viernes, 18 de diciembre de 2015

Las cien primeras páginas del libro de John Kay



Cuando nos arriesgamos sin ganancia 

Uno de los muchos factores que distingue a Sandy Weill y a los que se adhieren a la idea “nosotros somos Wall Street” del empleado de banca tradicional … es su actitud frente al riesgo. El riesgo se consideraba anatema para las anteriores generaciones de banqueros: si un préstamo se consideraba arriesgado, simplemente no se daba. Por supuesto, esos viejos banqueros se equivocaban, a veces, y los prestatarios no devolvían el préstamo, pero no se hablaba de un <>, ni de provisionar fallidos, porque no se esperaba ninguno. En la era de la financiarización, los banqueros se enamoraron del riesgo. El riesgo era una fuente de beneficios y con la ayuda de los matemáticos de Larry Summers, podía ser calculado y gestionado. O no. 
La moderna Economía Financiera trata el riesgo como si fuera una mercancía cualquiera, es decir, como si fuera café o leche. Los individuos tienen preferencias y capacidades diferentes en su aproximación al riesgo y en su capacidad para gestionarlo, del mismo modo que tienen gustos diferentes respecto de la comida o del mismo modo que las tierras de los distintos agricultores son de distinta calidad o unos son más habilidosos que otros en la producción. Por tanto, intercambiar riesgos debe beneficiar a ambas partes como intercambiar leche por café beneficia a los que tienen leche y a los que tienen café… así que cuanto mayor sea el volumen de los intercambios, mayor el bienestar social.
Pero el riesgo no es como el café o la leche. No podemos hacer desaparecer el riesgo como sí podemos dejar de cultivar café o producir leche. Con el riesgo, lo único que podemos hacer es distribuirlo entre mucha gente. O sea, asegurarlo. Y la forma más sana de hacerlo es mutualizándolo. Cuando se convierte en una mercancía, se reasigna el riesgo, pero necesariamente esa reasignación ha de ser menos eficiente que la mutualización. Porque, por definición, la mutualización supone distribuirlo entre un número suficiente de individuos u hogares para los que, en conjunto, el siniestro, de producirse, no tiene consecuencias catastróficas, consecuencias que sí tendría si recayera exclusivamente sobre un individuo u hogar concreto. Aunque el que “compra” el riesgo esté en mejores condiciones de soportarlo – porque él puede diversificar – que el que lo transmite, esa transferencia del riesgo tiene siempre, como alternativa disponible para el sometido al riesgo, la mutualización directa (creando una mutua) o indirecta poniendo como intermediario a la compañía de seguros con forma de sociedad anónima.

Cuando algunos miles de holandeses compraron acciones de la VOC allá por 1602, estaban mejorando la asignación de los riesgos de la aventura asiática de los mercaderes cum militares holandeses, distribuyéndola entre todos los accionistas que, naturalmente, no sufrirían pérdidas catastróficas si se “destruía” la VOC. Pero cuando los que compran los riesgos no son grandes grupos de individuos o compañías de seguros, nos “arriesgamos” al error de cálculo del riesgo por parte del comprador – que no es, la mayor parte de las veces un experto actuarial aunque solo sea porque muy pocos de entre nosotros son actuarios – y que son menos capaces de gestionar el riesgo y, lo que es peor, estamos generando una demanda de riesgos, de manera que se generará una oferta correspondiente. Empezaremos a ver “fabricantes de riesgos para ser transferidos”.

Pero, podría decirse, también los mercados sobre acciones son mercados que “precian” las empresas a base de incorporar información, lo que supone que hay diferencias en la información de la que disponen comprador y vendedor o en la percepción que tienen de la evolución futura de la empresa en la que invierten o desinvierten. Y es así. Por eso en todos los mercados financieros hay burbujas y un volumen de ganancias y pérdidas de envergadura muy superior al valor de los activos que se intercambian. Añádase la sobreconfianza y la ilusión de control y tenemos una imagen más clara de por qué los intercambios de activos financieros no funcionan igual que los intercambios de bienes o servicios.

Los que participan en los mercados financieros – dice Kay – actúan como si fueran racionales cuando, en realidad, lo hacen como el que compra billetes de lotería. Los que compran lotería lo hacen a sabiendas de que no es racional hacerlo porque lo que buscan es un sueño y eso les hace sentir bien. Los financieros están en la misma situación pero creen que actúan racionalmente. Y que se produzcan frecuentemente ganancias les confirma en su idea equivocada de que obtenerlas es cuestión de habilidad y cálculo racional. Pero, en buena medida, están embarcados en juegos suma cero o, en el mejor de los casos, de suma levemente positiva. Cuando intercambiamos mercancías – café, leche – los intercambios generan ganancia porque las transacciones se basan en diferencias en preferencias (me gusta más el café q la leche) y en habilidades (me he especializado en producir café y puedo producirlo a menor coste que el que me lo compra). Cuando se intercambian activos financieros, las transacciones se basan sólo en diferencias en información (el que vende sabe más sobre el valor del activo que el que compra)
“Financial Economics mistook transactions based on differences in information and its interpretation for transactions based in differences in preferences and capabilities”
Pero estos juegos se juegan una y otra vez porque los que pierden no son siempre los mismos, en cuyo caso, acabarían por abandonar el mercado o quebrar. Los únicos que ganan son los que intermedian en estos tratos. Dice Kay, estos intermediarios, pueden diseñar estrategias para hacer dinero a costa de los que realizan los tratos.

John Kay cuenta cómo fue posible que el Derecho legitimara los CDS (permutas de riesgo de crédito) que, como es sabido, se convirtieron en las “armas financieras de destrucción masiva” una década después. Un jurista inglés llamado Robin Potts emitió un dictamen a instancias de la ISDA sobre si lo que se hacía con estos productos era apostar o asegurar. Si fueran apuestas, no darían acción para exigir su cumplimiento (y, sobre todo, no nos permitirían jugar a crédito o, en general, con el dinero de otros) y si fueran seguros, solo las compañías de seguro podrían “comprar” esos riesgos, esto es, asegurar. Potts dijo que no eran ni lo uno ni lo otro con lo que se evitó, para siempre, que se prohibieran o que se sometieran a la estricta regulación del seguro. O aún mejor, del reaseguro, para dedicarse a lo cual, el volumen de reservas y capital exigido es enorme.

John Kay, Other People’s Money, 2015

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