martes, 4 de junio de 2013

La crisis financiera y la reputación corporativa. A propósito del último libro de J. Macey


La última crisis económica tiene su origen en el defectuoso funcionamiento de los mercados financieros. El capitalismo tiene tan mala reputación porque se identifica con los mercados financieros en lugar de hacerlo con los mercados en general. Las innovaciones financieras se difunden y se convierten en “armas de destrucción masiva” de ahorros antes de que se comprendan adecuadamente por los que las ponen en circulación y por los que las adquieren.

Los reguladores son incapaces de proteger al público frente la fragilidad de los sistemas complejos como los financieros que se genera, como ha dicho Bookstaber, cuando se entrelazan innovaciones financieras y endeudamiento.


Las innovaciones financieras no solo son ineficaces para prevenir los riesgos sistémicos, sino que a menudo, los exacerban  porque se trasladan riesgos a grupos que están en peores condiciones de prevenirlos o soportarlos (ineficiente asignación o distribución de los riesgos) y por la urgencia por vender activos inicialmente seguros ante una reducción de la solvencia de un deudor en un mercado no relacionado (propagación de las órdenes de venta: “The decline in the silver market brought the cattle market down with it. The improbable linkage between silver and cattle occurred because the Hunt brothers needed to raise capital to post margin as their silver positions declined, and to do so they sold off cattle positions”). Las corridas bancarias del pasado no eran tan peligrosas porque, por lo menos, se sabía qué empresas podían ser objeto de una corrida por parte de sus acreedores. En el mundo financiero de finales del siglo XX, el riesgo está oculto y las conexiones entre los operadores son tan intensas que no es posible identificar rápidamente al deudor insolvente de modo que los acreedores aplican la “corrida” a todos los valores que consideran en riesgo y, para obtener liquidez, también a los valores que se consideraban seguros. Nadie está a salvo y el sistema colapsa.

La falsa sensación de seguridad que proporcionan las fórmulas matemáticas utilizadas para calcular el riesgo incentivan la asunción de riesgos e incrementan el endeudamiento en el sistema. De los mecanismos diseñados por los particulares para protegerse frente a los riesgos como el VaR – value at risk – se ha dicho que es como pretender protegerse frente al cáncer de garganta poniendo filtros de papel a los cigarrillos. Los riesgos se desplazan a través de la titulización y los seguros de crédito que se intercambian – y se multiplican al mismo tiempo – hasta alcanzar volúmenes monstruosos gracias a la posibilidad de endeudamiento que, a su vez aumenta, por la posibilidad que tienen los acreedores de asegurar los riesgos que han contraído lo que les induce a dar más crédito.

Si una regulación ha fallado es la de los swaps y los derivados. Los mercados de valores “inventados” entre el siglo XV y el siglo XX tenían – como veremos luego – funciones de reducción de los costes de transacción de las acciones y bonos reduciendo los riesgos para todos los participantes. Los mercados de derivados, por el contrario, estaban diseñados para ocultar los riesgos, elevar las asimetrías informativas entre los que ponían los “productos” en el mercado y los que los adquirían y maximizar las ganancias – rentas – para los vendedores en el corto plazo. De nuevo Bookstaber
For the bank, the more complex and custom-made the instrument, the greater the chance the bank can price in a profit, for the simple reason that investors will not be able to readily determine its fair value. And if the bank creates a customized product, then it can also charge a higher spread when an investor comes back to trade out of the product. For the trader, the more complex the instrument, the more leeway he has in his operation, because it will be harder for the bank to measure his risk and price his book. And for the buyer, the more complex the instrument, the easier it is to obfuscate everything from the risk and leverage of their positions to the non-economic objectives they might have in mind. These incentives explain why there is an ongoing arms race in innovative products and why the financial institutions might have to be pulled less than willingly into any initiative to standardize derivatives or to move derivatives from over-the-counter onto an exchange.
La nueva regulación no va tan lejos como considerar los derivados financieros como seguros y exigir un interés para poder asegurar créditos. Las propuestas son las de estandarizar estos “productos”, negociarlos en mercados bursátiles con una cámara de contrapartida central (CCP), que actúa como una gigantesca compañía de seguros, de modo que se reduzcan las asimetrías informativas, las posibilidades de ocultar los riesgos – y se facilite la medición de éstos – y, sobre todo, los incentivos de los que los ponen en el mercado para hacerlos cuanto más complejos mejor.

Para los juristas, la doctrina de la causa debería resucitarse. A menudo, el objetivo perseguido con la adquisición o venta de un derivado es ilegítimo y consiste en el fraude fiscal; en infringir las limitaciones a la adquisición de determinados activos; en vender productos “peligrosos” o especulativos a consumidores que, de acuerdo con las reglas sobre protección de los inversores no deben adquirirlos, en provocar la pérdida de valor de las acciones de una compañía en la que el inversor está “corto” o en infringir las normas contables ocultando el verdadero nivel de riesgo que soporta la compañía. Si el sistema no fuera tan complejo, muchas de estas actividades generarían litigación contractual y extracontractual suficiente para prevenir, al menos parcialmente, su realización.
El libro de Jonathan Macey titulado The Death of Corporate Reputation no es un libro que explique por qué se ha producido la crisis. Es menos ambicioso y se limita a dar cuenta de cómo ha fallado también uno de los mecanismos más potentes para sustituir a la existencia de precios de mercado en la garantía del cumplimiento de los contratos: la reputación de los “vendedores” ha dejado de jugar su benéfico efecto en la reducción de los costes de transacción en el ámbito financiero.

La legitimidad del sistema capitalista se basa en que los que se hacen ricos, se hacen ricos porque satisfacen mejor que sus competidores las necesidades de sus clientes, y más concretamente, porque “cumplen” sus “contratos” con sus clientes, con sus proveedores, con sus empleados, con sus accionistas y con la comunidad en la que realizan sus negocios. Cumplimiento normativo es la expresión que resume la preocupación y el interés de una compañía por cumplir sus contratos con sus clientes, con sus proveedores y con la comunidad. Reputación es el “premio” que los clientes, proveedores y trabajadores otorgan a las empresas que cumplen con ellos, en forma de un precio mayor por sus productos, un precio menor por sus suministros o un salario más bajo respectivamente que el que exigirían a una empresa carente de reputación. Y el buen gobierno corporativo es la expresión que resume la preocupación y el interés de una compañía por cumplir con sus accionistas, con aquellos que le aportan el capital. De nuevo, la reputación es el premio que los accionistas entregan a las compañías que están bien gobernadas exigiéndoles menores rendimientos para su inversión.

En los mercados de productos de consumo, la marca informa a los consumidores, a muy bajo coste, de la “calidad” del producto que no es sino la vertiente fundamental del cumplimiento por parte de la empresa vendedora del contrato por el que adquirimos el producto marcado.

Pero este premio no es un regalo. Es la contrapartida que clientes, proveedores, empleados e inversores entregan a cambio de soportar costes menores para decidir a quien comprar, a quien suministrar, para quien trabajar o donde invertir sus ahorros. La reputación de la empresa nos permite tomar la decisión ahorrando en obtener información acerca de los productos y servicios que se ofrecen en el mercado. Como dice Tomkins elaborando la formulación de Luhmann, “trust implies a belief without full information”. La reputación de la contraparte nos permite confiar, es decir, adoptar la decisión de contratar con menos información de la que sería necesaria para asegurarnos la racionalidad de nuestra decisión y, por tanto, reduce la incertidumbre.

Y la reputación funciona porque cuando una empresa no hace honor a su reputación (manipula su contabilidad, tiene que retirar un producto del mercado por defectuoso, incumple los estándares mínimos de respeto a los derechos de los trabajadores; engaña a sus clientes anteponiendo el interés propio a los de los clientes…) el valor de mercado de la empresa se reduce desproporcionadamente.
 
Macey afirma que las empresas financieras han perdido los incentivos y, por tanto, el interés en cultivar y mantener su reputación de ser empresas íntegras, esto es, de ser empresas que “cumplen sus contratos” precisamente, en un sector de la contratación donde los demás mecanismos para asegurar el cumplimiento de los contratos – los precios - funcionan especialmente mal y, por tanto, el valor de la reputación como mecanismo de garantía del cumplimiento es mayor. Porque la contratación financiera (i) está plagada de asimetrías informativas que impiden al cliente y al mercado, en general, apreciar la calidad del producto que están adquiriendo rápidamente y a bajo coste y (ii) porque, por definición, las transacciones financieras implican “crédito” y la estafa es más sencilla ya que se maneja solo dinero que puede ser ocultado y transferido con un “click”. El mayor fallo de mercado tiene que ver con las asimetrías informativas entre el banco y el inversor: el primero conoce el producto que, al ser muy complejo, no llega a ser comprendido por el inversor y, además, (iii) el banco es el “gestor del contrato” en el sentido de que lleva la “contabilidad” del contrato generando al inversor costes de supervisión. En relación con productos complejos, se comprenderá que estos costes pueden ser muy elevados.

La reputación de las empresas es irrelevante en mercados muy competitivos, sencillamente porque los precios de los productos son tan “buenos” – en el sentido de que concentran toda la información disponible sobre la calidad del producto – que las empresas de mala calidad son expulsadas rápidamente del mercado. Esto no es mas que una aplicación del teorema de Coase: la reputación es relevante en mercados con costes de transacción elevados.

Macey considera tres causas como particularmente relevantes en este cambio en los incentivos de las empresas financieras para invertir en reputación:


  1. La “demanda” de reputación ha colapsado por la generalización y reforzamiento de la regulación (“si cumplo con las normas, cumplo con mis clientes”) que ha llevado a los operadores y consumidores a “bajar la guardia” frente al riesgo de que su contraparte sea un estafador y, lo que es peor, a que deje de existir un código compartido acerca de lo que es decente y lo que no se puede hacer. Cuando las ganancias son suficientemente grandes, la primera víctima es el rigor en el enjuiciamiento de la decencia de la propia conducta. No hay un código de honor internalizado aunque es imprescindible porque las normas jurídicas – la regulación – son fácilmente manipulables antes de su producción (lobby) y en su aplicación (gaming). Que los swaps puramente especulativos y los CDS no se hayan considerado como contratos de seguro es, probablemente, la mejor prueba. La regulación ha tenido otro efecto perverso y es el de asegurar a las empresas financieras una demanda “obligatoria” creando barreras insuperables para el desarrollo de nuevos modelos de negocio en el sector. En otras palabras, la regulación ha impedido que el mercado corrija sus propios fallos como hace habitualmente en los mercados de productos de consumo. Además, la regulación debilita los incentivos de las empresas para invertir en reputación por su propia función que es la sentar los estándares mínimos de “calidad”. En fin, un exceso de enforcement puede hacer perder valor a la reputación en la medida en que introduce “ruido” en el mercado y los agentes dejan de asociar las demandas y procedimientos penales con la realización de conductas deshonestas (trivialización de las infracciones).
  2. La reputación individual ha prevalecido sobre la reputación de las empresas porque, gracias a la tecnología, obtener información sobre los individuos que, dentro de las empresas, “harán el trabajo” es algo que puede hacerse casi a coste cero. Además, los empleados de las empresas financieras (incluyendo auditoras, despachos de abogados, bancos de inversión, bancos comerciales e intermediarios financieros en general) son remunerados de forma que no tienen incentivos para preocuparse por el valor a largo plazo de la empresa para la que trabajan sino para maximizar las ganancias a corto plazo de las operaciones que realizan. Los socios de un despacho no tienen incentivos para maximizar el valor a largo plazo del despacho ya que no participarán del mismo porque no tienen derecho a una cuota de liquidación ni a transferir su participación en la sociedad a sus herederos o a terceros y, lo que es peor, las empresas financieras no necesitan capital físico, sus activos son capital humano de modo que no pueden contraer un compromiso creíble con sus clientes de que cumplirán sus contratos a largo plazo (Arthur Andersen quebró y empezó de nuevo bajo la marca Deloitte casi instantáneamente) y la regulación ha creado una demanda inagotable de empresas de servicios financieros al imponer a las empresas la utilización de intermediarios financieros para obtener capital y crédito (agencias de rating). Los individuos no pueden acumular reputación en volúmenes suficientes como para servir de garantía del cumplimiento de los contratos a gran escala. Porque somos mortales y porque las pérdidas que podemos sufrir – si decepcionamos a nuestros clientes – son limitadas aun cuando se aplique el art. 1911 CC y respondamos con todos nuestros bienes presentes y futuros. Las empresas pueden acumular reputación casi infinitamente o, como dicen los economistas, hay enormes economías de escala en la producción de la reputación
  3. La complejidad de los productos y servicios que ha dificultado el descubrimiento y castigo de los operadores fraudulentos como los casos Madoff o Parmalat atestiguan.


¿Cuándo deja de ser racional para una empresa invertir en reputación


Un análisis coste/beneficio indica que (i) cuando el cliente no puede distinguir a buenos y malos, esto es, los consumidores no pueden identificar a los que cumplen sus contratos y ofrecen productos “buenos” y separarlos de los estafadores y (ii) cuando las ganancias a corto plazo son tan elevadas que los costes de perder la reputación, en forma de ganancias que no se obtendrán porque no aparecerán nuevos clientes resultan inferiores o, – lo que es peor – cuando esos costes son reducidos.

Lo que hay que comparar, pues, son las ganancias de estafar a los clientes con las pérdidas en forma de futuros negocios que se dejarán de realizar. Y todos los indicios que da Macey apuntan en la dirección de un aumento espectacular de las ganancias a corto plazo (“gains from cheating could be much larger than adherents to the old reputation theory ever had imagined… the cost of cheating were far less”) y una reducción de las derivadas de la corriente de futuros negocios que la empresa podrá realizar si invierte en crearse y mantener una reputación de cumplidora. El lector ya habrá imaginado algunos de estos indicios: los salarios del sector financiero han aumentado y van ligados a los beneficios a corto plazo; la relación entre clientes y empresas financieras no es una relación de largo plazo (como lo eran con las compañías de seguros) sino de corto plazo (nuestro banco no es ya nuestro banco sino un supermercado de productos – financieros – “fabricados” por otros); los que aportan el capital a esas empresas requieren rendimientos a corto plazo (dividendos) y no se juegan su patrimonio (a diferencia de lo que ocurría en el pasado en el que todas las empresas financieras eran sociedades con responsabilidad ilimitada – partnerships o sociedades colectivas –); los que toman las decisiones no sufren las consecuencias y vemos como aquellos que han llevado a la quiebra a empresas financieras disfrutan de retiros multimillonarios (“legacy wealth”) en el peor de los casos porque, en el mejor, simplemente, cambian de empresa; los que intermedian para poner los productos financieros en el mercado – acciones, bonos … - cobran inmediatamente y con independencia de que se revelen posteriormente como “productos defectuosos” etc.

Como prueba de la decadencia de la reputación como mecanismo de garantía del cumplimiento de los contratos, Macey relata, extensamente, los conflictos de interés de Goldman Sachs, en concreto, en el asunto El Paso, donde Goldman Sachs tenía interés en que la empresa se vendiera al precio más bajo posible ya que era accionista muy significativo de la compradora y, sin embargo, asesoró al vendedor. Y en el famoso asunto de Paulson, donde Goldman Sachs permitió a una de las partes de un CDS elegir los créditos cuyo impago generaría la obligación de indemnizar a cargo de la otra. Pues bien, cualquier otra empresa financiera que hubiera visto expuesta y juzgada su conducta en términos de protección de los intereses de su clientela, habría sufrido unos terribles daños reputacionales, como le ocurrió a Arthur Andersen, a Bankers Trust, a Salomon Brothers y a Drexel Burnham Lambert. Eso es, sin embargo, el pasado – dice Macey –. ¿Por qué? Por una mezcla de causas. Una, que Goldman Sachs es “eficaz” (sobre la importancia de “ser eficaz” para que se te perdone la corrupción v., esto y esto). Otra, que no es fácilmente sustituible y una tercera, que Goldman Sachs necesita cada vez menos a sus clientes para ganar dinero. 
Llamativo es que las innovaciones financieras que han contribuido más a la crisis financiera fueran introducidas en el mercado por Banker Trust (los swaps y, en general, el RAROC); por Salomon Brothers (titulización de hipotecas) y Drexel (los bonos basura), precisamente las tres instituciones cuya decadencia se asocia a la pérdida de reputación. Resulta, cuando menos paradójico, que lo que nos ha quedado de estas tres instituciones hayan sido las innovaciones que introdujeron en el mercado y cuyo desarrollo descontrolado les enriqueció y dañó brutalmente a la economía mundial. Esta acusación no puede rechazarse afirmando – como hacen los de la asociación del rifle – que no son las innovaciones las que dañan, sino las personas que las utilizan. Porque si atribuimos beneficios al uso de una innovación, también han de computarse los costes que derivan del riesgo de que sean utilizadas por personas que no están en su sano juicio o que no se comportan con la diligencia y honradez de un buen padre de familia. Esos riesgos son inherentes a la innovación del mismo modo que son inherentes a los automóviles los accidentes de tráfico. El argumento de tirar al niño junto con el agua sucia de la bañera debería dejar de utilizarse.

Macey subraya la importancia de los estándares morales – los que determinan si alguien tiene o no reputación – específicos, esto es, propios de una subcultura concreta por oposición a los generalmente asumidos por la Sociedad en su conjunto. Un grave problema del sector financiero – y, en España, de los políticos en particular – es la degradación de los estándares morales de sus miembros respecto de los generales. Que, históricamente, los norteamericanos hayan odiado tanto a los de las finanzas encuentra una explicación en esa divergencia.

Del examen del caso Drexel y la historia de Michael Milken se extrae una conclusión: La reputación la tienes que tener entre quienes la tienes que tener. No entre quienes no la tienes que tener. Milken gozó y goza de excelente reputación entre los clientes de Drexel, a los que ayudó a financiar sus empresas y a los que ayudó – aseguradoras, fondos de pensiones – a invertir rentablemente sus fondos. Y una pésima reputación entre sus competidores y los reguladores. El coste para la regulación de encarcelar a Milken fue muy elevado: la trivialización y politización del enforcement de las reglas de juego en los mercados de capitales.

Examina, a continuación, la llamada industria reputacional. La función de los intermediarios reputacionales como los auditores es informar a los que se relacionan con una empresa (los que le prestan dinero o aportan capital) de la corrección de su contabilidad. Si los terceros pudieran decidir por sí mismos la corrección de la contabilidad – un mundo sin costes de transacción – los intermediarios reputacionales serían innecesarios. Naturalmente, la gente tiene que “creer” que la auditora “cumple” con su obligación y no se compincha con la empresa para ocultar el fraude contable. Por eso es tan importante la independencia de los auditores y, por eso, y como hemos dicho, las auditoras son tan grandes: tener muchos clientes te independiza de tus clientes. El auge y la caída de Arthur Andersen podría narrarse como la historia de la reputación corporativa. Según Macey el problema de Arthur Andersen fue que el auditor que trabajaba para Enron “were loyal to the client and not to the firm”, probablemente porque sus incentivos (ingresos y carrera individual) no estaban alineados con los intereses de Arthur Andersen en mantener el valor de su reputación.

Es una historia que se repite cuando un intermediario reputacional deviene muy grande (lo que es bueno pero contradictorio con el coste de vigilancia recíproca entre socios) y se dan dos circunstancias (i) la firma reduce sus inversiones en controlar la conducta de sus partners (v., art. 22.3 LA que, a diferencia de lo que sucedía en el Derecho previgente, no hace responsable a cada socio de los daños causados por cualquiera de los demás socios) y (ii) los incentivos económicos de sus socios no están diseñados como “salarios de eficiencia” que abarquen toda la vida profesional dilatando los mayores ingresos para la parte final de la carrera.

En cuanto a los abogados – los otros intermediarios reputacionales junto con los auditores – el mercado es mucho más competitivo – no hay big four entre los abogados que atienden al mundo financiero – y su labor no se caracteriza por la independencia, sino por servir lo mejor posible a sus clientes. Pero la intensificación de la competencia y el creciente cambio de despachos por parte de los abogados más exitosos ha impedido que la reputación de las firmas de abogados se consolide y pueda jugar el papel beneficioso que la reputación ha jugado entre los auditores u otros intermediarios reputacionales. Los abogados deberían servir al cliente sin participar en o certificar operaciones fraudulentas. Macey se remite al caso Enron. La estrategia de manipulación contable de Enron – sacando de su balance deudas y apuntándose ingresos ficticios – fue posible porque los abogados certificaron que se trataba de transacciones reales (true sales). Nuevamente – dice Macey – la pérdida de reputación de la firma de abogados no se tradujo en su desaparición del mercado. Pero, probablemente, los despachos de abogados nunca jugaron un papel de intermediario reputacional con demasiada intensidad. Y, en todo caso, ha decaído en los últimos tiempos por lo que los abogados han dejado de tener incentivos para invertir en reputación. A nuestro juicio, los abogados no han jugado un papel de intermediarios reputacionales significativo porque fueron “comprados” por las empresas del sector financiero mucho antes de que pudieran consolidar tal papel. Si los mejores clientes de un despacho de abogado son empresas del sector financiero, si éstas pagan las minutas más elevadas, los despachos más prestigiosos acabarán trabajando sistemáticamente para estas empresas y tendrán muy difícil hacer de gatekeepers en interés del público inversor que se relaciona con tales empresas financieras.

Interesante, en este sentido, es el análisis del autor sobre la participación de los abogados en las emisiones de acciones y obligaciones. Hace 30 o 40 años, esa era una tarea que hacían solo los despachos más prestigiosos y que estaba muy bien pagada. La razón era que solo abogados con mucha reputación podían “prestarla” a los emisores certificando la corrección y veracidad de la información que el emisor incluía en el folleto de emisión. En las últimas décadas, sin embargo, la legislación ha ido extendiendo la responsabilidad por el contenido del folleto a otros intermediarios (aseguradores, directores de la emisión, colocadores, administradores del emisor…) de modo que el papel de los abogados como certificadores ha perdido valor. En consecuencia también, el trabajo de asistir a una empresa en una OPV o en una OPS se ha estandarizado y cualquier despacho con un tamaño mínimo puede realizarlo porque no necesita tener reputación que “prestar” al emisor. Los precios – las minutas –, en consecuencia, se han desplomado. No así con las minutas de los bancos de inversión que actúan como aseguradores que se han mantenido por las razones que hemos expuesto más arriba.

El tercer tipo de empresas reputacionales es el de las agencias de rating o calificación crediticia. Con ellas ha pasado algo similar a lo que ha ocurrido con las auditoras: al hacerse su intervención obligatoria – los inversores institucionales solo pueden invertir en emisiones calificadas – y existir enormes economías de escala en reputación, el mercado se reduce a tres empresas que obtienen una posición de práctico monopolio (ver esta entrada, esta y esta). Macey hace particular referencia al efecto de retroalimentación que los rating pueden tener sobre la solvencia de las empresas que buscan capital o crédito: “because rating downgrades often are a condition of default (en la emisión de bonos se ha previsto que la compañía emisora tendrá que repagarlos inmediatamente si se produce una degradación en su calificación crediticia) in lending agreements and other debt instruments, a downgrade can, and often does, actually cause the company receiving the downgrade to experience the very financial distress that the downgrade predicts”. Y concluye con una afirmación ciertamente fuerte:
there is no escaping the conclusion that the credit rating agencies were the sine qua non cause of that financial crisis, lawyer-speak for the fact that, but for the actions of the credit rating agencies, the financial collapse of 2007 and 2008 would not have occurred
Aquí, el reproche debe dirigirse principalmente contra la regulación. La reputación de las agencias de rating estaba hundida mucho antes de la crisis financieras (Macey narra el episodio de la calificación de la deuda emitida por la Ciudad de Nueva York donde Standard & Poor’s “merely was closing the door and turning out the lights after everybody had already left the building”). Cuando un empresario tiene una clientela cautiva, cualquier incentivo para ser honesto con sus clientes y con el público en general, desaparece. La Dodd-Frank Act ha retirado esta subvención regulatoria a las agencias de calificación.

Sin embargo, – dice Fridson “Contrary to what you may have heard on financial news programs or read in blogs, the rating agencies’ missteps in CDOs have not unmasked them as wholly unreliable authorities on credit risk”. Es decir, que la estructura del mercado, la regulación y los potenciales conflictos de interés no eran suficientes para impedir a las agencias de rating hacer útilmente su trabajo cuando se trataba de calificar riesgos de insolvencia de las empresas o las instituciones públicas pero sí que lo fueron para calificar los productos financieros innovadores tales como los CDS. Es más, dada la complejidad de los productos y la imposibilidad de los compradores para apreciar el riesgo, la calificación que tuvieran las tranches más seguras de esos productos se convirtió en el único elemento en el que los compradores se apoyaron para tomar la decisión de compra, de manera que el sistema se hizo mucho más frágil, es decir, menos sensible a la depreciación de los activos que se titulizaron (“the widespread failure of Mortgage Backed Securities during the financial crisis was due to housing price depreciation that was unexpected by most market participants”). Bastaba que la calificación fuera errónea para que todo el sistema pudiera estallar. Añádase (i) que la demanda de valores con calificación máxima era enorme y, por tanto, los oferentes tenían todos los incentivos para “crear” productos que pudieran recibir tal calificación; (ii) que una rebaja de la calificación obligaba a muchos inversores institucionales a vender (porque su regulación les impedía tener en sus carteras valores que no tuvieran calificación crediticia elevada) y (iii) los problemas de conducta de rebaño para comprender los enormes efectos sistémicos de las calificaciones.

Por último, analiza Macey el caso de las bolsas de valores. La tesis de Macey es, nuevamente, que la regulación “liberó” a las bolsas de valores de su función de intermediarios reputaciones y de garantes de la integridad de los mercados.

Históricamente, los mercados bursátiles reducían notabilísimamente los costes de las transacciones por tres vías. Proporcionando información a los compradores sobre los atributos de los objetos de compraventa; reduciendo los costes de búsqueda de la contraparte y garantizando la ejecución de los acuerdos a gran velocidad y a un coste muy reducido. Los mercados de valores logran estos resultados organizando el intercambio de forma que las relaciones bilaterales puedan convertirse en relaciones anónimas; convirtiendo todos los títulos iguales en productos homogéneos y unidimensionales; diseminando de forma instantánea la información sobre los precios y, por último, transformando transacciones entre sujetos desinformados en transacciones a través de especialistas en "preciar" los objetos de intercambio. Las Bolsas desarrollan, además, una reputación como "calificadores" de los emisores. En esta medida, ser admitido a emitir títulos en un mercado prestigioso es indicativo de alta calidad del emisor reduciendo así, los costes de información para los inversores (de ahí la importancia del delisting de una compañía cuando incumple sus obligaciones de transparencia y honestidad en relación con los inversores, decisión de excluirla de cotización que ya no toman los mercados de valores sino la autoridad de supervisión – la CNMV en el caso de España -). También se reducen los costes de negociar y redactar los contratos, porque el mercado de capitales proporciona un modelo estándar de contrato. Los mercados de valores también reducen, por último, los costes de ejecución del contrato. Atribuyendo la función de controlar la conducta de los que participan en el mercado a un tercero, la propia Bolsa y acelerando la ejecución -y por tanto, disminuyendo los riesgos de cambios en los precios- gracias igualmente, a la liquidez que proporcionan.

Originalmente, cumplían así una función de “certificación” que hacía prescindibles a auditoras y sociedades de rating o de calificación crediticia. Si te admitían tus acciones o bonos a cotización en un mercado de valores era porque habías demostrado que los inversores podían confiar en tu empresa y los mercados estaban especialmente preparados (economías de escala) para supervisar la conducta de los emisores – de las empresas cotizadas -. Cotizar era como tener un “certificado” de “Good Housekeeping”. Además, los manipuladores del mercado perjudicaban a los propios dueños del mercado – los agentes de bolsa ya que, históricamente, las bolsas de valores eran empresas mutualistas, esto es, los propietarios eran los propios agentes – ya que ellos eran los que creaban mercado ofreciéndose a comprar cuando los inversores querían vender u ofreciéndose a vender cuando los inversores querían comprar. La manipulación del mercado por parte de insiders de las sociedades cotizadas perjudicaba, pues, a los propios market-makers.

Nuevamente, la competencia entre mercados de valores (sólo pueden cumplir todas estas funciones si son monopolios ya que la competencia entre mercados conduce a una race to the bottom en la “calidad de la regulación”) rebajó los estándares exigidos a las empresas que deseaban cotizar y obligó a sustituir la autorregulación por la regulación pública de las empresas emisoras, de los intermediarios y de los propios mercados. Las propias bolsas de valores empezaron a ser expedientadas por incumplir su propia regulación y favorecer los intereses de los emisores en perjuicio de los de los inversores.

Finalmente, Macey sostiene que la regulación ha debilitado los incentivos y el valor de la inversión de las empresas en reputación.

La conclusión es que la reputación, como garantía del cumplimiento de los contratos ha perdido importancia en las últimas décadas en el sector financiero. La duda es si para bien o para mal. No debe olvidarse que la reputación es valiosa para asegurar el cumplimiento de los contratos cuando los mercados no funcionan bien. Si los precios de los productos o servicios son “buenos”, la probabilidad de incumplimiento y la cuantía de los daños derivados de tal incumplimiento están incorporados al precio y los acreedores, como clase, no sufren daño alguno: el mercado expulsa progresivamente a los “malos cumplidores”, a los que ofrecen productos de calidad subestándar o – lo que es lo mismo – los que pretenden cobrar un precio que el mercado atribuye a un producto de más calidad. La pérdida de importancia de la reputación puede deberse a que los mercados son hoy más competitivos y generan precios más exactos, es decir, puede indicar, simplemente, que la reputación es un mecanismo muy costoso de asegurar el cumplimiento. A la vista de lo que se ha expuesto, hay que concluir que para mal. Macey tiene razón en que los mercados financieros no son suficientemente competitivos (hay muchos fallos de mercado, como hemos explicado repetidamente en el blog) como para poder prescindir de la reputación, base de la confianza de los inversores. Aunque hay quien dice que Macey no ha estado a la altura de su reputación con este libro.

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