Comentario a la STS de 29 de enero de 2015 en su valoración de los criterios de soft law que aplica la CNC (actual CNMC).
Por Julia Ortega
En los últimos meses ha sido muy comentada la STS de 29 de enero de 2015 sobre los criterios de determinación de las multas impuestas en aplicación de la legislación europea y española de defensa de la competencia - en blogs especializados, en los de los grandes despachos, tanto por los mercantilistas, en este blog (aquí, y aquí) como por los especialistas en derecho administrativo (aquí) -. Ello da idea de su repercusión en el ámbito de este específico derecho administrativo sancionador y, por supuesto, de su innegable influencia sobre las posiciones que las empresas infractoras del derecho antitrust puedan sostener en los litigios aún abiertos.
La sentencia era esperada como agua de mayo a la vista de la
última jurisprudencia de la Audiencia Nacional. Como ya es conocido, desde que
se dictó la sentencia
de 6 de marzo de 2013 (asunto de vinos de jerez), se revisaban una y otra
vez las cuantías de las sanciones impuestas en esta materia en aplicación de
unos criterios de apreciación para fijar su importe que diferían en ciertos
extremos, y en ellos por completo, de los empleados por la Comisión Nacional de
la Competencia. Las discrepancias se centraban fundamentalmente en la
interpretación de varios conceptos normativos contenidos en el texto legal -
art. 63 de la Ley 15/2007, de 3 de julio, de Defensa de la Competencia (LDC) -,
determinantes para el cálculo de las multas: el relativo al mercado de
referencia sobre el que habrían de fijarse los límites de las sanciones (si
debería calcularse el importe final de la multa con respecto al volumen total
del negocio en relación con los mercados concernidos por la actividad global de
la empresa infractora o establecerse con respecto simplemente al mercado
sectorial afectado por la infracción); y con respecto al espacio temporal al que
referir dicho volumen total de actividad.
La sentencia es muy clara al establecer los criterios que a
juicio del tribunal se extraen directamente de la interpretación de la norma
legal y han de seguirse a estos efectos. Confirma en parte aquellos que en su
momento habría aplicado la propia Administración de Defensa de la Competencia.
Pero no escatima esfuerzos en explicar que los límites impuestos en la ley han
de ser respetados en sus mínimos y máximos por las sanciones que se impongan
atendiendo a su gravedad. En este punto el Tribunal insiste en subrayar que el
límite máximo legal del 10 por ciento no puede ser un “umbral último de
nivelación” que moderaría los resultados de la aplicación de los criterios
administrativos, sino el límite máximo las sanciones calificadas como muy graves
dentro del cuadro sancionador (conforme al principio de predeterminación legal
de las penas).
Hasta aquí todo es bastante diáfano. Se trataba de indicar la
solución hermenéutica que coincidiera con una lectura más o menos ajustada a la
literalidad de la norma y a la voluntad del legislador, pero también que
permitiera lógicamente el equilibrio de los principios en tensión:
proporcionalidad de la sanción con respecto a la infracción cometida versus
eficiente ejecución del derecho de defensa de la competencia, que como todo
derecho sancionador cumple una función preventiva, y debe ser aplicado con el
fin de lograr el suficiente grado de disuasión de las correspondientes conductas
infractoras. El problema aparece cuando se entran a valorar los criterios que la
Comisión Nacional ha seguido de forma continuada para el cálculo de las
sanciones. Se trata de parámetros que la Comisión incluso ha racionalizado,
sintetizado y publicado a través de la Comunicación
sobre la cuantificación de sanciones de 6 de febrero de 2009, derivadas de
las infracciones de los artículos 1, 2 y 3 de la Ley 15/2007, de 3 de julio, de
Defensa de la Competencia y de los artículos 81 y 82 del Tratado de la Comunidad
Europea (cfr. Boletín Oficial del Estado de 11 de febrero de
2009).
En relación a esta cuestión el Tribunal intenta ser ponderado y
prudente a la hora de valorar jurídicamente la Comunicación, pero no
consigue llegar al acierto. Probablemente lo que más chirría, aunque no solo, es
que el TS afirme que la Comisión Nacional carece de poder para elaborar y
publicar la Comunicación cuando la DA 3ª LDC atribuye esa competencia, al
establecer que la Comisión podrá publicar Comunicaciones aclarando los
principios que guían su actuación. Además el TS parece entender que la
Comunicación es un simple trasunto de la actividad que desarrolla la
Comisión Europea en materia de Defensa de la Competencia, que también dicta
Directrices que contienen los criterios con los que se ejercerá la amplísima
facultad discrecional que le otorga tanto el TFUE (art. 105) como el Reglamento
1/2003 relativo a la aplicación de los arts. 101 y 102 TFUE. En definitiva,
apunta que se trataría de un método de cálculo disconforme con la ley en cuanto
especialmente inspirado en los criterios aplicados por la Comisión
Europea, actualmente recogidos en las Directrices para el cálculo de las
multas impuestas en aplicación del artículo 23, apartado 2, letra a) del
Reglamento (CE) nº 1/2003 (cfr. Diario Oficial de la Unión Europea de
1 de septiembre de 2006).
Pero con todo y con ello el Tribunal no anula la
Comunicación. Seguramente la critica sin fiscalizarla porque sabe que no
le vincula, poniendo así de manifiesto que la Comunicación no funciona ni
como objeto de control (no tiene entidad propia como para ser anulada y además
no ha sido impugnada), ni como norma de control, puesto que no obliga a los
tribunales. No puede ser, a fin de cuentas, utilizada por un órgano judicial
para declarar con exclusivo fundamento en ella la invalidez de la actuación
administrativa. De hecho la Comunicación como tal meramente fija unos
principios de actuación, establecidos por el propio órgano administrativo
competente para aplicar el Derecho sancionador, “que constituyen criterios
adicionales que le permiten concretar el supuesto de hecho normativo de forma
óptima para preparar la subsunción” del supuesto de hecho, en este caso el
de las circunstancias concretas de la infracción, y su consecuencia jurídica,
que no será otra que el importe de dicha sanción. La Comunicación
contiene “criterios que dirigen eficazmente la actuación administrativa
sancionadora”, “resultan determinantes de su actuación, porque son utilizados
por la Administración para construir la concreta norma de conducta aplicable en
los supuestos de ejercicio de sus facultades discrecionales”, esto es,
a la hora de concretar el supuesto de hecho infractor. Estas características
que responden al patrón de lo que RODRÍGUEZ DE SANTIAGO (en un estudio aún
inédito del que muy pronto nos dará cuenta), describe y califica como soft
law, y que según él, y en esto también le creo, resultan análogas a los de
otros instrumentos, que podrían denominarse (digo yo) “soft-jurídicos”, que sí
se encuentran expresamente regulados en nuestro derecho (p.e. instrucciones y
órdenes de servicio del art. 21 LRJPAC), dictados no por el propio órgano que
actúa sino por el superior que dirige su actuación.
En realidad, no debería ser
problemático que el órgano administrativo, en este caso la organización, que
tiene atribuido un poder discrecional como el de sancionar “haga públicos los
criterios con los que cumplirá en sede aplicativa su tarea de integración de la
norma de conducta”, de concreción de los parámetros que va a
seguir para ejercer su actividad de ejercicio discrecional, en este caso dictar
resoluciones sancionadoras. Son reglas que pueden aplicarse en conformidad a los
criterios legales del art. 63 y 64 LDC y que además son dictadas por un
organismo administrativo legitimado democráticamente aunque sea de forma
indirecta. Su inaplicación en algunos casos y no en otros sí que podría lesionar
principios jurídicos como la igualdad, la objetividad y la interdicción de la
arbitrariedad. Por ello no se entiende por qué no puede seguir aplicándose esta
Comunicación para que esto último no suceda y siempre que su contenido se
interprete conforme al principio de proporcionalidad (en el caso concreto la
sanción así calculada atendiendo a la gravedad de los hechos no resulte
excesiva), y resulte ajustada a la vigente LDC, esto es, se integre en el marco
legal vigente, el cual, por otro lado, es (probablemente se desea así) muy
escueto. El apartado 20 de la Comunicación expresamente establece que el
importe final de la sanción no podrá en ningún caso superar los límites máximos
que, para cada tipo de infracción, establece el art. 63 LDC.
Asimismo hay que advertir que los parámetros de cuantificación
de las sanciones dictados por la Comisión Nacional se emplean tanto cuando lo
que se aplica, como en el supuesto enjuiciado, resulta ser el derecho europeo de
defensa de la competencia como cuando se trata de ejecutar el derecho nacional.
Y en el primer caso, como la organización y el procedimiento no se hallan
armonizados, - como se encarga expresamente de recordar la STS de 29 de enero de
2015 -, justamente por ello es necesario que desplieguen su virtualidad los
principios de efectividad y de equivalencia en la aplicación del derecho
sustantivo europeo; de modo que los empresarios que infrinjan el derecho europeo
y sean sancionados por la Autoridad nacional no se vean en gran medida ni más ni
menos favorecidos que aquellos que lo fueran por la Comisión o por las
Autoridades de otros Estados miembros. Esto explica, y justifica, la posible
orientación hacia los criterios barajados por la Comisión europea.
Lo más seguro es que la Comunicación continúe
aplicándose. Las dudas sobre su aplicación no las ha despejado la sentencia (no
podía aclararlas pero lo que sí ha hecho es suscitarlas). De momento parece
probable que la Comunicación seguirá aplicándose en tanto que permanece
íntegramente publicada en el BOE y en la web de la nueva Comisión. Quizá esta
sentencia no haya sido realmente “agua de mayo, pan para todo el año”. O será
sólo que no ha llovido lo suficiente este mes.
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