Gracias a Alberto Neira, he encontrado este ensayo que Hayek escribió en 1960 “The Corporation in a Democratic Society: In Whose Interest Ought It To and Will It Be Run?” (en inglés, pero hay traducción española). En el ensayo, Hayek quiere que los administradores de las grandes empresas se limiten a dar un uso rentable al capital que han puesto en sus manos los accionistas, objetivo que él ve como más estricto que el más generalmente aceptado de maximizar el valor de la empresa a largo plazo. Veremos que, no obstante esta distinción, el resultado al que llega Hayek es el mismo que los que proponen esta segunda definición del interés social. Lo que no habíamos leído antes es que Hayek era contrario a la legitimidad de los grupos de sociedades y que consideraba que, siendo todos los accionistas individuos, deberían decidir individualmente sobre el reparto de beneficios.
A Hayek le preocupa, como siempre, el poder. Si los mercados competitivos “desapoderan” a las empresas que intercambian su producción en ellos porque todas ellas son precioaceptantes, ¿resuelven los mercados competitivos el problema del poder por parte de los que controlan esas empresas? Hayek cree que ese poder se reduce si “los que lo ejercitan sólo pueden usarlo para un objetivo concreto y no tienen derecho a usarlo para otras finalidades por muy deseables que sean”.
Analiza, a continuación, la legitimidad de que las empresas se gestionen en interés de los cuatro grupos más significativos de stakeholders: los que las gestionan, los trabajadores, los accionistas y la Sociedad – el público – en general. Es obvio que nadie defiende que las empresas deban gestionarse en interés de sus administradores. Pero casi tan obvio es que no deberían gestionarse en interés de sus trabajadores. porque no se trata del
“interés de los trabajadores en general, sino de los intereses particulares de los empleados de una determinada empresa y es bastante obvio que eso no va en interés de la Sociedad en su conjunto o de los trabajadores en general”
El problema de los trabajadores – dice Hayek – es que los mercados laborales no son suficientemente competitivos como para proteger a los trabajadores y “liberarlos” de su dependencia de la empresa para la que trabajan. La libertad la proporciona, naturalmente, poder cambiar de trabajo.
Su concepción de la empresa es la de una “agregación de activos materiales”. Aquí, Hayek está solo. Esa no es la concepción neoclásica de la empresa (unidad de producción para intercambiar lo producido en el mercado) ni la concepción contractual (la empresa es un nexo de contratos y nexo para contratar).
Pero su concepción se explica desde la propia de los mercados competitivos. Si la competencia nos permite descubrir quién puede producir qué a menor coste, el objetivo individual de cada empresa debe ser el de dar a esos activos el uso más eficiente, es decir, producir el máximo al menor coste unitario.
Del bienestar de los trabajadores, pues, debe ocuparse el mercado de trabajo, no los gestores de la empresa.
Que las empresas no pueden destinar los fondos que los accionistas ponen a cargo de los gestores a actividades filantrópicas es obvio. Lo que no es obvio es el argumento de Hayek – un argumento kantiano –:
“eso convertiría a las empresas de instituciones que atienden las necesidades expresamente establecidas por personas determinadas en instituciones que determinarían los intereses a los que esas personas deben atender”.
Y sólo si los administradores se limitan a poner los recursos que les entregan los accionistas a su uso más productivo, está justificado que pidamos al Estado que no interfiera en la actividad de las empresas, porque si los administradores han de servir al interés social de la compañía, su discrecionalidad lo es sólo en sentido débil – pueden tomar las decisiones que consideren oportunas siempre que puedan justificarse como eficientes – y no en sentido fuerte – que implicaría poder elegir los fines en los que se emplean los recursos. Dice Hayek que, en tal caso, los administradores sociales carecerían de legitimidad y que el gobierno de las empresas debería corresponder a los “representantes del interés público”.
“Cuanto más aceptable sea la idea de que las empresas deben servir intereses públicos, más persuasiva se vuelve la afirmación según la cual, si el Estado es el vigilante del interés público, el Estado debería poder decirle a las empresas lo que tienen que hacer”
A continuación, analiza
las reglas del Derecho de Sociedades
y examina si habría que cambiarlas. Sorprende que Hayek se muestre partidario de la estandarización de los estatutos de las sociedades anónimas. Lo que tiene todo el sentido si se tiene en cuenta que los costes de información de los inversores son elevados respecto a desviaciones respecto del contenido estándar de los estatutos sociales.
Su propuesta es que los accionistas puedan decidir individualmente qué se hace con la parte que les corresponda de los beneficios obtenidos por la compañía. Hay que tener en cuenta que, en EE.UU., son los administradores los que deciden sobre el reparto de beneficios. En Europa, son los socios pero por mayoría. Hayek parece partidario de una regla como la que rige en las sociedades de personas, donde el derecho al reparto de los beneficios es un derecho individual. Y aquí está la diferencia entre la concepción de Hayek y la más generalizada del interés social:
“El interés de los gestores en controlar el máximo de recursos posible les llevaría a maximizar los beneficios de la compañía, no los beneficios por unidad de capital invertido. Sin embargo, es este último el que debería ser maximizado si queremos asegurar el mejor uso posible de los recursos”
Es decir, que el interés social debería concebirse no ya como el interés común de los accionistas, sino como el interés individual de cada accionista en lo que tiene de “común” a todos los accionistas. Las dos categorías son idénticas, sin embargo, si las posiciones de accionista son homogéneas y se impone un deber de igualdad de trato. Pero no son iguales si cada accionista decide, individualmente, si quiere que le entreguen los beneficios que le corresponden o que le den más acciones. Parece que Hayek estaba pensando en el scrip dividend.
Y, desde la perspectiva del accionista individual, Hayek manifiesta su sorpresa ante
¡los grupos de sociedades!
“Debo admitir que nunca he entendido del todo la racionalidad o justificación de permitir que una compañía tenga derechos de voto en otras compañías en las que posee acciones… (la existencia de grupos de sociedades) convierte la institución de la propiedad en algo muy distinto de lo que se supone que es. La compañía pasa de ser una asociación de personas con un interés común (esa es la definición de sociedad del Derecho alemán) en una asociación de grupos cuyos intereses pueden entrar en severos conflictos”
En realidad, Hayek se refiere al problema de la presencia de un accionista mayoritario, es decir, a sociedades controladas por un accionista. Pero en su concepción, el control por un accionista – individuo no es tan grave en términos de conflictos de interés como el control por un accionista-sociedad. La razón no es clara. Dice Hayek que ese riesgo de conflictos de interés entre el accionista de control y los demás es menor en el caso de un accionista-individuo porque “requiere disponer de enormes recursos” (límites de riqueza de los individuos y concentración de riesgos)… pero, además, porque tales maniobras serían transparentes y serían vistas como deshonestas”.
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