jueves, 27 de septiembre de 2018

Obligación de deuda colateralizada sintética

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Matt Levine explica inmejorablemente como funciona una “obligación de deuda colateralizada sintética (CDO)”:

1. Algunos inversores ponen dinero en un fondo.
2. El fondo emite una permuta financiera (credit default swap) a un banco de inversión -por ejemplo, Goldman Sachs Group Inc.- asegurando a Goldman contra el riesgo de impago de algunos bonos hipotecarios (llamado "cartera de referencia").
3.Goldman paga primas al fondo a cambio de la permuta financiera y estas primas se entregan a los inversores de CDO.
4.Si algunos de los bonos hipotecarios de referencia no se pagan a su vencimiento o no pagan los intereses tempestivamente, entonces el fondo paga una cantidad de dinero a Goldman. Esto reduce el fondo (y también las primas que Goldman paga a los inversores).
5.Al final de la operación, los inversores recuperan lo que queda en el fondo: es decir, su inversión inicial, menos lo que el fondo haya pagado a Goldman en virtud del swap para cubrir los impagos de los bonos hipotecarios de referencia.

Económicamente, este tipo de inversión es una apuesta. No hay nada de seguro en la operación porque Goldman no está sometido al riesgo de que esos bonos de referencia resulten impagados. Es más, se somete a ese riesgo porque ha contratado el CDO, esto es, el seguro. Es el mundo al revés. En el contrato de seguro, el asegurado se protege frente a un riesgo que pesa, previamente a la contratación del seguro, sobre su patrimonio (teniendo así un interés en que no se produzca el siniestro). En el derivado, el asegurado – el que tiene derecho a que la otra parte le entregue una cantidad de dinero si el bono resulta impagado – se expone al riesgo para que otro, inmediatamente, se lo asegure. Se trata de un negocio puramente especulativo que permite a los inversores “conseguir una exposición <<sintética>> a los bonos de referencia”. Sintética quiere decir que el riesgo que asumen los inversores es el del conjunto de bonos, no el de cada uno de ellos individualmente. La “prima” que paga Goldman está orientada a los intereses que pagan esos bonos, de manera que parece como si los inversores hubieran comprado esos bonos y la duración del contrato con Goldman está orientada al plazo de vencimiento de tales bonos. De manera que parece como si recibieran los intereses correspondientes y, llegado el vencimiento, recuperaran el capital. Pero solo “parece como si” porque, en realidad, los bonos de referencia son de Goldman y los inversores solo tienen derechos frente a Goldman y en los términos de su contrato con Goldman, esto es, a cobrar las “primas” y a recuperar lo que quede en el fondo a la llegada del término del contrato con Goldman. Lo que quede en el fondo, como hemos visto, puede ser mucho menos si resulta que alguno o algunos de los bonos de referencia han fallado y los inversores han de pagar la “indemnización” del “siniestro” sufrido por su asegurado, esto es, por Goldman.

La cosa se complica porque ¿qué ocurre con el dinero que los inversores han puesto en el fondo durante el tiempo de duración del contrato entre los inversores y Goldman? Si los inversores no compran los bonos, el dinero estaría ocioso en manos de Goldman. De manera que Goldman invierte esos fondos en comprar otros bonos o títulos de deuda. Estos han de ser “superseguros”, es decir, que su riesgo de impago sea muy, muy bajo. Han de tener triple A de Standard & Poor y Aaa de Moody’s dice Levine.

¿Por qué se hace esto con el fondo? Porque la responsabilidad de los inversores está limitada a ese fondo. De manera que si alguno de los bonos de referencia resulta impagado, Goldman ha de obtener la indemnización de su “siniestro” del fondo. De manera que, cuanto mayor sea ese fondo, mejor para Goldman porque más seguro es que cobrará la “indemnización”. De ahí que Goldman tenga los incentivos para invertir muy prudentemente los fondos. Pero – añade Levine – los inversores también están interesados en el fondo porque es lo que recuperarán al término del contrato. Ahora bien, el riesgo sobre el fondo está a cargo de Goldman. Si, al término del contrato, el fondo se ha reducido, Goldman tiene que poner la diferencia. Si ha aumentado, Goldman se queda con la diferencia respecto de la inversión inicial de los inversores. Naturalmente, salvo las cantidades que se hayan pagado a Goldman por razón de que se haya producido el impago de alguno de los bonos que forman la cartera de referencia. Así pues, los inversores están sometidos (1) al riesgo de que los bonos que forman la cartera de referencia resulten impagados y (2) al riesgo de que Goldman quiebre y no pueda devolverles el dinero del fondo a la terminación del contrato.

La pregunta es: ¿dónde está la mejora del bienestar social en este tipo de contratos? ¿En qué se diferencia de una apuesta en un casino? Leerán por ahí que así se “precian” mejor los riesgos pero esa es una magra mejora del bienestar social si la contraponemos al valor presente de una millonésima probabilidad de que la multiplicación de este tipo de apuestas derrumbe el sistema financiero internacional como ocurrió en 2007. Y todo porque en los años noventa, se pidió a un abogado inglés que emitiera un dictamen sobre la naturaleza jurídica de los derivados. Con el sentido práctico de los ingleses, el abogado dijo que los derivados no eran contratos de seguro pero que tampoco eran apuestas. Como no eran seguros, escapaban a la regulación de las compañías de seguros con su obligación de apartar reservas suficientes para atender a las reclamaciones indemnizatorias de sus clientes, con su obligación de calcular las prímas con arreglo a normas y estadísticas actuariales y, sobre todo, con la exigencia – plasmada en el artículo 4º de la Ley de Contrato de Seguro que reza que el contrato de seguro “será nulo… si en el momento de su conclusión no existía el riesgo”. Tampoco era una apuesta, claro, porque si los derivados eran apuestas, sería de aplicación el artículo 1798 CC y, de las mismas, no se derivaría acción alguna.

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miércoles, 26 de septiembre de 2018

La relación entre desigualdad y crecimiento económico: ¿a más desigualdad más crecimiento o a más desigualdad menos crecimiento?

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Figura 1. Estados Unidos: Promedio de las Tasas de Crecimiento Promedio del Ingreso Real en Diferentes Puntos de Distribución del Ingreso Ponderado por la Población a Nivel Estatal (Promedios Decenales) contenida en el trabajo que resumimos en esta entrada

Tradicionalmente se ha sostenido que sin desigualdad de ingresos no es posible el crecimiento porque se necesita del ahorro para que haya inversión y sólo los ricos pueden ahorrar. La existencia de ricos y pobres en una Sociedad, en la medida en que existan vías de movilidad, incentiva a los pobres a esforzarse para pasar del lado de los ricos. Estos dos argumentos justificarían una relación positiva entre desigualdad y crecimiento económico. En sentido contrario, se argumenta que si hay una gran desigualdad en una Sociedad y ésta está organizada políticamente en forma de democracia, el votante mediano (que sería bastante pobre si la Sociedad es muy desigual) pediría impuestos elevados y mucha redistribución lo que desincentivaría los esfuerzos por innovar y mejorar, lo que reduciría la tasa de crecimiento. Este argumento ha sido replicado diciendo que “un votante mediano pobre podría votar también a favor de políticas redistributivas que no tienen por qué ser negativas para el crecimiento, como las inversiones en educación".

La discusión más reciente – dicen los van der Weide y Milanovic en el trabajo que aparece más abajo y que resumimos a continuación– afirma que “la desigualdad, en último extremo, está formada por distintos elementos algunos de los cuales pueden ser malos para el crecimiento económico y otros buenos”. Así, la desigualdad de oportunidades (por haber nacido en una familia pobre, por ejemplo) es mala para el crecimiento mientras que la desigualdad de esfuerzo (el que no es rico porque no quiere trabajar duro) es buena en cuanto incentiva a los más pobres pero con talento y ganas de esforzarse a trabajar. Otros trabajos (Voitschovsky) afirman que la desigualdad entre el 50 % más pobre es muy mala para el crecimiento mientras que la desigualdad entre el 50 % más rico es buena. Las razones parecen bastante intuitivas. Voitschovsky, nos dicen los autores,

se plantea la hipótesis de que la desigualdad entre los más pobres es mala para el crecimiento porque implica mayores niveles de pobreza, lo que, en presencia de restricciones crediticias, dificulta la adquisición de educación por parte de los pobres. También podría conducir a una mayor delincuencia e inestabilidad social.  Por el contrario, se considera que un impacto positivo de la desigualdad entre los ricos en el crecimiento apoya un argumento teórico clásico que vincula una mayor desigualdad con un mayor ahorro, que financia inversiones que fomentan el crecimiento. De esta manera, Voitchovsky concilia básicamente tres teorías muy comunes que vinculaban la desigualdad y el crecimiento y que a menudo se presentaban como alternativas: las restricciones del crédito, la inestabilidad política y la propensión marginal al ahorro de los ricos. Según Voitchovsky, puede que todas sean ciertas, pero la mejor manera de capturarlas es mirando las diferentes partes de la distribución del ingreso.

Los autores llaman la atención sobre el hecho de que estos estudios se centran “exclusivamente en el crecimiento de los ingresos medios, esto es, del PIB per capita” cuando cabría pensar que, si de medir los efectos de la desigualdad económica sobre el crecimiento, lo correcto sería ver cómo afecta la desigualdad al crecimiento de los ingresos de los ricos y de los pobres, de los que tienen altos ingresos y de los que tienen bajos ingresos. Puede que la desigualdad sea buena para el crecimiento de los ingresos de unos y mala para el crecimiento de los ingresos de otro. O sea, lo del pollo y las estadísticas. De modo que los autores proceden a “… desagregar el crecimiento y verificar si el crecimiento de los ingresos de los pobres y de los ricos se ve afectado de manera diferente por la desigualdad”.

Utilizando datos norteamericanos relativos a los últimos 50 años y con las correspondientes regresiones para los distintos percentiles en la distribución de los ingresos en la población, el resultado es que

una elevada desigualdad parece afectar – negativamente – sólo al crecimiento de los ingresos de los pobres”.

Lo que significa que cuando los estudios encuentran que la desigualdad tiene efectos positivos sobre el crecimiento económico, en realidad, lo que se descubre es que la desigualdad favorece el crecimiento de los ingresos de los más ricos (“el extremo superior de la distribución de los ingresos”), por tanto, un tipo de crecimiento “que estimula la desigualdad, aumenta el nivel de desigualdad” en una sociedad. Esta forma de abordar la cuestión tiene la ventaja añadida de explicar por qué los estudios anteriores no lograban ser replicados ya que explica “por qué la relación entre el crecimiento medio del ingreso y la desigualdad es tan frágil” lo que hace que “los efectos negativos y positivos (de la desigualdad en el crecimiento de los ingresos) de los dos extremos de la distribución del ingreso puedan anularse recíprocamente”. Los autores, además, confirman que la competencia de China es mala para los ingresos de los pobres pero buena para los ingresos de los ricos.

Los datos son norteamericanos. Los autores continúan diciendo que sus resultados son coherentes con la afirmación de muchos politólogos acerca del control del proceso político por parte de los ricos porque “más desigualdad hoy potencia una mayor desigualdad – todavía – para mañana” precisamente porque los ricos reciben la mayor parte de la riqueza generada por el crecimiento económico. Los ricos, que diría Rodrik, han conseguido no solo que las políticas que les convienen – que favorecen más el crecimiento de sus ingresos – sean aceptadas por toda la Sociedad sobre la base de que son buenas para todos (porque todos, en teoría, se benefician de un mayor nivel de crecimiento) sino que se detenga la redistribución de la riqueza generada por ese crecimiento, falta de redistribución que exacerba el nivel de desigualdad futuro. Los ricos ya no necesitan convencer a los pobres de que sólo aceptando sus políticas de crecimiento se podrá reducir en el futuro la desigualdad vía redistribución. El peligro para la cohesión social es evidente, especialmente si – como ocurre con los partidos populistas – se traduce en el rechazo por una parte de la Sociedad de las políticas económicas que favorecen el crecimiento. El juego “cataláctico” o cooperativo de suma positiva dejaría de jugarse a favor de interminables juegos de suma cero en los que el final es la pobreza generalizada.

Roy van der Weide, Branko Milanovic, Inequality is Bad for Growth of the Poor (but Not for That of the Rich), September 2018

La sentencia del cártel europeo de los microprocesadores

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La sentencia del TJUE de 26 de septiembre de 2018 ECLI:EU:C:2018:774 se ocupa del recurso de casación en el cártel de las tarjetas SIM

Según narra el TJUE, la Comisión sancionó a Infineon, Phillips, Renesas y Samsung por haber participado en una infracción única y continuada del artículo 101.1 TFUE en el sector del microprocesador de las tarjetas inteligentes. Este mercado abarca las tarjetas para teléfonos móviles y las que se usan en la banca o para identificación. Los precios en esos mercados estaban cayendo desde hacía tiempo y la entrada de Samsung había acelerado esa caída a pesar del aumento de la demanda y de los avances técnicos. Las empresas sancionadas – Renesas se autodenunció – habían mantenido contactos bilaterales entre 2003 y 2004 intercambiando información sobre sus respectivas capacidades de producción que facilitaban a sus competidores limitar la caída de precios al establecer los propios para sus clientes y sobre los precios mismos “

incluidos los precios específicos ofrecidos a los principales clientes, los niveles mínimos de precios y los precios objetivo, el intercambio de puntos de vista sobre la evolución de los precios para el próximo semestre y las intenciones en materia de precios, pero también sobre la capacidad de producción y la utilización de la capacidad, la conducta futura en el mercado, así como sobre las negociaciones con clientes comunes

Como se deduce de su simple descripción, la conducta de las partes no era un mero intercambio de información. Era un cártel en el que el intercambio de información servía a la ejecución del cártel.

La existencia de una infracción por el objeto y el control jurisdiccional de las Decisiones de la Comisión Europea que sancionan a las empresas por conductas anticompetitivas

En nuestra opinión, el Tribunal de Justicia debería abandonar la distinción entre ilícitos por su objeto anticompetitivo e ilícitos por sus efectos anticompetitivos en la aplicación del art. 101.1 TFUE. Es una doctrina que carece de base en el origen histórico del precepto y que implica atribuir una importancia desorbitada a una expresión legal casi irrelevante que no trataba más que de señalar el carácter omnicomprensivo del precepto y la irrelevancia de la intención concreta de los infractores. Obviamente, nuestra esperanza de que el TJUE cambie de opinión es muy pequeña pero eso no debería llevar a los que participan en la “conversación” a dejar de señalarlo.

Dice el TJUE que

… el sistema de control jurisdiccional de las decisiones de la Comisión relativas a los procedimientos previstos en los artículos 101 y 102 del TFUE consiste en un control de la legalidad de los actos de las instituciones previstos en el artículo 263 del TFUE, que puede completarse, de conformidad con el artículo 261 del TFUE y a petición de los demandantes, con el ejercicio por el Tribunal General de una competencia jurisdiccional plena sobre las sanciones impuestas a este respecto por la Comisión (sentencia de 21 de enero de 2016, Galp Energía España y otros/Comisión, C-603/13 P, UE):C:2016:38, párrafo 71)…

… debe señalarse que los órganos jurisdiccionales de la Unión Europea no pueden modificar los elementos constitutivos de la infracción determinados legalmente por la Comisión en la Decisión controvertida, ni en el marco del control de la legalidad ni en el ejercicio de su competencia jurisdiccional plena. Según la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, en el marco del control de legalidad previsto en el artículo 263 TFUE, estos órganos jurisdiccionales no pueden sustituir la motivación del autor del acto impugnado por la suya propia. La competencia jurisdiccional plena de que dispone el Tribunal de Primera Instancia en virtud del artículo 31 del Reglamento no 1/2003 se refiere únicamente a la apreciación por dicho Tribunal de la multa impuesta por la Comisión (véase, en este sentido, la sentencia de 21 de enero de 2016, Galp Energía España y otros/Comisión, C-603/13 P, EU:C:2016:38, apartados 73 y 77).

Les confieso que soy incapaz de entender la distinción entre el control de legalidad y la competencia jurisdiccional plena. En la revisión judicial de una decisión administrativa, todo lo que no sean los hechos probados cae dentro, prima facie, del control de legalidad, porque es control de aplicación de normas a tales hechos, incluyendo las normas acerca de cómo y cuándo debe considerarse que un hecho ha quedado probado y a quién corresponde la carga de la prueba. De modo que no veo cómo la determinación de si una conducta – un intercambio de información singular o varios – constituye una restricción de la competencia prohibida por el art. 101 TFUE o un abuso de posición dominante prohibido por el art. 102 TFUE puede quedar a salvo del control jurisdiccional. Lo que entendíamos, hace años, era que los jueces no iban a controlar estrictamente los razonamientos económicos de las decisiones de la Comisión Europea, esto es, las valoraciones basadas en la teoría económica siempre que estuvieran adecuadamente motivadas y apoyadas en hechos. Lo más irritante es que el TJUE no necesita una afirmación tan general para desestimar el motivo de casación planteado por el recurrente. El Tribunal General hizo bien, viene a concluir, en considerar que basta un intercambio de información (T-Mobile) para que la infracción del art. 101 TFUE pueda ser calificada “por su objeto” – y no por “sus efectos” – anticompetitivo y que esa conclusión del Tribunal General no viene contradicha porque el mismo revisara los otros intercambios de información que, al parecer, existieron y fueron objeto de análisis en el procedimiento ante la Comisión Europea.

La proporcionalidad de la sanción y la revisión de lo decidido por el TG por el TJUE

el TG respetó así la jurisprudencia del Tribunal de Justicia según la cual, habida cuenta del punto 23 de las Directrices de 2006, se justifica un multiplicador de gravedad del 16 %, habida cuenta de la naturaleza misma de la infracción de que se trata, ya que, como ha señalado el Tribunal de Primera Instancia, se encuentra entre las restricciones de la competencia más perjudiciales a efectos del punto 23 de las Directrices de 2006 y dicho porcentaje se encuentra entre los más bajos del baremo de sanciones previsto en dichas Directrices para tales infracciones (véase, en este sentido, la sentencia de 26 de enero de 2017, Aloys F). Dornbracht/Comisión, C-604/13 P, EU:C:2017:45, apartado 75).

En segundo lugar, contrariamente a las alegaciones de las recurrentes, el TG tuvo expresamente en cuenta las cuestiones planteadas por éstas relativas al carácter bilateral de los contactos, al objeto de los mismos y a la participación ad hoc en la infracción de que se trata, al desestimar correctamente, a la luz de la jurisprudencia citada en el apartado anterior de la presente sentencia, su pertinencia para determinar el multiplicador de gravedad. Además, ha quedado acreditado que, ante el Tribunal de Primera Instancia, las recurrentes se limitaron a impugnar la determinación del multiplicador de gravedad, sin alegar la existencia de circunstancias atenuantes que pudieran haber conducido a una reducción del importe de la multa impuesta.

En tercer lugar, en la medida en que las recurrentes alegan que el TG vulneró el principio de proporcionalidad al negarse a reducir el multiplicador de gravedad del 16 % fijado por la Comisión, debe recordarse que, según reiterada jurisprudencia del Tribunal de Justicia, no corresponde a éste, al pronunciarse sobre cuestiones de Derecho en el marco de un recurso de casación, sustituir, por razones de equidad, su propia apreciación por la del Tribunal de Primera Instancia en el ejercicio de su competencia jurisdiccional plena para pronunciarse sobre el importe de las multas impuestas a las empresas en caso de infracción del Derecho de la UE. Por consiguiente, sólo en el supuesto de que el Tribunal de Justicia considere que el nivel de la sanción no sólo es inadecuado, sino también excesivo hasta el punto de ser desproporcionado, debe declarar que el Tribunal General incurrió en un error de Derecho debido a la inadecuación del importe de la multa (sentencia de 30 de mayo de 2013, Quinn Barlo y otros/Comisión, C-70/12 P, sin publicar, sentencia EU:C:2013:351, antes citada, apartado 57, y la jurisprudencia citada). Sin embargo, las recurrentes no han demostrado por qué el importe de la multa que se les ha impuesto es excesivo, hasta el punto de ser desproporcionado.

La apatía de los accionistas es racional y eficiente en países de alta confianza social

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Todos tenemos la experiencia de abstenernos de asistir y votar en las reuniones de la comunidad de propietarios, de los padres y madres de alumnos y alumnas, y de tantas otras organizaciones en las que la relación coste-beneficio de votar arroja un resultado claramente negativo: los beneficios de participar y votar en términos de vigilancia y control de los que gestionan esas organizaciones y de mejora de las decisiones – en cuanto nos interesa – de tales organizaciones no compensan los costes de asistir y votar, en términos de tiempo y esfuerzo en acumular y procesar la información necesaria para votar conforme a nuestros intereses y, añadiría, en riesgo de acabar enfrentado a otros individuos con los que tenemos que convivir en esas organizaciones.

Por tanto, cabe barruntar que cuanta mayor sea la confianza que tienen entre sí los miembros de esas organizaciones, menor será la participación en la toma de decisiones dentro de ellas. Simplemente, confiaremos en los que gestionan – que no nos traicionarán, que no se apoderarán de lo que es nuestro, que no adoptarán decisiones disparatadas – y obtendremos las ventajas de la especialización y la división del trabajo sin sufrir los costes de “vigilancia” o monitoreo que dicen en América sobre los que deciden por nosotros, esto es, no incurriremos en los costes de informarnos, procesar la información y acudir a votar si podemos confiar que los que tomarán las decisiones “son de fiar”.

En el ámbito del gobierno de las sociedades anónimas las cosas no son distintas. En el trabajo que resumimos a continuación se trata de comprobar si, efectivamente, cuanto mayor sea el nivel de confianza entre los habitantes de un país, menor es el grado de participación de sus accionistas en las juntas generales de las sociedades cotizadas en esos países. La importancia de la confianza entre los ciudadanos de un país para el desempeño económico está relativamente bien estudiada. Y también lo está el origen (genético y evolutivo incluyendo la evolución cultural de los grupos humanos) de que unas sociedades experimenten mayores o menores niveles de confianza entre sus miembros (paciencia e inteligencia parecen explicar las diferencias en tales niveles).

El nivel de confianza recíproca entre los habitantes de un país se desprende de los estudios demoscópicos que se hacen a escala mundial y en los que se pregunta a los encuestados si creen que se puede confiar en la gente. Si los accionistas cuyo coste de informarse y votar es más elevado pueden confiar en los otros accionistas cuyo coste de informarse y votar es más bajo para “delegar” en ellos la toma de decisiones (pueden “viajar de rondón” free ride), se reducen los costes de funcionamiento de la organización. Pero puede suceder, también, que los administradores sociales se vean sometidos a un nivel insuficiente de vigilancia y control. Pero, si el país de que se trate es un país de “alta confianza” social, “el efecto negativo de la falta de vigilancia quedará mitigado” porque los “administradores actuarán, con menor probabilidad, en contra de los intereses de los accionistas”.

De conformidad con este planteamiento, los autores comprueban tres hipótesis

1. La participación de los accionistas en las juntas es inferior en países de elevada confianza social

2. El porcentaje de votos a favor de los administradores es mayor en países de elevada confianza social y

3. Los efectos negativos de la falta de participación de los accionistas en las juntas se reducen o eliminan en países de elevada confianza


Y los autores concluyen que su estudio aportaría indicios de que la intensidad de la vigilancia por parte de los accionistas sobre los administradores es inferior en los países de confianza elevada: disminuye el volumen de votos emitidos y aumenta el porcentaje de votos que apoyan la gestión de los administradores.

"tal es el caso incluso después de controlar un gran número de características de la empresa, de la estructura de propiedad de las compañías y del país y de los efectos fijos subcontinentales. Los resultados son económicamente significativos. Un aumento de la confianza de una desviación estándar se asocia con una disminución de los votos emitidos de 8,5 puntos porcentuales (o el 40% de una desviación estándar) y una reducción de la probabilidad de que los accionistas voten en contra (= % de votos en apoyo de la gestión ≤ p25) del 15 por ciento. También encontramos que el efecto negativo de un bajo nivel de vigilancia, es decir, un bajo porcentaje de votos emitidos y menos votos en contra, sobre el desempeño y el valor de las empresas, desaparece en los países con un alto nivel de confianza. Este resultado indica que, en promedio, los administradores sociales no explotan niveles más bajos de vigilancia o supervisión en entornos de alta confianza, lo que es coherente con que la alta confianza sea un equilibrio

Lesmeister, Simon; Limbach, Peter y Goergen, Marc, Trust and Shareholder Voting (July 19, 2018)

martes, 25 de septiembre de 2018

El impuesto de la maternidad sobre la carrera profesional de las mujeres ha aumentado en las últimas décadas

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“… en los cinco a diez años posteriores al nacimiento (de hijos), las tasas de actividad laboral de las mujeres disminuyen en unos 25-40 puntos porcentuales y y no se recuperan en relación con la tendencia contrafáctica de ausencia de hijos. Para los hombres, encontramos poco o ningún efecto análogo. (La pregunta es entonces)… ¿por qué las mujeres siguen invirtiendo tanto en el desarrollo de su capital humano si abandonan la fuerza de trabajo a un ritmo tan elevado en el momento de la maternidad?

porque no anticipan que ser madre le impondrá un coste tan elevado a su carrera profesional ni en el corto ni en el largo plazo

Pruebas que aportan las autoras

1. Que las mujeres se vuelven más tradicionales en su forma de pensar respecto del rol de la mujer y la familia cuando tienen hijos y este cambio de actitud es más intenso en mujeres con estudios universitarios

2. Las madres, más que los padres, están de acuerdo con la afirmación "ser padres es muy difícil", porque las mujeres se dan cuenta de que conciliar trabajo y cuidado de hijos es más difícil de lo que pensaban.

En 1968, más del 60% de las estudiantes de último año de secundaria esperaban ser amas de casa a la edad de 35 años. Esta expectativa se redujo drásticamente durante la década siguiente, y para 1978, aproximadamente el 10% de los estudiantes de último año de secundaria esperaban ser amas de casa a la edad de 30 años. Hoy en día, prácticamente ninguna chica en su último año de escuela secundaria espera ser ama de casa cuando cumpla 30 años.

Pues bien,

Mientras que la promoción de 1968 sobreestimaba la probabilidad de que fueran amas de casa, la de 1978 subestimaba esa probabilidad. En concreto, mientras que más del 60% de las chicas de la clase de 1968 esperaban ser amas de casa a la edad de 35 años, sólo un cuarto de ellas devinieron finalmente amas de casa… Por otro lado, alrededor del 10% de la clase de 1978 esperaba convertirse en amas de casa a la edad de 30 años, pero, en realidad, el número de mujeres de esa cohorte que devinieron amas de casa fue del doble. Desde entonces hasta el día de hoy, cada cohorte de graduadas ha subestimado la probabilidad de convertirse en amas de casa.

Esto ha ocurrido porque se ha producido un incremento inesperado y muy importante de los costes de cohonestar la carrera laboral con el cuidado de los hijos

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¿Por qué se ha producido esta inversión de las expectativas frente a la realidad? Sostenemos que los costes laborales de la maternidad desempeñan un papel clave y, en concreto, que a lo largo de las generaciones se ha producido un aumento inesperado de estos costes (de trabajar y cuidar de hijos simultáneamente). En varios documentos se ha hecho hincapié en la disminución de los costos de la maternidad como un factor clave del aumento de la participación de la mujer en la fuerza de trabajo durante gran parte del siglo XX. Por ejemplo, la electrificación que condujo a la utilización generalizada de electrodomésticos que ahorran trabajo (Greenwood et al. 2005) e innovaciones médicas como la reducción de la morbilidad asociada con el parto y la leche maternizada (Albanesi y Olivetti 2016) permitieron a las mujeres conciliar mejor las responsabilidades laborales y familiares, permitiéndoles entrar en la fuerza laboral en grandes cantidades. Sin embargo, los datos más recientes sugieren que estas tendencias pueden haberse invertido y que los costos laborales de la maternidad pueden, de hecho, haber aumentado para las cohortes más recientes de mujeres… y especialmente para las mujeres con titulación universitaria

El trabajo es admirable y sólo tengo una observación que hacer: ¿no tienen relevancia para explicar estos resultados que se produzca no solo un cambio en los costes sino también un cambio en las preferencias de las mujeres una vez que deciden ser madres y lo son? ¿no se produce un aumento del valor y atractivo de la crianza de los hijos y permanecer en el hogar en relación con el desarrollo de la vida laboral?


Ilyana Kuziemko, Jessica Pan, Jenny Shen, Ebonya Washington

Women's anticipation of the employment effects of motherhood: Evidence and implications, 2018


Una en la que el que impugna la interpretación del contrato que había hecho la Audiencia gana en casación

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si tenemos en cuenta que el contrato de compraventa comporta como elementos esenciales tanto el objeto como el precio ( artículo 1445 CC ), basta la literalidad del contrato para poner de manifiesto que no se han dado finalmente los presupuestos sobre los que las partes contrataron. Para ello hay que tener en cuenta los propios términos en que las partes establecieron la forma de determinación del precio.

En la estipulación segunda se dice literalmente lo siguiente: «Se hace constar que como se ha indicado, la presente compraventa se verifica en virtud de la superficie que efectivamente se reconozca por el Excmo Ayuntamiento de Almensilla como integrada o incluida como suelo urbanizable en la actual revisión del Plan General de Ordenación Urbana entendiéndose inicialmente integrados o incluidos en dicha revisión 2.000 metros cuadrados, de tal forma que si resultara como integrada o incluida una superficie superior o inferior a la indicada en este contrato, el precio establecido por las partes aumentará o disminuirá en proporción a la posible diferencia resultante».

Dicha cláusula ha de interpretarse en el sentido de que únicamente queda contemplada la contratación para el caso de que el terreno sea calificado -en todo o en parte- como urbanizable en la revisión del PGOU. Se dice así textualmente, pero además -a la hora de fijar el precio- se dice que disminuirá en proporción a la posible diferencia resultante entre la porción que se considera que se calificará como suelo urbanizable y la que finalmente resulte como tal, de donde se deduce que -si no existe al final superficie urbanizable- el precio final será cero, lo que resulta incompatible con la subsistencia del contrato.

De ahí que cualquier interpretación contraria a lo expresado ha de ser considerada ilógica y, por tanto, revisable en casación, como esta sala se ha encargado de precisar en numerosas resoluciones. La parte recurrente cita en este sentido las sentencias de 13 Diciembre 1999 , 20 Enero 2000 , 15 Marzo y 24 Junio 2002 , pero cabe añadir a ellas otras más recientes como la 198/2014, de 1 abril, a cuyo tenor «tiene dicho reiteradamente esta Sala que la interpretación del contrato y sus cláusulas, entendida como actividad que busca identificar el conjunto de obligaciones que derivan para las partes de todo contrato a partir de la voluntad común de éstas expresada en el mismo (p. ej. STS de 9 de julio de 2012, rec. n.º 2048/2008 ) es una labor o función propia de los tribunales de instancia, con la consecuencia de que ha de prevalecer la interpretación realizada por éstos sin que sea posible su revisión en casación en la medida en que se ajuste a los hechos considerados probados por el tribunal sentenciador en el ejercicio de su función exclusiva de valoración de la prueba, salvo cuando se demuestre su carácter manifiestamente ilógico, irracional o arbitrario o vulnere alguna de las normas o reglas sobre la interpretación de los contratos, por desnaturalización de sus presupuestos y vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva…

En consecuencia ha de estimarse el recurso de casación y, asumiendo la instancia, estimar íntegramente la demanda por las razones ya señaladas.

Es la Sentencia del Tribunal Supremo de 14 de septiembre de 2018 ECLI: ES:TS:2018:3139

Validez de la cláusula suelo pactada en virtud de una renegociación del contrato

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Foto: @thefromthetree

La argumentación del Supremo en la Sentencia de 13 de septiembre de 2018 ECLI: ES:TS:2018:3098 resulta convincente. Si la cláusula-suelo es nula por haber sido incorporada al contrato de forma no transparente y, una vez que el adherente toma conciencia de su existencia (porque empieza a aplicarse) se dirige al banco y negocia con él su sustitución por una que prevea un suelo más bajo, la pactada en lugar de la originalmente intransparente no puede considerarse introducida en el contrato de forma intransparente. Tampoco puede decirse que afirmar la validez de la nueva cláusula-suelo contradiga la finalidad de la Directiva o ponga en peligro la finalidad disuasoria de la introducción de cláusulas intransparentes que se refleja en la Directiva y en la sanción de nulidad absoluta de las cláusulas predispuestas abusivas y de las cláusulas referidas al objeto principal del contrato que se hayan introducido de forma no transparente. Lo relevante para alcanzar tal conclusión es que podamos afirmar que el adherente tenía la posibilidad razonable de decir “no” a la nueva cláusula, esto es, mantener la validez del contrato sin la cláusula intransparente. En el caso, como se verá, el adherente podía no haber negociado con el banco la sustitución de la cláusula-suelo y haber demandado, como han hecho tantos miles de españoles, la declaración de nulidad. No olvidemos que estamos ante cláusulas que se refieren al objeto principal del contrato. Recuerden, respecto de estas, lo que quiere el legislador es que los consumidores “negocien” para que los precios del mercado se formen adecuadamente, esto es, de conformidad con las preferencias de los consumidores. Respecto de las demás cláusulas predispuestas, lo que queremos es que los consumidores no negocien, que firmen en barbecho en la seguridad de que el Derecho eliminará cualquier cláusula desequilibrada. Tiene lógica, pues, que el Supremo no premie una conducta como la de los demandantes en este caso que, tras negociar en dos ocasiones con el banco, piden, no obstante, la nulidad del resultado de tal negociación.

Los hechos son los siguientes

El 9 de mayo de 2008, Bernabe y María Purificación concertaron con Caja Rural de Asturias un contrato de préstamo hipotecario de 208.000 euros. Durante el primer año, el interés era fijo del 5,20%, y a partir de entonces pasaba a ser variable, determinado por el Euribor más un diferencial de 0,75%, que podía reducirse al 0,40% si los prestatarios domiciliaban su nómina en esa entidad. Además, se introdujo en la escritura una cláusula que limitaba la variación del tipo de interés: «en todo caso, el tipo de interés anual resultante de cada variación no podrá ser superior al 15,00% ni inferior al 3.00%». Posteriormente, cuando empezó a operar el interés variable y la cláusula suelo, Bernabe negoció con la Caja Rural la fijación de una cláusula suelo más reducida, y se convino entre ambas partes un 2,75%. Al año siguiente, las partes convinieron en reducirla al 2,50%.

Aunque el juzgado estimó parcialmente la demanda. La Audiencia dijo que la renegociación de la cláusula suelo había sido transparente y, por tanto, que era válida:

«Concertado el contrato en mayo de 2008 con un tipo suelo del 3%, indiscutiblemente los prestatarios en 2009, "al aplicarse por primera vez la cláusula suelo" (escrito de demanda), pactan verbalmente su minoración al 2,75% y el 14 de mayo de 2010 suscriben con la entidad un documento novando de nuevo el tipo al 2,50%. Cabría aceptar un desconocimiento por los prestatarios del tipo consignado en la escritura, tipo irrelevante en el devenir de la relación prestacional en la medida que no llegó a operar pues durante el primer año el préstamo devengó un interés fijo, pero la dinámica descrita, a criterio de la sala discrepante del sostenido por el juez a quo, muestra que cuando la cláusula suelo entra en vigor a la primera revisión pactada del interés variable en mayo de 2009 lo hizo a un tipo negociado entre las partes, que a su vez fue renegociado a la siguiente revisión del interés variable en mayo de 2010».

El Supremo formula así la cuestión controvertida:

en qué medida esta nulidad (de la cláusula-suelo introducida de forma no transparente en el contrato de préstamo hipotecario) puede afectar a posteriores acuerdos contractuales en los que las partes, después de una negociación, pactan un límite a la variabilidad inferior. Esto es: si la nulidad de la cláusula suelo por falta de trasparencia impide que el consumidor pueda más tarde, por iniciativa suya, con pleno conocimiento y mediante una negociación con el banco, pactar un suelo inferior a aquel inicialmente convenido en una cláusula nula por falta de trasparencia

Y razona su validez de acuerdo con el Derecho español y con la Directiva 13/93 como sigue

Conviene recordar que una cláusula suelo, aquella que introduce un límite inferior a la variabilidad del interés pactado en un préstamo hipotecario, no es en sí misma nula. Esto es: no se considera abusiva y, por ende, nula como consecuencia de un control de contenido. Sería nula si se hubiera introducido sin cumplir con las exigencias de trasparencia previstas en el art. 4.2 de la Directiva 93/13 , en la medida en que la falta de trasparencia con carácter abstracto puede incidir en la prestación del consentimiento del consumidor. Como explicamos en la sentencia 241/2013, de 9 de mayo , en consonancia con la doctrina del Tribunal de Justicia, si no fuera por la falta de trasparencia, al versar el contenido de la cláusula sobre un elemento (el límite inferior a la variabilidad del interés) de una obligación (el pago de los intereses en un préstamo bancario) que constituye el precio del préstamo, no sería susceptible de control de abusividad. Y no lo sería porque se entiende que sobre «la adecuación entre precio y retribución» o «los servicios o bienes que hayan de proporcionarse como contrapartida» versa el consentimiento de las partes. Solo la falta de trasparencia, que de forma abstracta impediría conocer bien aquello sobre lo que se presta el consentimiento, permite apreciar la abusividad y con ello declarar la nulidad.

El efecto de la nulidad es el que adelantábamos en el apartado 2 de este fundamento jurídico: que la cláusula se tenga por no puesta y, por lo tanto, que no produzca efectos. En consecuencia, en aplicación del art. 1303 CC , si se hubiera aplicado el límite inferior del 3% a la variabilidad del interés, el banco debería restituir lo cobrado mediante tal aplicación indebida…

Esta nulidad, sin perjuicio de que la cláusula afectada se tenga por no puesta, no debe impedir que el consumidor, en el ejercicio de la autonomía privada de la voluntad, libremente y con conocimiento de lo que hacía, fruto de una negociación, convenga con el empresario la sustitución de aquella cláusula (nula por falta de trasparencia) por otra que ya no adolece de ese defecto, ni consta sea fruto de un consentimiento viciado.

Con ello, no se merma el principio de efectividad del art. 6.1 de la Directiva, pues la cláusula originaria afectada por el defecto de falta de trasparencia se tiene en todo caso por no puesta. La única que puede operar es la cláusula posterior, negociada por las partes.

El hecho de ser una cláusula negociada la excluye de la aplicación de la Directiva 93/13, pues no se trata de una cláusula predispuesta por el empresario, sino el fruto del acuerdo entre las partes.

Conforme al art. 3.1 de la Directiva, sólo pueden ser cláusulas abusivas aquellas que no han sido objeto de negociación individual. Conforme a la jurisprudencia de esta sala, la aceptación de la cláusula por el consumidor no le priva del carácter de cláusula impuesta, pues para que no sea considerada como tal, no basta que el consumidor hubiera podido influir en su redacción, sino que es preciso que efectivamente haya influido y ese elemento ha de ser probado. Así nos pronunciamos en la sentencia 649/2017, de 29 de noviembre… En nuestro caso, quedó acreditado en la instancia que fue el consumidor quien acudió al banco para que le redujera el límite inferior a la variabilidad del interés y que, fruto de la negociación, se fijó primero en el 2,75% y al año siguiente en el 2,50%.

Bajo estas premisas, el límite estaría en que el consentimiento prestado a esta sustitución de una cláusula suelo por otra no estuviera viciado, lo que es ajeno no sólo al motivo de casación, sino también al presente caso.

Podría parecer que la anterior doctrina entra en contradicción con lo que se razonó en la sentencia 558/2017,de 16 de octubre , que invocó el art. 1208 CC como argumento de refuerzo, sin que fuera la razón principal de su decisión.

En el caso resuelto por la sentencia 558/2017, de 16 de octubre , con posterioridad a la firma del contrato de préstamo hipotecario para financiar la adquisición de una vivienda dentro de una promoción inmobiliaria, ante las quejas del prestatario adquirente de la vivienda, el banco había rebajado el límite inferior a la variabilidad del interés, para adecuarlo al de otros prestatarios adquirentes de viviendas de esa misma promoción, durante un año, y después había vuelto a aplicar el interés pactado. En ese caso entendimos que la nulidad de la cláusula suelo, consecuencia de no cumplir las exigencias de trasparencia, no quedaba convalidada por la posterior petición de los prestatarios de que se les redujera la cláusula suelo al nivel que tenían otros compradores de la misma promoción, «pues no constituye un acto inequívoco de la voluntad tácita de convalidación o confirmación del contrato, en el sentido de crear, definir, fijar, modificar, extinguir o esclarecer sin ninguna duda dicha situación confirmatoria».

En realidad, no había habido ningún acuerdo de modificación de la cláusula suelo, esto es, las partes no habían convenido otro límite inferior a la variabilidad del interés, sino que el banco había reaccionado a las quejas del cliente aplicando, durante un tiempo, un suelo inferior al pactado y equivalente al convenido con otros vecinos de la misma promoción. Como razón adicional, añadimos que al tratarse de una nulidad absoluta, operaría la previsión del art. 1208 CC , que vedaría la novación modificativa de la cláusula. Esta última afirmación, como ya advertimos en la posterior sentencia 205/2018, de 11 de abril, necesitaba de alguna matización. Primero, en ese caso no había habido ningún acuerdo de modificación de la cláusula suelo. Y, además, conforme a lo razonado en un apartado anterior, la modificación del límite inferior a la variabilidad del interés aplicable a la obligación de devolución del préstamo hipotecario no es propiamente una novación extintiva, sino una modificación de un elemento que incide en el alcance de una relación obligatoria válida.

viernes, 21 de septiembre de 2018

Las relaciones entre el deber de diligencia y el de lealtad y los peligros de imponer deberes fiduciarios a discreción

LucioFontana, Concetto Spaziale, 1964-65

Lucio Fontana, Concetto Spaziale, 1964-65

Dice Goldberg que, aparentemente, el deber de diligencia que pesa sobre, por ejemplo, los administradores de una sociedad, no tiene nada de especial. Lo “especial” de un administrador es su deber de lealtad (anteponer el interés de la sociedad a cualquier interés propio o de un tercero). Cuando se trata de ejecutar diligentemente las propias obligaciones, en nada se diferencia un administrador social del farmacéutico que nos entrega la medicina de la receta (obligación contractual) o de la obligación de un conductor de conducir con cuidado y respetando las reglas de tráfico (obligación ex lege o extracontractual):

“La cuestión no es que los fiduciarios sean malos candidatos para imponerles deberes de diligencia. Tiene todo el sentido, por ejemplo, exigir a los que gestionan patrimonios de otros en trust que lo hagan prudentemente. La cuestión es que no parece haber nada particular en el deber de diligencia de los fiduciarios comparado con el de cualquier otro”.

Como es la regla general en Derecho de daños, la responsabilidad de un fiduciario que infringe su deber de gestionar diligentemente el patrimonio ajeno es por culpa, no objetiva. La diligencia exigible no es la subjetiva, esto es la que despliega en sus propios asuntos (quam in suis) sino objetiva (la que cabe esperar de un administrador social en esas circunstancias (aunque en las sociedades de personas, y si los socios fungen como administradores, el estándar de diligencia es subjetivo).

La conclusión de Goldberg, sin embargo, es que lo que distingue al deber de diligencia de un fiduciario es “la forma en que interactúa con el deber de lealtad”.

Es obvio que la responsabilidad por los daños causados por negligencia del fiduciario puede suprimirse por pacto. Goldberg lo expresa diciendo que, aunque se haya liberado de responsabilidad por negligencia al fiduciario, eso no significa que el fiduciario deje de “deber” un comportamiento diligente. Significa solo que no se le puede pedir judicialmente que indemnice los daños causados por su negligencia. Pero las demás pretensiones que puedan dirigirse contra un fiduciario negligente (destitución o terminación del contrato en el que se basa la posición de fiduciario) seguirán vigentes. Goldberg concluye que la libertad de pacto para alterar las reglas de responsabilidad es mayor en las relaciones fiduciarias que en otros ámbitos del Derecho de daños. Pero no convence porque no compara cosas comparables. Compara con casos de responsabilidad por daños personales causados a consumidores o usuarios (que suele estar regulado imperativamente) o, en general, con relaciones extracontractuales. Con lo que debería comparar es con la regulación de otras relaciones contractuales no fiduciarias. Por ejemplo, un contrato de obra. Y, en tal caso, probablemente no haya diferencias respecto del ámbito en el que la libertad de pactos puede modificar la responsabilidad de los contratantes por daños derivados de conductas negligentes.

Añade Goldberg que EE.UU. es muy particular en cuanto que sus tribunales “han adoptado reglas de decisión que infraaplican sistemáticamente el deber de diligencia”. Se refiere a la business judgment rule. Aunque, a primera vista, la afirmación parece una barbaridad – todos los derechos occidentales tienen una u otra forma de regla de la discrecionalidad empresarial (art. 226 LSC), es cierto que, como he explicado en otro lugar, en los Estados Unidos, la regla exime a los administradores sociales de responsabilidad por culpa porque actúa como una presunción de que, cuando se trata de decisiones de negocio, los administradores actúan diligentemente y de buena fe. En Europa Continental, la regla es menos protectora de los administradores porque se limita a proporcionar a éstos una forma de defenderse frente a una demanda de responsabilidad por negligencia: justificando que su decisión se tomó con los requisitos del art. 226 LSC. Pero no hay más especialidades. De nuevo Goldberg pretende que los mismos estándares en esta materia se apliquen a relaciones extracontractuales y a relaciones contractuales. Frente a cualquier tercero, todos tenemos el deber de no dañar (neminem laedere). Frente a la contraparte de un contrato, tendremos el deber que pactemos y, a falta de pacto, los que sean necesarios para asegurar la consecución de los objetivos de ambas partes al celebrar el contrato (art. 1258 CC).

“Con excepciones importantes, los intereses que los fiduciarios deben servir y avanzar… son de carácter financiero”.

Es así, en efecto, con los administradores sociales. Pero no con los patronos de una fundación o con los miembros de la junta directiva de una asociación. Sería más aceptable la afirmación si dijera “de carácter patrimonial”. Y eso tendría lógica porque el fiduciario tiene, normalmente, a su cargo gestionar el patrimonio de otro, de manera que sus decisiones discrecionales (adoptadas de buena fe y en el mejor interés de su principal o beneficiario), serán decisiones relativas a los bienes y derechos, a los créditos y deudas que forman el patrimonio cuya gestión se le ha encargado. Pero no creo que eso tenga que ver con que

“los tribunales, normalmente, afirman deberes de diligencia menos amplios cuando se trata de dinero”

en comparación con

cuando se trata de la integridad física de otras personas, o su libertad de actuación, la posesión y uso de bienes concretos, la reputación o el bienestar emocional”.

En realidad, la diferencia es entre daños económicos y daños de otro tipo. Si los daños económicos son perfectamente indemnizables, podemos ser menos estrictos en la exigencia de que la gente se comporte diligentemente, es decir, de manera que se minimice – eficientemente – la probabilidad de causar un daño. Pero con los otros tipos de daños, lo que sucede es que, a menudo, no son perfectamente indemnizables (el que se ha quedado sin una mano, se ha quedado sin una mano por mucha indemnización económica que le asignen).

Lo que Goldberg pretende con este análisis es sugerir que podemos ser “blandos” con la negligencia de aquellos sujetos sobre los que pesan deberes de lealtad. Esta idea había sido explicada – justificada – por Paz-Ares en su trabajo de 2004. Las justificaciones más plausibles son que los mecanismos de mercado – la competencia entre fiduciarios – son muy “potentes” controlando la negligencia. Un administrador negligente no aguanta mucho en el cargo. Y el salario que perciben les incentiva a trabajar duro y con cuidado. Es decir, los administradores sociales tienen poderosos incentivos para ser diligentes, de manera que el Derecho puede retirarse de la escena. Goldberg lo expresa así:

Irónicamente, puede ser el deber de lealtad del fiduciario (y los deberes relacionados con el de lealtad, como el de informar al principal, de llevanza de la contabilidad etc.) lo que lleva a tribunales y legisladores a ser más tolerantes y menos exigentes con los deberes de diligencia permitiendo la eliminación de la responsabilidad por su incumplimiento en un contrato. Tomando como ejemplo el caso de un trustee, tal vez se deba en parte a que un trustee está obligado a actuar en el mejor interés de su beneficiario y a abstenerse de autocontratar, y a que este deber está relacionado con otros deberes, incluidos los deberes de información y transparencia, y estos deberes son exigibles de muy variadas formas, incluyendo acciones de exhibición de la contabilidad de modo que los tribunales están dispuestos a permitir que el fiduciario y el beneficiario, en circunstancias normales, reduzcan el deber de diligencia y se abstengan de revisar agresivamente el cumplimiento de dicho deber por parte del fiduciario”.

Es decir que, para Goldberg, es el deber de lealtad el que “permite” al Derecho ser blando con el deber de diligencia. Como también ha explicado Paz-Ares, exigir estrictamente el deber de diligencia podría ser contraproducente como conocemos bien al estudiar la discrecionalidad de juicio empresarial – business judgment rule –: si los administradores son responsables de los daños que cause cualquier negligencia por su parte y estos daños pueden ser muy elevados – y llevarlos a la ruina – serán mucho más conservadores en su gestión de lo que prefieren los accionistas.

El caso de los padres respecto de los hijos se explica, en la línea de Paz-Ares y no en la de Goldberg: los padres tienen poderosos incentivos “puestos” en sus cabezas por millones de años de evolución – la supervivencia de los genes de los padres depende de que los hijos lleguen a la edad adulta y se reproduzcan – para ser diligentes en el cuidado de sus hijos, de modo que sería grotescamente injusto e ineficiente que los jueces revisaran ex post las decisiones de los padres respecto de sus hijos para determinar si habrían podido adoptar otra que habría evitado el daño que se ha materializado. A lo que hay que añadir – dice Goldberg – que se produciría una intensa interferencia del Estado en la vida familiar si permitiéramos a los hijos presentar demandas contra sus padres por haberlos criado de forma “negligente”.

Aborda entonces

el caso Canterbury,

según el cual, un médico actúa negligentemente si no obtiene el consentimiento informado de su paciente antes de someterlo a un tratamiento arriesgado. Dice Goldberg que no está clara la relación entre la obligación de obtener el consentimiento informado del paciente y un presunto deber fiduciario del médico (que lo tiene, pero que, como el de otros profesionales, se funda en la asimetría informativa – “doctor, estoy en sus manos” – entre paciente o cliente y profesional). En realidad, el consentimiento informado está vinculado

"a la idea de que, en ausencia de circunstancias especiales, es el paciente quien tiene derecho a decidir sobre lo más conveniente para su salud. Esta idea de "soberanía" del paciente parece contradecir la afirmación según la cual un médico, al preguntar al paciente, esté cumpliendo con sus deberes fiduciarios, en parte porque tales deberes típicamente están destinados a tratar situaciones en las que el bienestar del beneficiario depende en gran medida del ejercicio de su experiencia y poderes discrecionales por parte del fiduciario. La idea central de la doctrina del consentimiento informado, por el contrario, parece ser que los médicos necesitan tomar medidas que permitan a los beneficiarios tomar el mando cuando se trata de tomar decisiones sobre la atención médica que recibirán”

Es más, el consentimiento informado parece justo lo contrario del ejercicio de su juicio discrecional, de buena fe y en el mejor interés del paciente por parte del médico. Es el paciente el que ejercita su juicio y lo hace en su propio interés. Por tanto, el deber del médico no debería calificarse como fiduciario. Es obvio que, al proporcionar la información correspondiente, el médico ha de actuar de buena fe (revelando de forma completa, veraz y comprensible la información relevante para que el paciente adopte una decisión) pero no puede decirse que, como es específico del deber de lealtad de un fiduciario, al proporcionar tal información esté ejerciendo discrecionalidad de juicio.

El caso de Moore contra el Dr.Golde (Universidad de California) 

El médico de Moore, el Dr. Golde, descubrió que ciertas células en el cuerpo de Moore tenían un valor comercial potencial. Durante todo el tratamiento, (de una leucemia) que incluyó una esplenectomía seguida de años de cuidados postoperatorios, Golde recolectó sangre y tejido de Moore. Durante este tiempo, Golde, en colaboración con otros, emprendió los trabajos para obtener una patente y comenzar un negocio rentable para desarrollar aplicaciones clínicas a partir de las células. Golde nunca informó a Moore de sus objetivos comerciales y de investigación. El tribunal consideró que el tratamiento médico real de Golde de la enfermedad de Moore era apropiado, pero concluyó que Moore podía demandar a Moore porque éste no le había revelado todas estas circunstancias

Dice Goldberg que en un caso como éste, – en el que no hay daño – el ocultamiento de la información tiene menos que ver con el deber de diligencia que con el de lealtad. Y podemos estar de acuerdo, pero no con el deber de lealtad de un fiduciario, sino con el deber ex bonae fidei que se deben recíprocamente los contratantes en una relación no necesariamente fiduciaria. La cuestión es si Moore tenía derecho a participar de los beneficios que obtuviera Golde de la explotación de sus células y tejidos. Y del mismo modo que no creemos que pueda decirse que Amazon o Google o Facebook tienen una posición fiduciaria en relación con sus usuarios en lo que a los datos que recogen y explotan se refiere, tampoco creemos que Golde tuviera un deber de lealtad respecto de Moore al respecto. Lo que tiene – y tienen también las plataformas – es un deber de comportarse de acuerdo con las exigencias de la buena fe (art. 1258 CC) que le obliga a usar los datos o los tejidos o las células para el fin para el que Golde o Amazon o Google o Facebook pueden esperar, razonablemente y tras un juicio de buena fe, que se corresponde con la voluntad común de las partes. Y es obvio que si yo me someto a un tratamiento médico para curarme de una patología y el médico me dice que hay que extraerme sangre, células o muestras de tejidos, tengo derecho a creer que solo se utilizará para curarme, no para proveer al médico de un insumo que necesita en su negocio de biotecnología. Por tanto, si el médico quiere hacer tal cosa, debe requerir mi consentimiento que me permitirá decidir si le regalo mis células o si debe hacerme participar en las ganancias de su explotación comercial o si prefiero que las conserve y vendérselas a otro (que es lo que vino a decir un juez en su voto particular en la sentencia que resolvió el asunto). Es una exageración comparar, como hace Goldberg, este caso con el famosísimo Meinhard v. Salmon y decir que el doctor

“Golde se había quedado con una oportunidad de negocio que, dadas las circunstancias, estaba obligado a compartir con su paciente”.

No. Golde no tenía ninguna obligación de entrar en sociedad con su paciente. Sólo de “comprarle” las células o el tejido y de no utilizarlas en caso de que Moore se negara. No hay un monopolio bilateral ni ningún fallo de la contratación que exija sustituir al mercado. Si Golde quería las células de Moore, que se las “comprara”. Y tanto más cuanto que el hecho de que Golde tuviera expectativas de aprovechar comercialmente las células de Moore aumentaba el riesgo de que el paciente fuera sometido a tratamientos innecesarios para curarlo pero convenientes para obtener “insumos” para su aventura empresarial. Si no queremos inducir a los médicos a convertir a sus pacientes en ratas de laboratorio, más vale que atribuyamos a los pacientes un derecho absoluto sobre sus células, su sangre y sus tejidos. Y, naturalmente, una acción por enriquecimiento injusto sería apropiada.

Goldberg, John C. P., The Fiduciary Duty of Care (May 21, 2018)

Sitkoff sobre los principios fiduciarios del trust

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Cheque librado por Pablo Picasso

Que el origen de los deberes fiduciarios de los administradores sociales se encuentra en el trust inglés no ofrece muchas dudas. En el Derecho continental, los deberes de los administradores se han extraído del mandato. En el trust más prototípico (“management trust”), alguien gestiona un patrimonio en interés de otro disponiendo de él como si fuera su propietario. El trustee tiene que actuar, consiguientemente, “de buena fe en el mejor interés del beneficiario” y ha de anteponer el interés de éste a los intereses propios. ¿Por qué ha sido tan “natural” considerar a los administradores sociales como trustees, en el sentido de que sus deberes son semejantes sino idénticos? Porque también los administradores sociales gestionan un patrimonio ajeno – el patrimonio separado que es la persona jurídica – y lo hacen en interés de otro. En el caso de las sociedades, en interés de los socios; en el caso de las asociaciones, en interés de los asociados y en el caso de una fundación en interés del fin fundacional fijado por el fundador en el acto de fundación. En el caso de las sociedades, sin embargo, la semejanza entre la posición del administrador y la del trustee es completa sólo en el caso de sociedades de estructura corporativa – las únicas que la doctrina alemana tradicional consideraba personas jurídicas –, no en el caso de los administradores de sociedades de personas. Porque sólo en las primeras hay separación entre propiedad y control que se corresponde, dice Sitkoff con, la distinción entre el “legal title to the property” que ostenta el trustee y la propiedad “equitable or beneficial” que ostentan los beneficiarios. Dice Sitkoff que

“esta separación entre la propiedad jurídica y la beneficial se corresponde funcionalmente con una separación de la propiedad y el control e impone la intermediación del fiduciario entre el beneficiario y el patrimonio que se ha dado en trust”.

Lo que diferencia, en cuanto al aspecto patrimonial, al trust de la sociedad de estructura corporativa es que el trustee ha de

gestionar y distribuir los bienes dados en trust de acuerdo con los deseos expresados al constituir el trust por el settlor”.

Sitkoff continúa explicando que la posibilidad de constituir un management trust es una forma de ampliar la capacidad del propietario de unos bienes para disponer de ellos como considere oportuno:

Un fideicomiso también permite que el fideicomitente posponga decisiones importantes sobre la inversión y distribución de la propiedad fiduciaria. En lugar de imponer instrucciones inflexibles por adelantado, el fideicomitente puede facultar al fiduciario para decidir cómo se debe invertir y distribuir el patrimonio atendiendo a las condiciones cambiantes del mercado y las circunstancias de los beneficiarios. Por lo tanto, un fideicomiso es una herramienta poderosa para implementar la libertad de disposición de un fideicomitente.

En la evolución moderna del trust, fue necesario ampliar los poderes de disposición y la discrecionalidad del trustee como consecuencia del cambio del tipo de bienes confiados (tierras en los siglos pasados y activos financieros en la actualidad) lo que condujo, a su vez, a la necesidad de reforzar los deberes fiduciarios de los trustees para evitar que éstos se apropiaran de tales patrimonios, apropiación que resultaba mucho más sencilla cuando se trata de activos líquidos que pueden ser transferidos rápidamente y sin publicidad. Por tanto, el management trust esté mucho más cerca de las personas jurídicas fundacionales que las de base personal. En una sociedad anónima, por ejemplo, los administradores han de gestionar el patrimonio social en interés de los accionistas – igual que en el trust en relación con los beneficiarios – pero los accionistas ocupan tanto el lugar de los beneficiarios de un trust como el de que estableció el trust, en lo que al patrimonio se refiere. Quizá este doble papel de los accionistas en comparación con los beneficiarios de un trust explique por qué algunos autores norteamericanos tienden a devaluar la posición de los accionistas y a no considerarlos como verdaderos “dueños” de la sociedad y, por tanto, propietarios – indirectos – del patrimonio social.

En fin, de interés es lo que señala Sitkoff casi al final de su trabajo

Los términos de un fideicomiso no pueden derogar el deber del fiduciario de actuar "de buena fe y de acuerdo con los términos y propósitos del fideicomiso y los intereses de los beneficiarios".

Véase la similitud con el deber de los administradores de actuar de buena fe y en el mejor interés de la sociedad que consagra el art. 227.1 LSC. Se refiere Sitkoff a la cuestión, que hemos abordado en otras entradas del carácter imperativo del deber de lealtad de los administradores sociales. Y de forma semejante a lo que hemos expuesto en ellas, la explicación reside en la correcta calificación del negocio jurídico realizado por los particulares. Para el caso del trust,

"la obligación fiduciaria es un elemento constitutivo necesario de ciertas categorías legales, como el fideicomiso y la agencia.... Una persona puede dar bienes a otra persona y autorizar a la otra persona a actuar caprichosamente con respecto a los bienes. Pero transferir así unos bienes ha de calificarse como una donación o una compraventa. De forma que, dado que los términos en los que se ha constituido el fideicomiso no pueden contradecir la naturaleza fiduciaria del fideicomiso (es decir, que los bienes se entregan al fideicomisario para que los administre en interés de los beneficiarios), estos términos no pueden suprimir el deber del fideicomisario de actuar de buena fe en interés de los beneficiarios.

y cita una sentencia del Tribunal Supremo de Delaware de 2002 en la que éste dijo que “Un trust que no impone obligaciones vinculantes al trustee es un trust sólo en el nombre pero, en su sustancia, es una atribución de la propiedad a dicho trustee”. Y un juez inglés, años antes: “si los beneficiarios no tienen derechos protegidos jurídicamente contra los trustees, no hay trusts”.

Sitkoff, Robert H., Fiduciary Principles in Trust Law (March 26, 2018)

Canción del viernes y nuevas entradas en el Almacén de Derecho. Il n'est jamais trop tard. Cheikh Lô

Comillas

Por Pablo de Lora   Hoy “no tengo frase”, dicen que solía decir Carmen Martín Gaite, la insigne novelista española. Cuesta mucho “tener frase”, y por eso lo entrecomillo, porque la gráfica manera de describir la frustración del que escribe no es mía (y esto...
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