Por Dámaso Riaño
Hoy me he despertado sobresaltado por un sueño. Como suele ocurrir, mi recuerdo tenía algo terriblemente real, a pesar de que la mezcla de protagonistas, palabras y encuadres era sorprendente y confusa.
Todo ocurría un día de abril de este año. En la tribuna de oradores del Congreso, Albert Rivera. El tono era solemne y durísimo. Leía la Ley de Partidos (sí, la Ley con la que se ilegalizó Batasuna):
“El Congreso de los Diputados o el Senado podrán instar al Gobierno que solicite la ilegalización de un partido político, quedando obligado el Gobierno [lo de obligado lo repetía subiendo el tono] a formalizar la correspondiente solicitud de ilegalización, previa deliberación del Consejo de Ministros, por las causas recogidas en el artículo 9 de la presente Ley Orgánica.”
“La disolución judicial de un partido político será acordada por el órgano jurisdiccional competente en los casos siguientes:
a) Cuando incurra en supuestos tipificados como asociación ilícita en el Código Penal.
c) Cuando de forma reiterada y grave su actividad vulnere los principios democráticos [esto también lo repetía] o persiga deteriorar o destruir el régimen de libertades o imposibilitar o eliminar el sistema democrático, mediante las conductas a que se refiere el artículo 9.”
También leía varios pasajes del Código Penal, algunos incorporados en la última reforma del PP:
“Son punibles las asociaciones ilícitas, teniendo tal consideración: 1º Las que tengan por objeto cometer algún delito o, después de constituidas, promuevan su comisión [más énfasis].”
“las personas jurídicas [y entre ellas los partidos, añadía] serán penalmente responsables:
a) De los delitos cometidos en nombre o por cuenta de las mismas, y en su beneficio directo o indirecto, por sus representantes legales o por aquellos que actuando individualmente o como integrantes de un órgano de la persona jurídica, están autorizados para tomar decisiones en nombre de la persona jurídica u ostentan facultades de organización y control dentro de la misma.
b) De los delitos cometidos, en el ejercicio de actividades sociales y por cuenta y en beneficio directo o indirecto de las mismas, por quienes, estando sometidos a la autoridad de las personas físicas mencionadas en el párrafo anterior, han podido realizar los hechos por haberse incumplido gravemente por aquéllos los deberes de supervisión, vigilancia y control de su actividad atendidas las concretas circunstancias del caso.”
Después repasaba artículos de prensa, informes policiales, confesiones de un tal Luis, de una tal Rita, de un tal Paco, de otro Paco distinto, discursos de Aznar y dictámenes de constitucionalistas famosos. Y mientras leía y agitaba todo eso miraba a la bancada popular y luego a la del Gobierno, oscilando entre unos y otros, casi esperando a que se despistaran para volver a señalarles con el dedo. ¡Usted, sí, usted!
Tras una pausa larga Rivera miraba a los demás grupos, como si el tercio de diputados del PP ya no estuviera, como si su foco se hubiera apagado para siempre. Y lo que les pedía era muy simple: que el Congreso diera instrucciones al Gobierno para que solicitara la ilegalización del PP. Pedía en definitiva que se ordenara a Rajoy que presentara la demanda de ilegalización del PP. La Brigada Aranzadi contra sí misma, el PP enfrentado a su obra más perfecta.
El discurso estaba medido al milímetro. Cada palabra, cada silencio; la intensidad justa. Referencias al derecho de la democracia a defenderse, a ETA, a la necesidad de recuperar la unidad de los demócratas frente al terrorismo y proyectar su fuerza contra los corruptos. Y para que no le tacharan de loco explicaba que su propuesta no tenía nada de original: la legislación italiana sobre arrepentidos, pensada para combatir el terrorismo de los setenta, se había reutilizado años después para cercar a la mafia y a los políticos corruptos del Tangentopoli. Manos Limpias. La épica ciudadana.
Porque el discurso era el prólogo de uno de esos grandes momentos de construcción emocional del país. Enlazaba con la matanza de los abogados de Atocha, el 23F y Miguel Ángel Blanco, y trazaba una línea de continuidad. Rivera hablaba al Congreso pero también y sobre todo a quienes estaban fuera. Llamaba a la gente a recuperar la decencia, a dar un puñetazo en la mesa. A ratos pedía aplicar la Ley de Partidos a los partidos corruptos, y a ratos pedía apoyo para reformar esa Ley si su texto actual no lo permitía. Porque el debate no era ya si-la-actividad-del-PP-había-vulnerado-de-forma-reiterada-y-grave-los-principios-democráticos. Era todo más sencillo. La pregunta era si la realidad –un Presidente del Gobierno que es también el capitán de un gran barco pirata– era soportable un minuto más. No, no lo era. No podía serlo. Rivera había venido a decir sólo eso.
El discurso acababa con una ovación larga, sonora. Casi todos los diputados sonreían. También Pablo Iglesias, aunque en sus ojos se veía la rabia del ciclista que se desfonda en la última rampa, la impotencia corrosiva de ver cómo alguien a quien desprecias perfecciona tu jugada maestra y te la roba para siempre. Rivera estaba haciendo de Iglesias, pintando la raya que separa a héroes y villanos, y esa raya era la Ley de Partidos. ¡Cómo no se le había ocurrido a él!
Los aplausos seguían y seguían, y aquello parecía que iba a acabar con invasión de campo como en Evasión o Victoria, pero Rajoy ni se inmutaba. Él miraba como siempre, con esa especie de perplejidad suya. Luego parecía que por fin entendía algo y se le veía decirle a su vecina:
“esto nos pasa por no habernos abstenido el otro día. Hala vámonos hija”.
Y se iban, aunque ella miraba para atrás en el último momento y hacía un gesto, como sugiriendo que igual volvía.
* * *
P.s. Al final entraba Iceta a lo Tejero y gritaba “¡quieto todo el mundo!”. Pero enseguida decía que era broma y hacía su baile.
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