Marinus van Reymerswaele, “El cambista y su mujer” 1539, Museo del Prado
En el siglo XVIII y XIX, el problema contractual que planteaban las sociedades anónimas no era el de los costes de agencia – la explotación de los accionistas por parte de los gestores – a pesar de que las únicas sociedades anónimas eran de “capital disperso”, esto es, sociedades creadas para el comercio trasatlántico que se financiaban distribuyendo sus acciones entre un grupo muy amplio de comerciantes y propietarios. Estas compañías se constituían para explotar un monopolio (comercio con las Indias orientales o comercio de pieles, especias y luego explotación de infraestructuras construidas por la sociedad), monopolio que les era otorgado por el Rey o el Parlamento.
De manera que los problemas contractuales que sufrían no tenían mucho que ver con los de las actuales sociedades anónimas una vez que, bien entrado el siglo XIX, se liberaliza la constitución de sociedades anónimas. Los problemas eran – dicen Hansmann y Pargendler – los de protección de los clientes de esas sociedades titulares de un monopolio para no ser explotados (los usuarios de la infraestructura o los compradores del producto monopolizado). Y, para evitar tal explotación, la solución es la de convertir a los clientes en accionistas, esto es, dar naturaleza de mutua a la organización aunque se constituya como una sociedad anónima, esto es, con su capital dividido en acciones.
Ya hemos dicho que la sociedad anónima es tan flexible que se puede utilizar, deformándola convenientemente, para albergar sociedades mutualistas. En el caso de las titulares de un monopolio, limitando el número de acciones que puede ostentar un solo accionista y organizando la transmisión de estas acciones para impedir que alguien se haga con el control. O exigiendo la condición de cliente de la empresa para poder adquirir una acción. De esta forma, se mataban dos pájaros de un tiro:
“para muchas sociedades anónimas, los comerciantes locales y los granjeros eran la fuente más obvia de capital en unos tiempos en los que los mercados de capitales no estaban desarrollados… además, al controlar a los que les prestaban los servicios, los consumidores se protegían frente a la explotación”.
Lo lógico es que estas sociedades anónimas tuvieran como regla la de “un hombre, un voto” y no la de la proporcionalidad en relación con la aportación al capital. O que, de otra forma, limitasen el número de votos que podía emitir cualquiera de los accionistas. Todo lo necesario para evitar que alguno de los accionistas pudiera hacerse con el control y se perdiesen las ventajas de la mutualidad. Las formas de esta limitación eran tres: “voto graduado” – el número de votos se incrementaba menos que el número de acciones adquiridas para las adquisiciones sucesivas por una persona – ; “límite máximo” al número de votos que podía emitir un accionista y “voto por cabezas”.
Junto a una limitación del derecho de voto, es imprescindible restringir la transmisibilidad. De otro modo, la conexión entre cliente-accionista se irá perdiendo conforme los clientes vayan vendiendo sus acciones y los adquirentes de éstas, que sean meros inversores, presionen para eliminar las restricciones a los derechos de voto. Esta evolución será, normalmente, paralela a la desaparición de los monopolios en relación con las infraestructuras y a la aparición de la financiación pública de éstas. Es normal, pues, que observemos una decadencia de las restricciones al derecho de voto y a la transmisibilidad de las acciones de sociedades cuyo capital se reparte entre muchos accionistas y que los problemas contractuales no sean los de proteger a los clientes de estas empresas – el mercado se desarrolla lo suficiente como para proveer tal protección a bajo coste gracias a la competencia – sino los de proteger a los inversores frente a los gestores.
En Europa, esta explicación de Hansmann y Pargendler para las limitaciones al número de votos que puede emitir un accionista es, probablemente, útil para dar sentido al actual art. 180 LSC que tiene su origen en el Derecho alemán y proviene, probablemente, del siglo XIX. Los autores describen que este tipo de limitaciones estaba extendido en el Derecho de Sociedades francés o inglés.
El resto del trabajo examina la extensión de estas restricciones a los derechos de voto en las sociedades constituidas en los EE.UU. en el siglo XIX para construir y explotar infraestructuras (caminos, canales, puentes, ferrocarriles) y en el sector bancario y de los seguros – sectores donde prácticamente todas las sociedades eran mutuas en el siglo XIX porque nadie se fiaba de los banqueros –. También tiene interés el análisis de la primera sociedad anónima del mundo, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales.
De especial interés es el análisis del auge y decadencia de la doctrina ultra vires (limitación del poder de representación de los administradores sociales a las actividades comprendidas por el objeto social). Dicen Hansmann y Pargendler que
Dos explicaciones se han ofrecido tradicionalmente para el auge y la decadencia de la doctrina ultra vires. La primera es que una definición estrecha y del poder de representación de los administradores tenía sentido en un momento en el que la constitución de la sociedad anónima confiere privilegios especiales, una lógica que sin embargo se desvaneció con la liberalización de los requisitos para la constitución de sociedades anónimas. La segunda es que la doctrina ultra vires sirvió como una forma de protección de los inversores, asegurando a los inversores que sus aportes de capital a la empresa sólo se utilizarían en las industrias o actividades seleccionadas por aquellos. El abandono de la doctrina en tiempos más recientes se explica con el argumento de que eran, en última instancia, ineficaces, que inducían a la litigación oportunista o que obstaculizaban la gestión de las empresas en un entorno cada vez más cambiante o que devino innecesaria por la creciente liquidez de los mercados de valores y la salida fácil que permite a los accionistas descontentos con el cambio de objeto social.
A nuestro juicio, la doctrina ultra vires pudo haber cumplido una importante función adicional en aquellas primeras sociedades anónimas - como carreteras, bancos y compañías de seguros – que eran esencialmente mutuas. En las empresas cuyos propietarios son sus clientes, la naturaleza y las características específicas del negocio a que se dedica la empresa importa mucho desde la perspectiva del accionista. Los primeros casos de sociedades constituidas para construir una carretera en la que los accionistas se negaron a desembolsar las acciones suscritas tras producirse un cambio en el trazado de la carretera son un ejemplo ilustrativo de esta preocupación. La doctrina ultra vires no sólo aseguraba a los socios que sus aportaciones se destinarían a los destinos elegidos por ellos, sino también reducían la posibilidad de utilizar las rentas de la actividad respecto de la que la sociedad ostentaba derechos monopolísticos para subvencionar otra actividad que tenía una distribución diferente de los beneficios entre los accionistas de la empresa - un problema que atormenta a las cooperativas hasta el día de hoy . Por otra parte… se aseguraba a los accionistas -comerciantes que sus aportaciones no se destinarían a financiar a posibles competidores.
Como la competencia en el mercado aumentó la prevalencia del interés de los inversores en maximizar el valor de su inversión, la doctrina ultra vires perdió su razón de ser para la mayoría de las sociedades anónimas. Si lo que el accionista espera de la empresa no es un producto específico o servicio, sino dividendos – un bien fungible por excelencia – el objeto social pierde importancia… y la flexibilidad en las líneas de negocio en respuesta a cambios tecnológicos o en las condiciones de mercado deviene fundamental para mantener la rentabilidad. En consecuencia, la doctrina ultra vires fue abandonada gradualmente a medida que el mercado se llenó de empresas propiedad de inversores. De acuerdo con esta interpretación, (i) la doctrina ultra vires comenzó a perder su fuerza en su aplicación a las empresas manufactureras, que eran abrumadoramente propiedad de inversores y (ii) sólo ha subsistido (aunque en forma cada vez más debilitada) en las empresas donde el objeto social no es el lucro.
Si se piensa en lo que ha ocurrido con la Mutua Madrileña, o con las Cajas de Ahorro, se comprende inmediatamente la lucidez del análisis de Hansmann/Pargendler. V., también, Donald
J. Smythe, Shareholder
Democracy and the Economic Purpose of the Corporation, 63 Wash.
&Lee L. Rev. 1407 (2006), que explica que había una diferencia significativa en la atribución del voto entre sociedades dedicadas a la fabricación de bienes y las dedicadas a la construcción y explotación de infraestructuras públicas como carreteras de peaje o puentes o canales. En las primeras predominaba el voto proporcional a la participación en el capital y en las segundas el voto igualitario (un hombre, un voto). A menudo, estas segundas eran sociedades en las que participaban los propios usuarios de la infraestructura a los que convenía el voto igualitario para evitar ser explotados como usuarios (con peajes muy elevados) por los capitalistas que querrían maximizar los beneficios de la sociedad titular de la infraestructura.
Hansmann, Henry and Pargendler, Mariana, The Evolution of Shareholder Voting Rights: Separation of Ownership and Consumption, 2013
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