La estrechísima asociación entre gobierno democrático y
elecciones ha conducido a una sobrevaloración de las votaciones como forma de
tomar decisiones en un grupo. ¿Qué puede haber más democrático que decidir
mediante votación y que se haga lo que quiera la mayoría?
La votación cumple dos funciones: agregar información y agregar
preferencias. Lo primero, cuando los que votan tienen esa información y la ponen
en común a través del voto. Es lo de la “sabiduría de las masas”. Pero esta
función de las votaciones no tiene importancia en la vida política. En la vida
política las votaciones sirven para agregar preferencias de los ciudadanos.
Sin embargo, es un error pensar que las votaciones son la mejor
forma de tomar decisiones en un grupo. No me refiero al conocido peligro de
opresión de las minorías que ha llevado al concepto de “democracias no
liberales” para referirse a países como Irán, Venezuela o muchos del tercer
mundo donde se han producido movimientos democratizadores. Me refiero a una
perspectiva funcional: qué queremos resolver con la votación.
Si el objetivo es tomar la decisión óptima como grupo, es
preferible formar un consenso. Es decir, iniciar una conversación entre los
miembros del grupo que vaya destilando las opciones más convenientes y
continuarla hasta que nadie se oponga a la decisión que aparece como aceptable.
Esta era la forma de tomar decisiones en los grupos humanos primitivos y su
función no era la de agregar preferencias, sino la de agregar información
(¿debemos sancionar condenándole al ostracismo durante una temporada al varón
que se apoderó de una parte de lo cazado mayor de lo que le tocaba? ¿debemos
mover el campamento hoy o esperamos a mañana?). Por eso, la votación no es un buen sistema para tomar decisiones en grupos pequeños. Hay un riesgo elevado de volatilidad, es decir, de que un cambio en la opinión de una o dos personas provoque un cambio en la decisión.
Si la decisión tiene elementos importantes de carácter técnico
(¿hay que construir un puerto de contenedores en Algeciras o en Málaga?) la
votación no es un buen método de decisión, porque no estamos tratando, de nuevo,
de agregar preferencias sino de tomar la decisión con la mayor información
posible y, cuando la cuestión tiene carácter técnico, dar una voz igualitaria a
todos los miembros del grupo con independencia de su conocimiento de la materia
carece de sentido. Por eso, si el grupo es suficientemente grande como para que
no pueda adoptarse la decisión por consenso, deferimos la misma a las personas
que disponen de los conocimientos técnicos al respecto a los que “aislamos” de
cualquier posible conflicto de interés.
Pero incluso cuando se trata de agregar preferencias de los
miembros de un grupo muy grande, recurrir a las votaciones no siempre es una
buena idea. Diríamos que la votación sólo es una buena idea, en primer lugar,
cuando se trata de elegir representantes. En la medida en que otras personas van
a tomar decisiones que me afectan, debo poder participar en su elección. Esto es
suficiente para legitimar la democracia representativa.
Pero fuera de la elección de los representantes, la bondad de
la votación para tomar decisiones es mucho más discutible. Por ejemplo, es un
buen método (si puede hacerse a bajo coste) cuando las opciones a las que se
enfrenta el grupo son igualmente buenas o malas y los técnicos no nos dicen que
una es claramente mejor que la otra. Por ejemplo, ¿debemos conducir por la
izquierda o por la derecha? ¿el color de los coches de policía debe ser el
blanco o el azul? ¿Se suprimen los carriles-bus? Este tipo de votaciones induce
a la participación de los ciudadanos en la vida pública y permite agregar
preferencias y, por tanto, hacer que los ciudadanos se sientan más implicados en
la vida en común. Es el modelo suizo. Importa que ninguna de las preguntas ponga
en peligro la convivencia en el grupo. Si lo hace, se corre el riesgo de que esa
sea la última vez que el grupo toma decisiones de esa manera porque los que
pierdan en la votación decidan abandonar el grupo.
En particular, es una mala idea recurrir a las votaciones para
adoptar decisiones respecto de las que se sabe a priori qué es lo que
piensan los votantes de la cuestión. Si se sabe que todo el mundo está de
acuerdo con la opción de suprimir los carriles bus, lo que deben hacer los
representantes es suprimirlos sin más. En realidad, eso es lo que hacen. Si se
sabe que todo el mundo está en contra, lo propio. Hacer una votación en tales
casos – como el referéndum constitucional – no tiene por objeto permitir a los
ciudadanos que decidan, sino que tiene un valor simbólico. Los ciudadanos
refrendan lo que han hecho sus representantes. Por eso nos llevamos, de
vez en cuando, sorpresas tremendas (el referéndum francés sobre la Constitución
Europea, por ejemplo).
Cuando menos indicado está el recurso a la votación es
cuando sabemos a priori que el resultado de la votación va a estar
ajustado y la decisión es trascendente para los miembros del grupo, es
decir, afecta de forma significativa a la vida de cada uno de los miembros del
grupo. Por ejemplo, cuando Cameron convocó el referéndum escocés, sus encuestas
le decían que ganaría el sí a la unión de las naciones inglesa y escocesa con
mucha diferencia (a pesar de que el partido nacionalista escocés ganaba
sistemáticamente las elecciones en Escocia). Por eso convocó el referéndum. Un
referéndum en Cataluña con la pregunta ¿desea Vd que Cataluña sea un Estado
independiente de España? daría un resultado, sin embargo, apretado. En función
de cómo se desarrollase la campaña podría ganar el sí o podría ganar el no. Eso
es lo que nos dicen, no ya las encuestas, sino todas las votaciones que se han
sucedido en Cataluña desde 1977.
¿Por qué? Porque el grupo habría tomado una decisión que afecta
individualmente a todos los miembros del grupo contra la voluntad de una parte
muy significativa de ellos. La votación provoca una fractura en el grupo. Lo
divide irremisiblemente. Según el contenido de la decisión, directamente acaba
con el grupo. Y no hay ninguna garantía de que el resultado sea coherente con el
bienestar de todo el grupo, es decir, no hay ninguna garantía de que el “saldo”
de la decisión sea positivo, calculado mediante la sustracción de la pérdida que
sufren los que pierden la votación de la ganancia que experimentan todos los que
ganan. Esto es así porque la intensidad de las preferencias no se expresa en una
votación. Esta es la gran diferencia entre el mercado político y el mercado
económico. En el segundo, los precios – la disposición a pagar – revelan la
intensidad de la preferencia de los individuos que compran o venden en el
mercado. En las votaciones, cada persona emite un voto y todos los votos valen
lo mismo aunque la preferencia de unos y otros sea de una intensidad muy
diferente. Es más, entre los que han votado sí a la independencia, habrá algunos
que tienen una intensa preferencia por una Cataluña independiente y otros que
tengan una preferencia más ligera. Algunos, incluso, pueden haber votado a favor
simplemente porque esa es la preferencia de algún ser querido o que tiene
influencia sobre sus decisiones. Y la minoría, sin embargo, puede tener una
intensa preferencia por el no. Pero no pueden “comprar” el voto de los que
tienen una preferencia leve por la independencia. Sólo pueden convencerlos y, en
la medida en que hay costes de acción colectiva enormes, no emprenderán los
esfuerzos necesarios para lograr tal convicción.
El status quo – cuando no es una situación opresiva
para ninguno de los miembros del grupo – tiene a su favor la carga de la
argumentación: es el que quiere cambiarlo el que tiene que convencer a una
inmensa mayoría de los miembros del grupo de que es una buena idea cambiarlo,
especialmente cuando el cambio es irreversible y tiene efectos profundos sobre
la vida de los miembros del grupo. Por eso, los referendos que resuelven una
cuestión como la que quieren plantear a los catalanes los partidarios del
referéndum de autodeterminación son los de los territorios colonizados o
conquistados por otro grupo. En esos casos (Timor-Leste), el referéndum tiene su
valor simbólico: refrendar lo que han hecho los líderes del grupo que se separa.
En esos casos, el referéndum no divide al grupo, simplemente, refleja que había
dos grupos, no uno.
Por eso hemos dicho en otra ocasión que la cuestión de la
independencia de Cataluña no es jurídica ni puede resolverse jurídicamente. Es
puramente política. El día en que sepamos que el ochenta por ciento de los
catalanes quieren separarse y lo sabremos, no se preocupen, habrá que hacer un
referéndum para refrendar esa voluntad o, quizá, para darnos una última
oportunidad de hacerles cambiar de opinión. Entretanto, hay que dejar de enredar
con la Constitución o con los pactos para formar un gobierno.
2 comentarios:
Ademas, parece lógico -incluso para los promotores políticos del secesionismo- dejando al margen en este caso la opinión del resto de los españoles, que no es lo mismo contar con un apoyo de un 80/85 o 90% en Cataluña que un 51 o 55%. Para un asunto tan trascendente,el apoyo ha de ser abrumador.De lo contrario para bien o para mal la legitimación política es más que cuestionable.
Magnífica explicación. Muchas gracias.
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