“El capellán del embajador inglés, el reverendo Edward Clarke, afirmaba que los viajeros, en España, apresuraban sus monturas todo lo que podían para llegar lo más pronto posible a la venta en la que pasarían la noche porque éstas repartían sus habitaciones según el principio de prioridad temporal, esto es, asignándola al primero que llegaba. Es decir, el capellán inglés no podía entender que un gentilhombre hubiera de dormir en los establos mientras otro viajero de más humilde condición ocupaba las camas, evidentemente, un estado de cosas completamente inaceptable para un englishman del siglo XVIII.
“Los reyes de Castilla no tenían insignias reales, ni cetro, ni trono ni corona y no se les consagraba ni tampoco eran coronados… a diferencia de los reyes de Francia e Inglaterra, no imponían sus manos ni tenían poderes de sanación ni se les asignaban atributos sagrados”
“No hay una razón teórica que obligue a entender que un monopolista – y los Estados de la Edad Moderna lograron convertirse en monopolistas de la violencia en sus territorios – deba optar por elevar el precio de su producto, es decir, por maximizar los ingresos tributarios, en lugar de – como ha señalado Hirschman – … reducir la calidad de su producción”.
No matter how industrious Spaniards felt, more often than not there was no work to do and nothing to consume
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En buena parte de Europa, la “soberanía se la disputaban la corona y ciertos grupos sociales definidos como <<élites>>”, normalmente, la nobleza territorial. Pero en España, la soberanía estaba fragmentada y repartida entre la Corona y las unidades territoriales, esto es, corporaciones de base territorial: las ciudades, las provincias – en el caso de Vizcaya y Guipúzcoa – o antiguos reinos. ¿Cómo se resolvían los conflictos en el primer esquema? Mediante la “voz” en los términos de Hirschman. A la nobleza territorial se la trae a la Corte, se le dota de nombramientos como ministros del Rey o se elige al sucesor del Rey entre los miembros de esa nobleza. Transcurrido el tiempo, el Rey puede haber convertido a la nobleza territorial en cortesanos y haberse convertido a sí mismo en un monarca absoluto. Pero si la soberanía está fragmentada territorialmente, como en España, el conflicto de uno de estos entes territoriales con la Corona puede tener otro resultado: la “salida”, esto es, la división del territorio y la creación de unidades soberanas o independientes. O el rey suprime las corporaciones territoriales y logra evitar la división de sus reinos, o no podrá gobernar como un soberano absoluto. Y la Monarquía Hispánica optó por un camino intermedio. No logró suprimir o privar de poder político, legislativo y tributario a las corporaciones territoriales pero evito la división, el desmembramiento territorial.
La nobleza en España nunca alcanzó el poder frente al monarca que tenía la aristocracia francesa. Los nobles en Castilla – incluso los Grandes de España – no eran mucho más que cortesanos y nunca tuvieron derecho a privilegios más allá de los nombramientos para cargos militares. De manera que “el conflicto sobre la redistribución del poder económico y político en España… nunca fue primariamente un conflicto entre la aristocracia o incluso una élite definida más ampliamente y la Corona”. Los nobles y los clérigos pagaron en Castilla más impuestos que en otros lugares de Europa, lo que indica claramente su posición de subordinación respecto de la Corona.
En España, lo que sobrevivió hasta bien entrado el siglo XIX fue la fragmentación jurisdiccional de base – sobre todo – territorial. España fue un estado compuesto (de territorios históricos) durante mucho más tiempo que su comparables europeos
“Los monarcas españoles se enfrentaban a la posible <<salida>> (de los territorios que componían la monarquía) como un riesgo mucho más severo que sus pares en Europa. El gobierno era, pues, una cuestión de negociación entre los reinos y el monarca y lo fue por mucho más tiempo que en otros lugares de Europa” que se habían consolidado territorialmente más tarde que España.
“La historia de España lo ilustra vívidamente. Portugal se perdió de facto en 1640, de iure en 1668: el precio por reintegrar Cataluña en la monarquía compuesta española tras un levantamiento y un intermedio de corta duración como un satélite de Francia en 1650, fue medio siglo en el cual la Corona se abstuvo en buena medida de meterse en los asuntos regionales, incluso después de que el territorio hubiera sido usado abiertamente como base para desafiar la sucesión española en la crisis de la casa de Austria a finales del siglo XVII” (no se refiere a la guerra de sucesión que finalizó con el tratado de Utrecht, sino a la marcha sobre Madrid del hermanastro de Carlos II, Juan José de Austria)”
Y el pase foral era “simplemente la expresión institucionalizada de una tradición constitucional de la Monarquía Hispánica que definía la relación entre la Corona y sus territorios, sus ciudades y las corporaciones en general. Cualquier funcionario, corporación o individuo podía invocar la famosa frase: la ley se obedece pero no se cumple… (porque)… el rey no podría hacer nada que pudiera perjudicar a sus súbditos… de manera que cualquier decisión real que fuera dañina para la gente, habría de considerarse nula” (Bartolomé de las Casas).
Estas corporaciones territoriales – en Castilla no hubo feudalismo, no hubo siervos de la gleba, Castilla era la <<sociedad más libre de Europa>> en la Edad Media (Thompson) – eran las ciudades, villas, sometidas a la autoridad real o eclesiástica. Las Cortes representaban a las ciudades ante el Rey. Castilla fue, hasta prácticamente el siglo XIX, una comunidad de comunidades. La legitimidad del gobierno real se basaba en la representación de los súbditos a través de las ciudades. En España sobreviven elementos contractuales en las concepciones de cómo se gobierna en mucha mayor medida que en otros países europeos.
España se mantuvo indivisa durante tantos siglos porque no se centralizó
“Como el poder estaba, en una gran medida, asignado en las unidades territoriales y éstas tenían la opción de <<salirse>>, la Corona se veía obligada, una y otra vez, a negociar en términos casi de igual a igual”. La mayor diferencia entre Castilla y Aragón estaba en el feudalismo. La clara división social en el reino de Aragón entre nobleza y campesinado permitió a la primera mantener la unidad territorial en coalición con el rey. Las Cortes de Cataluña, Valencia, Aragón y Mallorca – que gobernaban la Corona de Aragón con el rey – eran cortes estamentales. Las de Castilla (como las de Vizcaya y Navarra) representaban a las ciudades, no a los nobles. Concluye la autora al respecto que “en España, el poder residía predominantemente en corporaciones que representaban a las unidades territoriales bien definidas y no tanto a corporaciones personales”, esto es, las que agrupaban a los distintos estamentos sociales (aristocracia y nobleza territorial, comerciantes, campesinos…) lo que favorecía el gobierno mediante negociación a través del Rey. Y, entre las corporaciones territoriales, sobresalía la “ciudad” como “unidad básica de la vida cívica española”. Ser “vecino de… era una parte fundamental de la identidad española en la Edad Moderna… xualquiera que fuera su status o su tamaño, las ciudades controlaban buena parte de las zonas aledañas, y con ello, las áreas rurales de España”. Y cada negociación con una corporación territorial terminaba con cesiones recíprocas y ¡un aumento de la descentralización y de la fragmentación!. La Corona se convirtió en el único elemento que mantenía unido al conjunto de los territorios. No había corporaciones que no fueran puramente locales y cuya influencia se extendiera a todos los territorios que formaban la Monarquía.
“De manera que la Corona se convirtió en el árbitro último en una compleja red de entidades corporativas locales y regionales entre las que existían solapamientos jerárquicos que se modificaban con el transcurso del tiempo… El trayecto hasta convertirse en un Estado-nación en las monarquías europeas no fue necesariamente el de un dilema del prisionero que enfrentaba a la Corona con las élites. En España, fue, por el contrario, un juego complejo de coordinación que requería redistribuir constantemente y negociar continuamente”… la naturaleza del gobierno de la monarquía hispánica… no pudo resolver los problemas de coordinación que impedían la integración de los mercados peninsulares durante este periodo (y hasta bien entrado el siglo XIX) porque, si lo hubiera hecho, habría perdido su propia legitimidad frente a sus súbditos”.
El resultado de ese juego no era unívoco. Podía acabar en la centralización o ¡en mayor descentralización! Esto que se cuenta aquí sobre cómo Bilbao ofreció al Rey 30.000 escudos para que no se permitiera a Castro Urdiales ser incluida en el Señorío de Vizcaya en 1678 refleja muy bien el tipo de gobierno de la Monarquía Hispánica, árbitro componedor de los intereses locales y territoriales. Y más fragmentación fue el resultado (en tiempos de Felipe IV, existían en España más de quince mil ayuntamientos) porque era lo más hacedero en términos políticos y tributarios. La fragmentación del poder – creciente como consecuencia de cada uno de los arreglos entre la corona y la corporación o corporaciones territoriales correspondientes – limitó la predación y explotación de los súbditos por el Estado (no así la explotación de los individuos-consumidores por parte de las élites locales y regionales que controlaban las corporaciones titulares de los privilegios) e impidió que España se convirtieran en una monarquía absoluta a la francesa.
La desmembración del imperio y el absolutismo (y la consiguiente depredación de los súbditos por el Rey pero no por las élites locales y regionales) se consiguieron a costa de una fragmentación jurídica y económica que redujo sustancialmente el crecimiento económico y mantuvo postrada a la economía española durante los siglos XVII a XIX:
“El talón de Aquiles más importante de la economía española en la Edad Moderna no fue un Estado predatorio y absolutista o un imperio demasiado grande o la explotación de España como parte periférica de un mundo capitalista o una burguesía que eligió convertirse en rentista. Fue la fragmentación de los mercados interiores, fragmentación que resultó, paradójicamente, del mismo sistema de gobierno que mostró su fortaleza permitiendo a la Corona española gobernar a través de la negociación y el compromiso”
Los mercados interiores en España no estaban en absoluto integrados y no – principalmente – por la pobrísima red de carreteras (y la difícil orografía) o por la división política, sino por la fiscalidad que estaba en manos, sobre todo, de las ciudades y las corporaciones territoriales como sucede cuando el sistema fiscal se basa en los impuestos indirectos sobre el consumo. (compárese con 1808). La Corona disponía de los ingresos del oro y la plata americanos y de los aranceles y monopolios (tabaco) y, aún estos, limitadamente (porque había provincias exentas y las aduanas no estaban situadas en los puertos marítimos, eran puertos secos). Es la diferente imposición la que explica las diferencias de precios entre unas y otras ciudades de España en los siglos XVII y XVIII porque las diferencias afectaban no ya a los consumos gravados, sino al tipo de producto que se gravaba. La fragmentación económica y la causante de ésta fragmentación jurisdiccional (fueros y privilegios otorgados a cada ciudad, pueblo, provincia o región) son la principal causa del estancamiento económico de España en los siglos XVII y XVIII. La única unificación que se logró fue la monetaria gracias, no a la acción del monarca, sino del mercado: el doblón español (spanish bullion) constituyó la moneda internacional durante toda la edad moderna.
El análisis del “mercado del bacalao” (y la “creación” de un mercado internacional triangular entre Terranova-Massachussets, Inglaterra y España) y el de la infraestructura de transportes es fascinante y, si tenemos tiempo, le dedicaremos otra entrada. Ahora sólo querríamos recoger una observación de la autora que nos parece de enorme importancia para explicar el atraso económico de España: la falta de integración de los mercados y las elevadísimas barreras físicas y jurídicas al comercio entre los distintos territorios peninsulares provocó un curioso fenómeno: la integración de las zonas marítimas de España (Bilbao, Barcelona y Cádiz) con los mercados internacionales era superior a la integración de esas zonas con la España interior, lo que provocó que “cambiara la competitividad de la producción doméstica vis-à-vis de los suministros venidos de fuera de la Península, especialmente, para las regiones costeras.
Y también cambió la estructura de incentivos de los habitantes de las regiones interiores. Es decir, desvió el comercio y desincentivó la producción en el interior de España. Al no tener qué intercambiar, las regiones interiores tampoco tenían acceso a bienes de consumo más allá de los que garantizaban la subsistencia (Castilla gravaba todos los productos de consumo con impuestos, en algún caso muy elevados, excepto el pan, que no se gravaba y de cuyo suministro a toda la población se encargaban los pueblos y ciudades, de ahí que los motines populares tuvieran mucho que ver con la subida del precio del pan o con el desabastecimiento, frecuente, precisamente porque los mercados de producción de harina eran locales) lo que convirtió a los habitantes del interior en sujetos poco industriosos: trabajar para qué si no hay nada en qué gastar lo que se gana con el trabajo. La autora hace referencia a un estudio fascinante en el que se compara el ajuar de una familia holandesa y una familia palentina en el siglo XVIII. Mientras la primera tenía, de media, juegos de té o café con 24 tazas, la familia palentina tenía sólo 6.
Esta fragmentación jurisdiccional – como la denomina la autora – explica también que el crecimiento económico “empezara” por las regiones costeras. Las regiones costeras disponían de “autopistas” mucho antes que se construyera una red de carreteras – no ya ferrocarriles – en el interior: el mar a través del cabotaje o transporte entre los distintos puertos de la península. El carácter costero, unido al carácter de “provincias exentas” de Guipúzcoa y Vizcaya (es decir, no había aranceles para los productos que entraban en esas dos provincias, aranceles que se cargaban cuando las mercancías entraban en Castilla) y de Barcelona (Cataluña conservó su “puerto seco” incluso después de 1714), les permitió integrarse en el comercio internacional en mucha mayor medida que el interior de la península.
“poderosos intereses económicos y políticos sabotearon la integración económica de las costas con el interior. Al mismo tiempo, a lo largo del siglo XVIII, el comercio marítimo creció rápidamente y ofreció a las regiones costeras y a sus puertos una estrategia de crecimiento alternativo que no ponía en cuestión sus privilegios históricos… los costes del comercio trasatlánticos cayeron mucho más rápidamente que los costes del comercio entre las costas y el interior d España. Para las élites en las costas, esto añadía un incentivo económico para defender políticamente el poder local y para apostar… por la integración trasoceánica en lugar de por mercados domésticos más potentes. Paradójicamente, los <<milagros regionales>> periféricos… retrasaron el proceso de la integración de los mercados interiores. El único y mayor perdedor fue el consumidor español… (que sufrió)… precios más elevados (en el interior y, por otras razones, en la costa).
De modo que la estructura de incentivos también era diferente. Cuando los industriales y comerciantes costeños comprenden que se beneficiarían enormemente de un mercado peninsular unificado y logran sobreponerse a los otros sectores locales que dominaban las instituciones tradicionales y el poder foral, España emprende el sendero de la unificación jurisdiccional e impositiva, proceso que no termina, sin embargo, hasta – quizá – entrado el siglo XX. Para los que tienen la boca llena de entidades como “Cataluña” o “Euskadi”, si ese proceso no se aceleró fue por el conflicto existente en esas provincias o regiones entre los que querían un mercado peninsular unificado – los comerciantes – y los que deseaban conservar los poderes tributarios y jurídicos forales – los terratenientes y población rural –. Por ejemplo, en 1740, las fábricas textiles estaban en Cataluña que requería de la materia prima – la lana – procedente de Segovia y Castilla la Vieja en general. Los textiles catalanes podían venderse competitivamente en Castilla pero era ¡más barato importar la lana a Cataluña desde el exterior que traerla desde el interior de la península a un puerto levantino y trasladarla a Cataluña por los impuestos que gravaban el producto tan pronto como alcanzaba un puerto! De modo que la lana castellana, el primer productor europeo, no era competitiva para la fabricación de vestidos ¡destinados al mercado castellano!
El episodio, que también narra la autora, de la apertura al comercio americano a todos los puertos de la península – incluyendo Barcelona (que venía participando en dicho comercio desde mucho antes a través de Cádiz) – excepto el de Bilbao es muy significativo: Bilbao quedó excluido de la liberalización del comercio con América – el Caribe especialmente – porque las juntas de Vizcaya se opusieron a ceder competencias económicas y fiscales (a eliminar la consideración de la provincia como zona de libre comercio y al traslado de las aduanas desde el interior a la costa) a pesar del apoyo al proyecto por parte del Consulado de Bilbao. Y la oposición de las Juntas – dominadas por los intereses rurales – se debía a su interés en conservar sus rentas – y altos precios de los productos agrícolas – impidiendo las importaciones de grano desde Castilla. Los no propietarios y los consumidores urbanos pagaron el precio. La Real Sociedad Bascongada de Amigos del País se vio en un dilema que resolvió mal ya que, para situarse entre medias de la liberalización del comercio y la protección de los privilegios forales, propuso soluciones que aumentaban la fragmentación jurisdiccional.
¿Qué tiene de extraño, en este contexto, que la red de carreteras fuera radial?
¿De qué servía un “corredor mediterráneo” por el que permitir la circulación de mercancías si éstas podían transportarse mucho más rápida y eficazmente por barco de Barcelona a Alicante y de Alicante a Cádiz (Valencia penó durante siglos por la construcción de un puerto). Donde la red de carreteras permitía obtener enormes beneficios sociales era en las que comunicaban las zonas costeras con el interior peninsular, y en el interior, Madrid era ya en el siglo XVIII la ciudad más populosa de España y, dada la pobreza agrícola de los alrededores de Madrid, una gran demandante de toda clase de productos (“Pese a su tamaño bastante menor, el radio del área de aprovisionamiento habitual de cereales de Madrid era mayor que el del de Paris”). De hecho, en el caso del Pais Vasco, fueron las haciendas de las provincias vascas las que financiaron la construcción de carreteras para unir la costa con Castilla en la segunda mitad del siglo XVIII. Naturalmente, ¡no lo hicieron para beneficiar a los castellanos!
La autora resume la Guerra de Sucesión en unas pocas páginas y comenta, al final, que, desde la periferia de España se le ha “contado” la Historia de España al centro. Y que se ha hecho, a menudo, desde una visión anacrónica. Así,
“con la vista puesta en la represión franquista, los regionalistas convirtieron las <<libertades tradicionales>> en plural en una <<libertad universal>> en su sentido moderno, esto es, en singular… sin embargo, las libertades tradicionales eran, esencialmente privilegios corporativos que tenían muy poco que ver con un concepto moderno de libertad individual de carácter universal.
Lo que hicieron los borbones – tarde, mal y con escaso éxito precisamente por la “constitución” española que otorgaba un enorme poder a las corporaciones territoriales – era parte del proceso desarrollado en toda Europa dirigido a crear naciones estados y a establecer jerarquías más claras entre los distintos niveles de gobierno. La autora utiliza la cuestión de la supresión de las aduanas interiores para explicar los límites al poder de la Monarquía: aunque se suprimieron tras la guerra de sucesión, fueron reinstauradas poco después. En el Pais Vasco y Navarra, simplemente, el rey no pudo imponer su voluntad por la rebelión popular en el primero (matxinada) y la oposición de las instituciones forales en la segunda. En Cataluña, la supresión del “puerto seco” benefició al puerto de Barcelona “porque combinó un arancel exterior más bajo con libertad de introducir los productos importados en Castilla desde Cataluña sin arancel alguno”, de modo que el Rey se vio obligado a reinstalar la aduana interior en Fraga y en Tortosa. De nuevo, la peculiar estructura política de la Monarquía hispánica se tradujo en la multiplicación de las particularidades jurídicas de cada territorio, convertidas ipso facto en nuevas “libertades” y “privilegios”.
¿Es raro que España sea uno de los países donde más se litiga del mundo con estos antecedentes?
No se lo parece a Grafe. El papel de árbitro de la corona se reforzaba si el Rey atendía a las reclamaciones de cualquiera de sus súbditos. Sus reclamaciones, dada la estructura y reparto del poder no iban dirigidas contra el Rey, en la mayor parte de los casos, sino contra un vecino o una corporación territorial. Cuantos más litigios, más poder real. De manera que no es de extrañar que “incluso el más humilde y miserable súbdito de Felipe IV escribiera al rey como si esperara ser escuchado, y que tal confianza resultara, a menudo, premiada”. Cita a Nader que dijo que “la famosa litigiosidad castellana podría verse como una señala de su confianza en su capacidad para autoadministrarse y su esencial fe en que el monarca o el señor no era su enemigo”. “El rey era el árbitro último de los intereses en la península y en el imperio que gobernaba en América, no un rey absoluto según la definición tradicional.”.
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