno. Es decir, se “desajustan” rápidamente
“y los entornos complejos son, normalmente, muy variables. Lo que se necesita, por lo tanto, no es complejidad sino más bien robustez. Una regulación simple, incluso naif, basada en principios que sean difíciles de burlar, que funcionen aceptablemente en una amplia gama de circunstancias pueden ser más eficaces que reglas demasiado detalladas y adaptadas a circunstancias muy particulares”.
Por ejemplo, la regulación no puede “confiar” en que otras regulaciones cumplan perfectamente con su tarea y despreocuparse de los objetivos asignados a esas otras regulaciones (Cochrane). Los costes de cumplir con la regulación constituyen barreras de entrada por lo que, si la competencia es una preocupación seria, los efectos sobre los newcomers o las empresas de menor tamaño (economías de escala en el compliance) han de tenerse en cuenta.
b) Inducir a los bancos a reducir la correlación entre los riesgos que asumen, es decir, inducirlos a comportarse con aversión al riesgo. Especialmente en relación con instrumentos que cumplen funciones de especulación y de seguro – como los derivados – la regulación debería reducir la especulación e incrementar la función de seguro. Los bancos tienen incentivos para usar los derivados con fines especulativos si pueden desplazar las pérdidas sobre sus acreedores o los contribuyentes.
La asignación de los riesgos al que puede soportarlos a menor coste (función social benéfica de los derivados) no puede realizarse, simplemente, porque los que asumen el riesgo tengan una distinta aversión al riesgo o más o menos confianza en la marcha de la economía o de un sector o una empresa en particular si dicha confianza no está basada en información, sino solo en el grado de optimismo (heterogeneous beliefs) . Porque, en tales casos, la reasignación del riesgo correspondiente (por ejemplo, que una empresa quiebre como sucede con los CDS) no incrementa el bienestar social. No tenemos forma de saber si, ahora, soportar ese riesgo es menos costoso socialmente porque está asignado a alguien que puede hacerlo (como sabemos de las compañías de seguro) a menor coste que el que está expuesto a él (el tomador del seguro). Esta redistribución del riesgo es un juego suma cero porque la ganancia de uno es la pérdida del otro con costes sociales como este iluminador ejemplo de Markus Brunnermeier, Alp Simsek & Wei Xiong demuestra.
Este objetivo, junto a la reducción de los riesgos sistémicos parece gozar de la aprobación de los expertos en regulación financiera. El problema es que resulta muy difícil determinar cuándo un participante en el mercado está actuando para asegurarse y cuándo está especulando.
c) La pérdida de la información que se necesita para tener “buenos” precios. Se dice que si se limita la libertad para comprar y vender en los mercados financieros, se acabará reduciendo el valor informativo de los precios.
Este problema es, probablemente, falso: los que participan en un mercado pueden estar invirtiendo excesivamente en búsqueda de información que les proporcione una ventaja al adquirir o vender un activo (la información se incorpora al precio por el hecho mismo de realizar la adquisición o la venta). Son las carreras por obtener la información una fracción de segundo antes que los demás y dar la orden de venta o de compra un segundo antes. (para los juristas, el No es probable que se deriven mejoras para el bienestar social, en términos marginales, porque se acelere la incorporación de esa información al precio del activo. Pero los particulares, individualmente, tienen incentivos para participar en esas carreras porque no tienen en cuenta, en su cálculo de coste-beneficio, los costes incurridos por los demás participantes en la carrera. Solo tienen en cuenta los propios. Los autores resumen el trabajo empírico de Budish y Carmton que analizan la conducta de los high speed traders, un ejemplo paradigmático que nos permite barruntar que los costes de adelantarse en un milisegundo a mis competidores no pueden venir compensados en una mejora significativa de la información incorporada a los precios.
Más contundente es el análisis de Philippon, que también resumen los autores. Según Philippon, podemos estar razonablemente seguros de que las innovaciones financieras no han contribuido al bienestar social utilizando para ello unas “grandes cifras”. A saber, el sector financiero ha consumido una porción cada vez mayor del PIB pero es ahora menos eficiente que en el pasado si lo juzgamos por su capacidad para proporcionar capital a los proyectos de inversión y no ha conseguido mejorar la exactitud en la valoración de los activos (el precio actual refleja los rendimientos futuros que cabe obtener de esos activos), valoración que es la que permite mejorar la asignación de capital a los proyectos de inversión que prometan mayores rendimientos.
d) Experimentar con la regulación. Si no se “ensaya” la regulación, difícilmente tendremos información para mejorarla. Regulaciones “locales” (en términos geográficos o sectoriales) permiten a las autoridades aprender antes de generalizarlas.
e) Limitar el crédito a las empresas y a los consumidores: los estudios empíricos disponibles indican que padecemos un problema de exceso de crédito a los consumidores. Las razones: falta de coordinación entre los prestamistas, sesgo natural de los consumidores al sobreendeudamiento, asimetrías informativas que impiden al consumidor comprender la carga de deuda que asume – piénsese en créditos donde los intereses se pagan al final – etc.
Según el estudio de otros participantes en el congreso, las regulaciones que limitan las comisiones que pueden cargarse a los titulares de tarjetas de crédito (especialmente, por exceder la cuantía acreditada), por ejemplo, son eficaces en el sentido de que no quedan compensadas por un incremento en los tipos de interés que cargan los emisores de las tarjetas (waterbed effect) (aquí las diapositivas y aquí una noticia relacionada sobre el ahorro que ha supuesto para los consumidores la Card Act de 2009). Ahora bien, si la regulación solo transfiere riqueza de los empresarios a los consumidores, no puede deducirse que la regulación haya incrementado el bienestar social.
Lo más interesante es que otros participantes en el congreso argumentan razonablemente que el modelo “informativo”, esto es, proporcionar más información a los consumidores pero dar libertad a las partes - a las empresas como oferentes – para fijar libérrimamente los términos económicos de la transacción – está agotado y tiene efectos contraproducentes: se abruma a los consumidores con información inútil para tomar su decisión y se les “despista” en el sentido de que pasan por alto información relevante. Lo que es peor, como la atención de los consumidores es limitada, la imposición de obligaciones de “transparencia” puede reducir la racionalidad de las decisiones de los consumidores que reparten ineficientemente su capacidad de atención dirigiéndola excesivamente hacia la información que la empresa ha de facilitar imperativamente en aplicación de la legislación financiera.
Como dice algún otro autor, los consumidores no quieren información, quieren buenos consejos y, cuando no los piden, es porque no los necesitan, precisamente, porque disponen de la información necesaria para tomar una decisión razonable. Por tanto, en el ámbito de la contratación “peligrosa” – como es la de productos financieros, es una estrategia mucho más prometedora la de proporcionar asesoramiento que la de abrumar a los consumidores con información que difícilmente podrán digerir.
A lo anterior, debe añadirse que la innovación en crédito al consumo valiosa se genera reduciendo los costes de efectuar estas transacciones y a través de mejoras en el diseño de mecanismos que reduzcan los sesgos y limitaciones cognitivas que experimentan los consumidores ayudándolos a adoptar decisiones más racionales. Por tanto, no cabe esperar una reducción de la innovación valiosa de regulaciones como las que se discuten aquí.
En fin, el trabajo aplica el análisis coste-beneficio a la llamada “regla Volcker”. Como es sabido, esta regla pretende reducir los conflictos de interés de los bancos impidiéndoles comprar y vender valores por cuenta propia a la vez que lo hacen para sus clientes. Si los bancos hacen las dos cosas, se generan los riesgos asociados a la autocontratación: el banco vende a un cliente un producto propio que él mismo ha emitido – preferentes, deuda, acciones – o que un tercero le ha encargado vender y por cuya venta le paga una comisión o un activo emitido por un tercero que tiene en su cartera y que considera que va a bajar de precio, en cuyo caso tiene incentivos para “colocárselo” a algún cliente al cual gestiona su cartera.
Una regla Volcker reduciría el coste de rescatar a los bancos ya que el contribuyente no tendría que sufragar las pérdidas sufridas por el banco en las actuaciones por cuenta propia. Es decir, los bancos serían negocios mucho menos arriesgados si las pérdidas en el valor de las carteras de activos no son pérdidas de los bancos sino de los clientes por cuya cuenta actúa el banco. Y los beneficios dejados de obtener serían los que han obtenido los bancos en sus actuaciones por cuenta propia descontados los que, en “neto”, no mejoran el bienestar social en forma de mejor asignación del riesgo o precios más informativos en los términos que veíamos más arriba (high speed trade). Hay otros costes y beneficios: las inversiones en tratar de evitar la aplicación de la regla y la mayor simplicidad de los procedimientos de liquidación de las entidades que fracasan (en cinco años, el concurso de Lehman Brothers ha costado 2.200 millones de dólares solo en minutas de abogados y consultores)
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