miércoles, 30 de diciembre de 2015

¿Para qué sirve una votación?

La estrechísima asociación entre gobierno democrático y elecciones ha conducido a una sobrevaloración de las votaciones como forma de tomar decisiones en un grupo. ¿Qué puede haber más democrático que decidir mediante votación y que se haga lo que quiera la mayoría?

La votación cumple dos funciones: agregar información y agregar preferencias. Lo primero, cuando los que votan tienen esa información y la ponen en común a través del voto. Es lo de la “sabiduría de las masas”. Pero esta función de las votaciones no tiene importancia en la vida política. En la vida política las votaciones sirven para agregar preferencias de los ciudadanos.

Sin embargo, es un error pensar que las votaciones son la mejor forma de tomar decisiones en un grupo. No me refiero al conocido peligro de opresión de las minorías que ha llevado al concepto de “democracias no liberales” para referirse a países como Irán, Venezuela o muchos del tercer mundo donde se han producido movimientos democratizadores. Me refiero a una perspectiva funcional: qué queremos resolver con la votación.

Si el objetivo es tomar la decisión óptima como grupo, es preferible formar un consenso. Es decir, iniciar una conversación entre los miembros del grupo que vaya destilando las opciones más convenientes y continuarla hasta que nadie se oponga a la decisión que aparece como aceptable. Esta era la forma de tomar decisiones en los grupos humanos primitivos y su función no era la de agregar preferencias, sino la de agregar información (¿debemos sancionar condenándole al ostracismo durante una temporada al varón que se apoderó de una parte de lo cazado mayor de lo que le tocaba? ¿debemos mover el campamento hoy o esperamos a mañana?). Por eso, la votación no es un buen sistema para tomar decisiones en grupos pequeños. Hay un riesgo elevado de volatilidad,  es decir, de que un cambio en la opinión de una o dos personas provoque un cambio en la decisión.

Si la decisión tiene elementos importantes de carácter técnico (¿hay que construir un puerto de contenedores en Algeciras o en Málaga?) la votación no es un buen método de decisión, porque no estamos tratando, de nuevo, de agregar preferencias sino de tomar la decisión con la mayor información posible y, cuando la cuestión tiene carácter técnico, dar una voz igualitaria a todos los miembros del grupo con independencia de su conocimiento de la materia carece de sentido. Por eso, si el grupo es suficientemente grande como para que no pueda adoptarse la decisión por consenso, deferimos la misma a las personas que disponen de los conocimientos técnicos al respecto a los que “aislamos” de cualquier posible conflicto de interés.

Pero incluso cuando se trata de agregar preferencias de los miembros de un grupo muy grande, recurrir a las votaciones no siempre es una buena idea. Diríamos que la votación sólo es una buena idea, en primer lugar, cuando se trata de elegir representantes. En la medida en que otras personas van a tomar decisiones que me afectan, debo poder participar en su elección. Esto es suficiente para legitimar la democracia representativa.

Pero fuera de la elección de los representantes, la bondad de la votación para tomar decisiones es mucho más discutible. Por ejemplo, es un buen método (si puede hacerse a bajo coste) cuando las opciones a las que se enfrenta el grupo son igualmente buenas o malas y los técnicos no nos dicen que una es claramente mejor que la otra. Por ejemplo, ¿debemos conducir por la izquierda o por la derecha? ¿el color de los coches de policía debe ser el blanco o el azul? ¿Se suprimen los carriles-bus? Este tipo de votaciones induce a la participación de los ciudadanos en la vida pública y permite agregar preferencias y, por tanto, hacer que los ciudadanos se sientan más implicados en la vida en común. Es el modelo suizo. Importa que ninguna de las preguntas ponga en peligro la convivencia en el grupo. Si lo hace, se corre el riesgo de que esa sea la última vez que el grupo toma decisiones de esa manera porque los que pierdan en la votación decidan abandonar el grupo.

En particular, es una mala idea recurrir a las votaciones para adoptar decisiones respecto de las que se sabe a priori qué es lo que piensan los votantes de la cuestión. Si se sabe que todo el mundo está de acuerdo con la opción de suprimir los carriles bus, lo que deben hacer los representantes es suprimirlos sin más. En realidad, eso es lo que hacen. Si se sabe que todo el mundo está en contra, lo propio. Hacer una votación en tales casos – como el referéndum constitucional – no tiene por objeto permitir a los ciudadanos que decidan, sino que tiene un valor simbólico. Los ciudadanos refrendan lo que han hecho sus representantes. Por eso nos llevamos, de vez en cuando, sorpresas tremendas (el referéndum francés sobre la Constitución Europea, por ejemplo).

Cuando menos indicado está el recurso a la votación es cuando sabemos a priori que el resultado de la votación va a estar ajustado y la decisión es trascendente para los miembros del grupo, es decir, afecta de forma significativa a la vida de cada uno de los miembros del grupo. Por ejemplo, cuando Cameron convocó el referéndum escocés, sus encuestas le decían que ganaría el sí a la unión de las naciones inglesa y escocesa con mucha diferencia (a pesar de que el partido nacionalista escocés ganaba sistemáticamente las elecciones en Escocia). Por eso convocó el referéndum. Un referéndum en Cataluña con la pregunta ¿desea Vd que Cataluña sea un Estado independiente de España? daría un resultado, sin embargo, apretado. En función de cómo se desarrollase la campaña podría ganar el sí o podría ganar el no. Eso es lo que nos dicen, no ya las encuestas, sino todas las votaciones que se han sucedido en Cataluña desde 1977.

¿Por qué? Porque el grupo habría tomado una decisión que afecta individualmente a todos los miembros del grupo contra la voluntad de una parte muy significativa de ellos. La votación provoca una fractura en el grupo. Lo divide irremisiblemente. Según el contenido de la decisión, directamente acaba con el grupo. Y no hay ninguna garantía de que el resultado sea coherente con el bienestar de todo el grupo, es decir, no hay ninguna garantía de que el “saldo” de la decisión sea positivo, calculado mediante la sustracción de la pérdida que sufren los que pierden la votación de la ganancia que experimentan todos los que ganan. Esto es así porque la intensidad de las preferencias no se expresa en una votación. Esta es la gran diferencia entre el mercado político y el mercado económico. En el segundo, los precios – la disposición a pagar – revelan la intensidad de la preferencia de los individuos que compran o venden en el mercado. En las votaciones, cada persona emite un voto y todos los votos valen lo mismo aunque la preferencia de unos y otros sea de una intensidad muy diferente. Es más, entre los que han votado sí a la independencia, habrá algunos que tienen una intensa preferencia por una Cataluña independiente y otros que tengan una preferencia más ligera. Algunos, incluso, pueden haber votado a favor simplemente porque esa es la preferencia de algún ser querido o que tiene influencia sobre sus decisiones. Y la minoría, sin embargo, puede tener una intensa preferencia por el no. Pero no pueden “comprar” el voto de los que tienen una preferencia leve por la independencia. Sólo pueden convencerlos y, en la medida en que hay costes de acción colectiva enormes, no emprenderán los esfuerzos necesarios para lograr tal convicción.

El status quo – cuando no es una situación opresiva para ninguno de los miembros del grupo – tiene a su favor la carga de la argumentación: es el que quiere cambiarlo el que tiene que convencer a una inmensa mayoría de los miembros del grupo de que es una buena idea cambiarlo, especialmente cuando el cambio es irreversible y tiene efectos profundos sobre la vida de los miembros del grupo. Por eso, los referendos que resuelven una cuestión como la que quieren plantear a los catalanes los partidarios del referéndum de autodeterminación son los de los territorios colonizados o conquistados por otro grupo. En esos casos (Timor-Leste), el referéndum tiene su valor simbólico: refrendar lo que han hecho los líderes del grupo que se separa. En esos casos, el referéndum no divide al grupo, simplemente, refleja que había dos grupos, no uno.

Por eso hemos dicho en otra ocasión que la cuestión de la independencia de Cataluña no es jurídica ni puede resolverse jurídicamente. Es puramente política. El día en que sepamos que el ochenta por ciento de los catalanes quieren separarse y lo sabremos, no se preocupen, habrá que hacer un referéndum para refrendar esa voluntad o, quizá, para darnos una última oportunidad de hacerles cambiar de opinión. Entretanto, hay que dejar de enredar con la Constitución o con los pactos para formar un gobierno.

2 comentarios:

J.M.de Andrés dijo...

Ademas, parece lógico -incluso para los promotores políticos del secesionismo- dejando al margen en este caso la opinión del resto de los españoles, que no es lo mismo contar con un apoyo de un 80/85 o 90% en Cataluña que un 51 o 55%. Para un asunto tan trascendente,el apoyo ha de ser abrumador.De lo contrario para bien o para mal la legitimación política es más que cuestionable.

Unknown dijo...

Magnífica explicación. Muchas gracias.

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