Por qué la red contiene mucho de lo mejor que se escribe y sobre lo que he aprendido leyéndolo
Robert Cottrell es editor de The Browser y esta columna se ha publicado en el Financial Times del 15 de febrero de 2013
Buena parte de mi vida adulta la he pasado como periodista. En los últimos años, me he convertido en un consumidor voraz de artículos periodísticos. Es un lujo ganarse la vida escribiendo, pero he descubierto que también es un lujo pero menos estresante, ganarse la vida leyendo.
Leo continuamente. Si no fuera porque hay que dormir y atender a la familia, leería por el día y por la noche. Mi objetivo es encontrar todo lo que se escribe en internet que merece ser leído y recomendar las cinco o seis mejores piezas en mi página web, the Browser. No voy a hablar aquí de las muchas virtudes de The Browser. El objetivo de esta columna es compartir cuatro lecciones que he aprendido en cinco años recibiendo una sobrecarga de información.
Mi primera observación es que, en términos históricos, es un gran momento para ser lector. La cantidad de buenos escritos disponibles gratuitamente en la red excede con mucho lo que incluso el más fervoroso de los lectores podría haber deseado hace tan solo una generación con los medios impresos a su disposición.
No estoy diciendo que todo lo que se publica en la red esté bien escrito. Pero si solo el 1 % tiene interés para el lector inteligente e interesado, ese que, en la actualidad forma la audiencia de publicaciones como the Economist, the Financial Times, Foreign Affairs o the Atlantic; otro 4 % de Internet es puro entretenimiento banal y el 95 % restante no tiene ningún valor, ese 1 % que se escribe por y para las élites constituye un tesoro incalculable, el cuerno de la abundancia, el jardín de las delicias.
Cuando busco “mis” seis artículos de cada día, lo hago preguntándome si se lo recomendaría a mis amigos; si informa y deleita a un lector inteligente no especialista y si seguirá teniendo interés dentro de un mes o de un año.
Aplicando estas reglas, suelo sorprenderme y disfrutar con el material que selecciono. Todo gratis. Hoy, 7 de febrero, y por ejemplo, mi selección final incluye un ensayo del músico David Byrne, en su blog, sobre desobediencia civil y el caso de Aaron Swartz, el niño-prodigio de internet que se suicidó cuando había sido imputado penalmente; una recensión en la revista Dissent de Steven Randy Waldman, sobre la historia del riesgo en las Finanzas y el conflicto entre libertad individual y asunción de riesgos y unas observaciones de Jeffrey Rosen, profesor de Derecho en la George Wahington University en la revista New Republic en las que justifica por qué las directrices del Gobierno de Obama para asesinar ciudadanos norteamericanos en el extranjero son inconstitucionales.
Son los mejores artículos, los que quedan al final. Lo sé porque cuando encuentro un artículo de esa calidad, no puedo parar hasta terminar de leerlo.
Como son los mejores, también son escasos. Para lo que sirve de verdad Internet es para proporcionarnos un montón de materiales que no están a ese nivel, sino al inmediatamente inferior: buen periodismo, de diario, sobre asuntos que tienen un interés obvio para el público en general o sobre temas más esotéricos dirigido a audiencias particulares. Encuentro muchos artículos cada día que están escritos en lenguaje comprensible, argumentados y con gran contenido informativo.
¿Quién escribe estas cosas? Algunas las escriben periodistas profesionales que escriben para páginas web de publicaciones con solera o para sus propios blogs. Pero buena parte de estos escritos – esta es la gran aportación a la cultura contemporánea – proceden de profesionales de otros campos que encuentran el tiempo, la motivación y la oportunidad para escribir para cualquiera que quiera leer. No es que me guste mucho la palabra “bloguear” para describir esta actividad, pero es lo que hay.
Generalizando quizá excesivamente, los académicos (los profesores universitarios) son excelentes blogueros en el ámbito de su especialidad y más allá de él. También son buenos blogueros los trabajadores sociales, los músicos, los médicos, los economistas, los poetas, los que se dedican a las finanzas, los ingenieros, los editores y los informáticos. Bloguean por placer; para obtener visibilidad dentro de su especialidad; para aumentar su valoración y construirse un mercado como autores o como conferenciantes; bloguean porque sus colegas hacen lo mismo.
Los peores blogueros son los ejecutivos de las empresas y los políticos porque no quieren contar lo que saben y contar lo que sabes (hablar de lo que sabes) es la esencia del buen bloguero. Además, temen meter la pata y, como siempre dice, y a veces, demuestra, Felix Salmon, el bloguero de finanzas de Reuters, “Si nunca te equivocas, nunca dices nada interesante”.
Pero leer el blog de un politólogo, de un antropólogo o de un jurista o de un informático es lo más cerca que hay de leerle el pensamiento: mejor incluso, en cierto sentido porque lo que tiene que decir aparece ya debidamente formalizado. Esos son los expertos que, hace un par de décadas habrían sido las fuentes de los periodistas para sus artículos en prensa. Pero sus opiniones aparecerían distorsionadas, simplificadas, siempre recortadas en artículos sobre los que los expertos no tenían el control último.
Ahora los podemos leer directamente y descubrir lo que de verdad piensan y dicen. Podemos saber, por ejemplo, lo que los juristas opinan sobre el último nombramiento de un Magistrado del Tribunal Supremo; lo que los politólogos esperan que suceda en la próxima elección; cómo valoran los informáticos la última actualización del sistema operativo de Apple; lo que los economistas esperan de la nueva política económica del Gobierno. El lector no especializado tiene acceso a expertos que, hace una década, solo eran accesibles para los insiders o los especialistas.
Aunque supongo que el lector ya los tendrá localizados, algunos blogs de entre los mejores para una buena “alimentación” son los siguientes. Sobre la actualidad jurídica norteamericana, the Volokh Conspiracy es muy recomendable; para la ciencia política, the Monkey Cage; sobre Economía Marginal Revolution; sobre Informática, Asymco;.sobre literatura the Millions. Sirven de punto de partida. La mayor parte de ellos incluye un listado de otros blogs recoomendados en el mismo campo de manera que sirven como escalones para seguir con las búsquedas.
Mi segunda observación como lector profesional es una que puede parecer evidente en el mundo del blogueo pero que es aplicable a todo el universo de la publicación y la escritura en la red: el escritor lo es todo. El corolario es, naturalmente, que el editor, con escasas excepciones, es irrelevante.
Tras miles de cuidadosos experimentos puedo afirmar con seguridad que los buenos escritores escriben buenos artículos con independencia de la materia y del lugar de publicación. Los escritores mediocres escriben artículos mediocres. Y no hay nada puede salvar a un escritor malo.
Es una afirmación simple pero que si se pone en el contexto adecuado deviene más compleja e interesante. Piénsese en los tiempos en los que los medios impresos gobernaban el mundo. La unidad de consumo básica no era el artículo ni el escritor. Era la publicación, el periódico, la revista. Se compraba el periódico o la revista en la esperanza o en la confianza de que contendría buenos artículos. El editor era el que ponía la garantía de calidad.
Los escritores profesionales todavía consideran valioso tener editores en el mundo online, no tanto como acreditadores de la calidad, sino porque los editores pagan por escribir o, cada vez más, si no pagan, por lo menos publican el artículo en un lugar donde los lectores interesados acudirán.
Los lectores, por su lado, necesitan a los editores cada vez menos. En los últimos cinco años, se observa la tendencia de los artículos a “desprenderse” del medio en el que se publican por primera vez y a tener su propia vida en internet, donde van pasando de mano en mano, de un lector a otro.
Esto se debe, en buena medida, a la expansión de las redes sociales, sobre todo, Facebook y Twitter. Hace cinco años, había que ir a la página web del editor para ver qué había de nuevo. Ahora, los artículos llegan a la gente a través de twitter o de facebook. Un amigo comparte el hipervínculo y a través de él – o a través de Instapaper o Readability – accedes directamente al artículo o lo guardas para leerlo después o para leerlo en Kindle o en cualquier otra máquina de leer. Puede incluso que la guardes en el disco duro para leerlo ya sin estar conectado a internet. El artículo es lo que importa al lector. El sitio en el que se publicó originalmente puede haber pasado, incluso, desapercibido. Puede incluso que el medio donde se edita reduzca valor al lector en lugar de añadírselo. Dicho de otra forma: hay escritores que buscan lectores y lectores que buscan escritores. Perfecto. Si un editor se implica en esta relación, su instinto será cubrir el espacio entre el lector y el escritor con anuncios, anuncios cuya finalidad es distraer al lector.
Hay excepciones. Como lector, mis felicitaciones van, sin seguir ningún orden en particular, para the New Yorker, the New York Review of Books, the Financial Times, the London Review of Books, and McSweeney’s. Estos y otros sitios parecidos se toman en serio la tarea de publicar en la red. Se preocupan por construir sitios y apps que animan a los lectores a leer y a los escritores a escribir. Muestran inteligencia, buen gusto y moderación. Ojalá prosperen.
Dicho lo cual, me parece inevitable que asistamos, en el futuro, a un nuevo modelo de negocio para la escritura y la lectura en la red que consistirá en que los lectores compensarán directamente a los escritores a los que admiran. Casi inevitablemente porque es, con mucho, el arreglo más eficiente para ambas partes y no hay ya ningún obstáculo tecnológico significativo para que se adopte generalizadamente.
Este parece ser, también, el parecer de Andrew Sullivan, el periodista norteamericano de origen inglés que se dio a conocer en los años noventa como director de The New Republic antes de fundar su the Daili Dish, un blog dedicado a la política en general en el año 2000 y que recibe en torno a los 1,8 millones de visitantes propios al mes.
Tras unos cuantos años en los que estuvo asociado con la revista Time, the Atlantic, y the Daily Beast, Sullivan decidió independizar el Dish diciendo que quería “crear un lugar donde los lectores – solo los lectores – sostuvieran el blog”. La suscripción cuesta 19,99 dólares al año y solo en el mes de enero, Sullivan consiguió 511,000 dólares para su proyecto.
Blogs más humildes no conseguirán tanto dinero como Sullivan pero tampoco lo necesitarán. La lección del experimento del Dish es que, en contra de lo que se considera comunmente, los usuarios de internet están dispuestos a pagar por el contenido pero que la lealtad y la consideración hacia un escritor concreto o hacia una marca determinada constituyen una parte importante de la transacción.
Y aquí va mi tercera observación; lo”nuevo” está sobrevalorado, casi hasta el absurdo y lo escrito antes de ayer, infravalorado. Creo que hay un fallo de mercado en este punto y lo sufro agudamente cada vez que recomiendo un buen artículo que merece ser leído en los años venideros pero que dejará de serlo transcurridos apenas dos días.
Nadie dice que no va a escuchar un disco determinado porque saliera el año pasado o que una película no merece ser vista porque se estrenase hace un mes. ¿Por qué decrece tan rápidamente el interés por las piezas periodísticas que tienen un mes o un año de antigüedad?
La respuesta es que llevamos décadas escuchando de la industria de la prensa que el periódico de hoy es esencial pero que el periódico de ayer no tiene valor alguno.
Esta afirmación ha perdido su significado porque los periódicos han perdido su papel como suministradores de informaciones de última hora en favor de otros medios hace cincuenta años y, desde entonces, han ido rellenando sus páginas con artículos menos perecederos.
Mientras los consumidores estaban abocados a los medios escritos, la distinción entre lo nuevo y lo viejo se basaba en la disponibilidad. El periódico del día estaba en todas partes y el periódico del día anterior no se encontraba en ningún lado salvo en la basura. Pero en el mundo de internet, la distinción ha desaparecido – o debería haberlo hecho. Es tan fácil recuperar un artículo publicado hace un año como el publicado ayer. Y sin embargo, no lo solemos hacer porque no nos han inducido a hacerlo, lo que condena a decenas si no cientos de miles de artículos perfectamente útiles a dormir en los archivos de los escritores y los editores, “descatalogados”, invisibles para siempre.
¿Por qué los grandes grupos editoriales se esfuerzan tan poco en organizar, priorizar y convertir en dinero sus archivos (con la excepción del New Yorker)?
La mejor explicación que se me ocurre es la de parafrasear a George Brock, antiguo director de The Times que ahora es profesor de periodismo en la City University de Londres. Brock dice que hay que pensar en los periódicos o revistas como una montaña de datos a la que se añade cada día o cada semana una nueva capa. Todo el mundo ve la capa más superficial. Pero lo que hay debajo queda oculto y olvidado. Ni siquiera los dueños de la montaña saben lo que hay en las capas más profundas. Quizá intenten averiguarlo, pero hacerlo requiere de herramientas nuevas. Y, además, están muy ocupados añadiendo nuevas capas.
Sospecho que lo más inteligente que puede hacer un periódico o revista con tradición y solera es contratar un jefe de archivo inteligente y con ganas de cambiar las cosas. Un sujeto que, en lugar de sentarse simplemente en lo alto de una montaña de contenido clásico, escarbe en él y encuentre los tesoros que encierra.
Mi cuarta observación es que internet impulsa la brevedad. Es difícil de creer, ya lo sé. Parecería que internet es el sitio donde la gente no para de rajar. Pero cuando se escribe on line, no hay que cubrir un determinado espacio ni los artículos tienen que tener una determinada longitud, como sucede en las publicaciones en papel. Si hay que escribir un artículo de un determinado número de palabras, la tentación es incluir el mínimo de trabajo original imprescindible para no quedar mal y envolver ese contenido en el máximo tolerable de verborrea. Pero si no hay que rellenar espacio alguno, no se gana nada, en el margen, con escribir más de la cuenta.
También ayuda que, cuando se escribe online, no hay que presentar y señalar la fuente respecto de cualquier persona, lugar o hecho que se mencione en el artículo y no hay que poner en antecedentes al lector para quien el asunto sea nuevo. Se puede incluir un vínculo al documento original o a otros artículos que tengan que ver o, simplemente, confiar en que el lector sabe cómo usar Google o la Wikipedia.
La tendencia a la brevedad es todavía mayor en relación con los libros. Los libros electrónicos han expandido la categoría de los libros breves, de una longitud entre 10 mil y 30 mil palabras – Kindle Singles, Penguin Shorts, Atavist Originals y otros – que dan a los escritores el espacio para explicar y redondear una gran idea o una gran historia rápida y ágilmente. A menudo, una gran idea no necesita más de 30.000 palabras si no es necesario engordarla con anécdotas que justifiquen el precio de un libro de pasta dura o asegurarse de que todavía tiene algún valor cuando se publique dentro de un año. Se puede formular una tesis actual y sobria. Uno de los libros de los que más se ha discutido en los últimos dos años, The Great Stagnation de Tyler Cowen apareció como libro electrónico y tenía 15 mil palabras.
Podría seguir pero, hablando de brevedad, debo dejarlo aquí. Tengo 775 cosas sin leer en mi RSS feed de hoy y seis horas de Twitter sin revisar. Alguien tiene que hacerlo y me alegro de ser yo.
Robert Cottrell es el director de The Browser, www.thebrowser.com
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