Cuando nos arriesgamos sin ganancia
Uno de los muchos factores que distingue a Sandy Weill y a los que se adhieren a la idea “nosotros somos Wall Street” del empleado de banca tradicional … es su actitud frente al riesgo. El riesgo se consideraba anatema para las anteriores generaciones de banqueros: si un préstamo se consideraba arriesgado, simplemente no se daba. Por supuesto, esos viejos banqueros se equivocaban, a veces, y los prestatarios no devolvían el préstamo, pero no se hablaba de un <>, ni de provisionar fallidos, porque no se esperaba ninguno. En la era de la financiarización, los banqueros se enamoraron del riesgo. El riesgo era una fuente de beneficios y con la ayuda de los matemáticos de Larry Summers, podía ser calculado y gestionado. O no.
La moderna Economía Financiera trata el riesgo como si fuera una mercancía cualquiera, es decir, como si fuera café o leche. Los individuos tienen preferencias y capacidades diferentes en su aproximación al riesgo y en su capacidad para gestionarlo, del mismo modo que tienen gustos diferentes respecto de la comida o del mismo modo que las tierras de los distintos agricultores son de distinta calidad o unos son más habilidosos que otros en la producción. Por tanto, intercambiar riesgos debe beneficiar a ambas partes como intercambiar leche por café beneficia a los que tienen leche y a los que tienen café… así que cuanto mayor sea el volumen de los intercambios, mayor el bienestar social.
Pero el riesgo no es como el café o la leche. No podemos hacer
desaparecer el riesgo como sí podemos dejar de cultivar café o producir leche.
Con el riesgo, lo único que podemos hacer es distribuirlo entre mucha gente. O
sea, asegurarlo. Y la forma más sana de hacerlo es mutualizándolo. Cuando se
convierte en una mercancía, se reasigna el riesgo, pero necesariamente esa reasignación ha de ser menos eficiente que
la mutualización. Porque, por definición, la mutualización
supone distribuirlo entre un número suficiente de individuos u hogares para los
que, en conjunto, el siniestro, de producirse, no tiene consecuencias
catastróficas, consecuencias que sí tendría si recayera exclusivamente sobre un
individuo u hogar concreto. Aunque el que “compra” el riesgo esté en mejores
condiciones de soportarlo – porque él puede diversificar – que el que lo
transmite, esa transferencia del riesgo tiene siempre, como alternativa
disponible para el sometido al riesgo, la mutualización directa (creando una
mutua) o indirecta poniendo como intermediario a la compañía de seguros con
forma de sociedad anónima.
Cuando algunos miles de holandeses compraron acciones de la VOC
allá por 1602, estaban mejorando la asignación de los riesgos de la aventura
asiática de los mercaderes cum militares holandeses, distribuyéndola entre todos
los accionistas que, naturalmente, no sufrirían pérdidas catastróficas si se
“destruía” la VOC. Pero cuando los que compran los riesgos no son grandes grupos
de individuos o compañías de seguros, nos “arriesgamos” al error de cálculo del
riesgo por parte del comprador – que no es, la mayor parte de las veces un
experto actuarial aunque solo sea porque muy pocos de entre nosotros son
actuarios – y que son menos capaces de gestionar el riesgo y, lo que es peor,
estamos generando una demanda de riesgos, de manera
que se generará una oferta correspondiente. Empezaremos a ver
“fabricantes de riesgos para ser transferidos”.
Pero, podría decirse, también los mercados sobre acciones son
mercados que “precian” las empresas a base de incorporar información, lo que
supone que hay diferencias en la información de la que disponen comprador y
vendedor o en la percepción que tienen de la evolución futura de la empresa en
la que invierten o desinvierten. Y es así. Por eso en todos los mercados
financieros hay burbujas y un volumen de ganancias y pérdidas de envergadura muy
superior al valor de los activos que se intercambian. Añádase la sobreconfianza
y la ilusión de control y tenemos una imagen más clara de por qué los
intercambios de activos financieros no funcionan igual que los intercambios de
bienes o servicios.
Los que participan en los mercados financieros – dice Kay –
actúan como si fueran racionales cuando, en realidad, lo hacen como el que compra billetes de lotería. Los que
compran lotería lo hacen a sabiendas de que no es racional hacerlo porque lo que
buscan es un sueño y eso les hace sentir bien. Los financieros están en la misma
situación pero creen que actúan racionalmente. Y que se produzcan frecuentemente
ganancias les confirma en su idea equivocada de que obtenerlas es cuestión de
habilidad y cálculo racional. Pero, en buena medida, están embarcados en juegos
suma cero o, en el mejor de los casos, de suma levemente positiva. Cuando intercambiamos mercancías – café,
leche – los intercambios generan ganancia porque las transacciones se basan en
diferencias en preferencias (me gusta más el café q la leche) y en habilidades
(me he especializado en producir café y puedo producirlo a menor coste que el
que me lo compra). Cuando se intercambian activos financieros, las transacciones
se basan sólo en diferencias en información (el que vende sabe más sobre el
valor del activo que el que compra)
“Financial Economics mistook transactions based on differences in information and its interpretation for transactions based in differences in preferences and capabilities”
Pero estos juegos se juegan una y otra vez porque los que
pierden no son siempre los mismos, en cuyo caso, acabarían por abandonar el
mercado o quebrar. Los únicos que ganan son los que intermedian en estos tratos.
Dice Kay, estos intermediarios, pueden diseñar estrategias para hacer dinero a
costa de los que realizan los tratos.
John Kay cuenta cómo fue posible
que el Derecho legitimara los CDS (permutas de riesgo de
crédito) que, como es sabido, se convirtieron en las “armas financieras de
destrucción masiva” una década después. Un jurista inglés llamado Robin Potts
emitió un dictamen a instancias de la ISDA sobre si
lo que se hacía con estos productos era apostar o asegurar. Si
fueran apuestas, no darían acción para exigir su cumplimiento (y, sobre todo, no
nos permitirían jugar a crédito o, en general, con el dinero de otros) y si
fueran seguros, solo las compañías de seguro podrían “comprar” esos riesgos,
esto es, asegurar. Potts dijo que no eran ni lo uno ni lo otro con lo que se
evitó, para siempre, que se prohibieran o que se sometieran a la estricta
regulación del seguro. O aún mejor, del reaseguro, para dedicarse a lo cual, el
volumen de reservas y capital exigido es enorme.
John Kay, Other People’s Money, 2015
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