Un principio – imperativo – de las sociedades de personas es el del autoorganicismo, esto es, que la formación de la voluntad y la dirección de la empresa social corresponde a los socios colectivos, a los que responden con todo su patrimonio de las deudas sociales. Por eso, en las sociedades corporativas como la anónima y la limitada, el principio es justo el contrario: son los órganos sociales los encargados de formar la voluntad de la corporación y de dirigir la empresa social.
Como dice la doctrina alemana, en las sociedades de personas no hay órganos que cubrir con individuos porque las funciones indicadas corresponden estructuralmente (con la constitución de la sociedad) a los socios. Y el paralelo con el individuo es ilustrativo: del mismo modo que un individuo no puede transferir la “soberanía sobre su propia actuación” (Handlungshoheit) a un tercero que pueda actuar independientemente, el grupo de personas que constituyen una sociedad colectiva no pueden transferir la formación de la voluntad del grupo y la dirección de la empresa común a un tercero que pueda actuar independientemente. Por eso puede nombrarse director general, gerente o factor en una colectiva a un individuo que no sea socio colectivo pero no puede nombrársele administrador en el sentido legal en sustitución de los socios colectivos.
Otra línea argumentativa se funda en la idea de responsabilidad y control. Es decir, que el que responde ilimitadamente – como ocurre con los socios colectivos – debe conservar el control sobre la organización (sobre el contrato y la formación de la voluntad de la sociedad y sobre la empresa social y su dirección). La fundamentación jurídica de esta correlación no es, sin embargo, tan evidente: en general, no hay que proteger a los individuos contra sí mismos, de manera que si unos individuos deciden aceptar responder ilimitadamente de la actuación de un tercero, están ejerciendo su libertad y han de pechar con las consecuencias. No hay, pues, un principio imperativo en derecho de sociedades que obligue a mantener la correlación entre responsabilidad y control. La cuestión se plantea, pues, en los mismos términos que hemos expuesto más arriba: hay límites a la libertad de los individuos para someterse a terceros. Por ejemplo, en el caso de la abuela que deviene fiadora universal del nieto o en el caso de las vinculaciones perpetuas o excesivamente largas. Y, probablemente, también cuando se cede la administración (en sentido legal, v., arts. 127 ss C de c) de la sociedad de personas a un tercero porque, para conservar el control sobre su propio patrimonio, el socio colectivo ha de poder destituir a ese administrador de cuyo comportamiento va a responder ilimitadamente. A contrario, no hay problema alguno con que los socios colectivos nombren a un factor o director general y le otorguen un poder de representación tan amplio como el objeto social. Porque al actuar así, los socios colectivos no están desprendiéndose del control de la organización.
En la doctrina alemana se formula, también, un argumento de protección del tráfico que justificaría la limitación a la supresión absoluta de cualquier correlación entre responsabilidad y control: los acreedores deben poder confiar en que el que responde, “manda”. Esa correlación garantiza que el que actúa será responsable porque tiene los incentivos adecuados para serlo ya que si hace disparates asumiendo riesgos inaceptables o, sencillamente, jugándose en el casino los activos sociales, sufrirá en su patrimonio las consecuencias. Y, para el cálculo del acreedor – antes de dar el crédito – es fundamental poder suponer que, efectivamente, la compañía prestataria estará controlada por alguien que tiene los incentivos para no despilfarrar sus recursos. En las sociedades anónimas y limitadas, teóricamente, el capital social proporciona esa posibilidad de cálculo a los acreedores.
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