Me gusta decir que uno acaba convirtiéndose en un viejo encantador o en un viejo asqueroso (no en el sentido de falto de higiene, sino en el sentido de desagradable). Hasta esta semana, no sabía muy bien por qué. Mi intuición era que uno es, durante su juventud, más o menos encantador o más o menos asqueroso y que esa tendencia se agudiza con la edad. Pues bien, dice Trivers en su entretenido e ilustrativo libro sobre los orígenes evolutivos del engaño (a los demás y a nosotros mismos) que los ancianos sufren una doble evolución que explicaría que los consideremos, bien como encantadores, bien como asquerosos. Por un lado, con la edad, los individuos tienden a concentrarse en los aspectos positivos de los acontecimientos y de las personas que les rodean. Es por eso, por ejemplo, por lo que los ancianos son más incautos y, por tanto, más fáciles de engañar. Sufren un sesgo de “positividad”. Tienden a pensar bien de los que les rodean y no les tratan con violencia y retienen las circunstancias positivas del pasado. Eso hace que, en general, todos tengamos la oportunidad de convertirnos en unos viejecitos encantadores. Por otro lado, sin embargo, los mecanismos neuronales que nos llevan a reprimir comportamientos que no están bien vistos socialmente se debilitan. Los viejos son más desinhibidos y dicen y hacen cosas que no habrían dicho o hecho con veinte años menos.
Anxo Sánchez ha escrito un post en NadaesGratis en el que resume un trabajo que ha escrito con otros colegas y que les han publicado en Nature Communications (mirad las affiliations de los autores y os daréis cuenta de lo importante que es que nuestros hijos estudien matemáticas y física). Este es el resumen de las conclusiones:
A la luz de lo que se sabe sobre niños más pequeños, parece que del egoísmo absoluto de los primeros (pocos) años se pasa a un comportamiento mucho más generoso, a medida que los niños desarrollan la teoría de la mente, que no es otra cosa que poder atribuir a los otros la capacidad de tener sus propias ideas y sentimientos. Al descubrir que el otro es realmente una persona, los chavales empiezan a desarrollar empatía y a ser más cooperativos. Lo que nosotros creemos es que cuando la teoría de la mente se afianza, al principio de la adolescencia, nos volvemos más “listillos”: pensamos que entendemos a los otros y que, por tanto, podemos aprovechar ese entendimiento para aprovecharnos de ellos, sin llegar a darnos cuenta de que la otra parte puede hacer exactamente lo mismo. Sólo cuando ese pequeño detalle nos cala, hacia el final de la adolescencia, cuando dejamos de saberlo todo sobre todo, nos volvemos cooperadores condicionales: cooperamos si cooperan con nosotros, pero sobre todo somos más predecibles (sin por ello dejar de intentar sacar tajada de cuando en cuando, claro).
La maravilla del trabajo científico. La mayor aportación de estos autores, antes de este trabajo, había consistido en desmentir a unos “grandes” (Nowak y May). Por cierto, ese desmentido tiene un gran valor en la polémica sobre si hay evolución a nivel de grupo.
La alegría del descubrimiento científico: a nadie se le había ocurrido antes que la disposición a la cooperación (cómo jugamos al dilema del prisionero) puede estar relacionada con la edad. En un animal como el ser humano que parece especialmente dotado para la cooperación y, sobre todo, cuyo cerebro termina de formarse a los veinte años, ¿cómo es que nadie había pensado antes que la edad tenía que ser un factor relevante a la hora de evaluar cuán cooperadores somos? Se puede hacer avanzar el conocimiento. Tenedlo en cuenta cuando vayáis a mandar a una revista el “ladrillo” que habéis cocido sobre los pactos parasociales; el deber de contabilidad; o la business judgment rule.
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