Dibujo: Ocre @lecheconhiel
En la producción de bienes públicos (vigilancia frente al riesgo de que ataquen piratas) hay grandes economías de escala. Un faro es suficiente para advertir de la costa a cinco o a quinientos barcos. Pero cuando los bienes públicos no se producen colectivamente, esto es, mediante un esfuerzo coordinado del grupo en una acción colectiva (como cuando lo proporciona el Estado o en la Antigüedad, el templo) el incentivo de cada miembro del grupo para escaquearse y no contribuir a la producción del bien público es enorme. Por definición al tratarse de un bien público, no puede excluirse de su disfrute a ningún miembro del grupo y, por tanto, tampoco obligárseles a contribuir a su producción. Es por eso que, en general, hay infraproducción de bienes públicos en relación con el óptimo para el bienestar del grupo. Todos llevamos un gorrón dentro.
Pero los seres humanos somos “auxiliadores” naturales. Desde pequeños no nos comportamos como el egoísta calculador que hemos descrito en el párrafo anterior. En este trabajo, los autores se preguntan si, cuanto más grande y denso sea un grupo (por ej., los habitantes de un área metropolitana en comparación con idéntico volumen de población disperso en una zona rural) mayor o menor será la contribución individual a la producción de un bien público concreto. Es este el descrito en la parábola del buen samaritano. ¿Recibirá ayuda el judío asaltado por los ladrones con más probabilidad si el camino de Jericó es una vía muy transitada?
Otra parábola – la del dilema del voluntario – nos dice que no. Cuanto mayor sea el grupo (y mayor el número de posibles samaritanos), menores son los incentivos individuales de los miembros del grupo para auxiliar al que ha sufrido el accidente. Los individuos en grupos muy grandes o densos tienden a justificarse más fácilmente – y no ayudar – pensando que otros lo harán. Hay un famoso caso (Kitty Genovese) en el que una persona fue asesinada en el metro de Nueva York y ninguna de las 38 que podían haberle ayudado lo hizo. En sociedades modernas, este incentivo a no ayudar se refuerza porque estamos acostumbrados a que los bienes públicos los proporcione el Estado.
Los biólogos han mostrado que estos incentivos ponen límite al tamaño que puede alcanzar un grupo de animales, es decir, que, superado cierto número de individuos, las ventajas para la supervivencia individual que proporciona la pertenencia al grupo se vuelven negativas. Por ejemplo, los pingüinos en un trozo de hielo tienen que lanzarse al agua para pescar. En el agua puede haber orcas u otros depredadores. El primero que se lanza se arriesga a que el depredador se lo coma y se sacrifica por el resto, naturalmente. Ningún pingüino tiene incentivos para ser el primero en lanzarse. Si estos incentivos disminuyen conforme aumenta el número de pingüinos, cuando el grupo sea muy grande, acabarán muriendo de inanición encima del hielo.
Los autores de este trabajo elaboran un modelo que justifica una conclusión adicional a las que acabamos de exponer sobre la base de suponer que, como en la parábola del buen samaritano, los individuos pueden ayudar al accidentado no de forma simultánea (como en el caso del ataque en el metro de Nueva York) sino de manera sucesiva, es decir, como típicamente ocurre cuando observamos un accidente en una carretera y cavilamos sobre si deberíamos pararnos o seguir nuestro camino. Con independencia del nivel de empatía individual, dicen los autores, cuanto más transitada esté esa carretera, menor será la probabilidad de que cada individuo que pasa por ella ayude al accidentado pero el tiempo que tendrá que esperar el accidentado para ser auxiliado es menor. Es decir, el efecto del incremento de los incentivos individuales para no auxiliar se ve más que compensado por el aumento de los posibles auxiliadores derivados de tratarse de una carretera muy transitada simplemente porque los potenciales auxiliadores llegan con más frecuencia.
En particular, si suponemos que el coste de pararse no es igual para todos los potenciales samaritanos, “será más eficiente que se forme una convención social según la cual, uno sólo debe parar si los costes de hacerlo están por debajo de un nivel determinado”. Regularlo jurídicamente es difícil porque no se conocen los costes individuales de pararse a ayudar. Pero todos los países civilizados (excepto EE.UU) incluyen en sus códigos penales el delito de omisión de socorro lo que, sin duda, eleva la disposición a ayudar de toda la población como un focal point respecto de la conducta esperada socialmente en tales situaciones y, por tanto, facilita la formación de una regla ética que ordena ayudar en situaciones semejantes. Esta regla ética sería coherente con la propuesta por Harsanyi según la cual, cada individuo debería atenerse a una regla general que cada uno preferiría que todos los miembros de la sociedad cumplieran si todos tuvieran la misma probabilidad de verse en cada posible situación social. O sea, en el caso del accidente, la regla moral de Harsanyi – eficiente – sería coherente con el modelo de los autores porque todos aceptaríamos someternos a una regla que dijera que todos debemos ayudar al accidentado siempre que hacerlo no fuera excesivamente costoso. Y aceptaríamos esa regla tanto si estamos en la posición del samaritano como si estamos en la posición del judío atacado por los ladrones.
Si esa es la regla, se explica también por qué se cree, en general, que la gente del campo es más amable y más dispuesta a ayudar que la gente de la ciudad.
Bergstrom, Ted. 2017. "The Good Samaritan and Traffic on the Road to Jericho." American Economic Journal: Microeconomics, 9(2): 33-53.
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