martes, 13 de octubre de 2015

Pactos parasociales cumplidos voluntariamente e impugnación de acuerdos

Otra sentencia de Audiencia en la que se hacen prevalecer los pactos parasociales sobre los estatutos cuando los primeros se venían cumpliendo voluntariamente.

Pero en nuestro caso, como en la sentencia citada de 16 de noviembre de 2012 , no se trata de que un socio impugne los acuerdos porque no respetan los pactos parasociales respecto de los cuales la sociedad es tercera. Se trata de una situación distinta, inversa, como afirma aquel tribunal. El socio Sr. Leonardo , en su demanda, combate precisamente que se haya cumplido lo estipulado en el pacto parasocial que le vincula -pacto cuya validez y eficacia no cuestiona-. Impugna que, en un ámbito societario plenamente coincidente con el del pacto parasocial, integrados uno y otro exactamente por las mismas personas -el padre, Demetrio , y los hijos, Leonardo y Jose María -, se haya reconocido al usufructuario el derecho al voto, ese derecho que las tres personas citadas reservaron especialmente a Demetrio en los tres contratos suscritos al efecto.

Mediante la impugnación se solicita directamente el incumplimiento del pacto parasocial sin otra razón que la estrictamente formal de su carácter no estatutario

Que las reglas estatutarias, anteriores a los pactos parasociales, no hayan sido modificadas en este punto no puede interpretarse como una decisión de privar de eficacia a esos pactos o de dejar su cumplimiento al arbitrio de alguno de los contratantes. Por principio, ha de entenderse que las cláusulas de los contratos están destinadas a producir efectos, no a crear apariencias falsas o situaciones absurdas. La voluntad de reserva del derecho de voto al usufructuario consta de manera clara y constante en nuestro caso y el demandante no aporta ningún argumento en sentido contrario, de modo que nos inclinamos más bien por atribuir la no incorporación a los estatutos al contexto de confianza entre el padre y sus dos hijos, al que aluden los recursos de apelación

… consideramos que el actor ejercita la acción de impugnación de forma contraria a las exigencias de la buena fe ( artículo 7 del Código civil, CC ; artículo 11 de la Ley orgánica del poder judicial, LOPJ , y artículo 247 LEC ) e incurre en abuso de derecho ( artículo 7.2 CC ). La distinción entre la esfera societaria y la contractual, impecable en abstracto, no responde a la realidad en el caso de autos, atendidas sus características específicas, y sirve de instrumento para impedir el cumplimiento del pacto que vincula al demandante. No nos convence, por contraria a la economía procesal y a las exigencias de eficacia -que, en definitiva, afectan a los intereses de la sociedad-, la solución propuesta de que, terminado este juicio con la anulación de los acuerdos por haber votado el usufructuario, deba acudirse a un nuevo juicio en que se imponga al hoy demandante el deber de respetar el derecho de voto del usufructuario. El pacto parasocial -cuya validez, repetimos, no se cuestiona en ningún momento- se cumplió pese a la voluntad incumplidora del Sr. Leonardo . Lo que se pretende en este juicio es revertir esa situación bajo el pretexto de una infracción estatutaria.

Sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona de 25 de julio de 2013

Canción del viernes en martes: Karl Jenkins Benedictus


lunes, 12 de octubre de 2015

Cuando el crédito lo era todo

“El comercio premoderno se organizaba en torno al crédito, y todo el mundo se veía obligado a convertirse en deudor y acreedor. Cualquiera estaba endeudado, prácticamente, todo el tiempo, ya fuera con los vecinos, con los patrones, con los criados, con los superiores, con el padre, con los hermanos, con la madre o incluso con los hijos”.

En esta Sociedad, los que tenían dinero, lo prestaban, con el resultado de que una buena parte de la riqueza estaba vinculada al crédito. Los créditos frente a terceros representaban, a veces, “una parte notablemente grande de las herencias de los comerciantes”.

La quiebra de un deudor tenía un efecto en cascada porque muchos otros dependían, para poder pagar sus propias deudas, de los créditos que ostentaban frente a otros.

Aunque, obviamente, no conocemos la proporción en la que las transacciones se realizaban al contado y a crédito. ¿Por qué tanto crédito? Recuérdese que entre los siglos XIII y XVI se desarrolla la letra de cambio, uno de los mayores inventos de la Humanidad según diría más tarde Montesquieu. La autora dice que la respuesta más simple pasa por la falta de metales preciosos que pudieran servir como moneda. Aunque las minas americanas empezaron a producir en cantidades apreciables a mediados del siglo XVI, recuérdese que China y Asia carecían de metales preciosos y que el bullion español sirvió de moneda universal, o sea, que mucha de la plata americana acababa en Asia como precio de las especias primero y del té y los tejidos de algodón después. Todo ello sin contar con la dificultad para apreciar el valor de las monedas ofrecidas como precio (monedas falsas o con el contenido de metal precioso recortado) y la dificultad para transportarla y almacenarla de modo seguro.

En consecuencia, todos tenían “cuentas” (corrientes) con todos y, lo normal, era cerrarlas anualmente, esto es, fijar el saldo y liquidarlo o iniciar una nueva cuenta a partir del saldo fijado al final de cada año o que el deudor entregara un pagaré al acreedor por el saldo.

Hasta los más pobres prestaban. Y la prueba de la existencia del préstamo o crédito la proporcionaban los testimonios (¿se entiende ahora el art. 51 C de c cuando dice “la declaración de testigos no será por sí sola bastante para probar la existencia de un contrato cuya cuantía exceda de 1.500 pesetas, a no concurrir con alguna otra prueba”?).

¿Cómo se aseguraban los acreedores de que los deudores pagarían? Los economistas apelan a la reputación. Y los libros de la época están llenos de admoniciones a los comerciantes y a los particulares para que sólo presten a los que gocen de buena reputación como pagadores. Pero lo que se observa – piénsese en Felipe II y sus banqueros, que siguieron prestándole durante 50 años ¡los mismos! a pesar de que el rey católico dictó cuatro Decretos de suspensión de pagos – es que los acreedores se conformaban con lo que podían. Y como no tenían acceso a información fiable acerca de la probabilidad de recuperar sus préstamos, tenían que conformarse con una calificación mucho más variable de la solvencia del deudor. Es decir, habían de conformarse con huir de los insolventes, pero no de los que podían sufrir crisis de liquidez (que es lo que le pasaba a Felipe II, que nunca fue insolvente, sólo tuvo crisis de tesorería provocadas por una necesidad perentoria de fondos para atender a una campaña bélica y retrasos en la recepción de fondos procedentes de impuestos o de la flota americana. En una de las cuatro, el problema parece que fue el de una errónea contabilización de las deudas). Como el nivel de intereses podía ser muy elevado, los acreedores no salían perdiendo aunque el deudor pagara “tarde y mal”. Si pagaba en parte y pagaba en algún momento, los acreedores no se arruinaban. Los autores del libro estudian la suerte de los que prestaron a Felipe II y concluyen que, a pesar de las cuatro quiebras, ganaron dinero – y mucho – con sus préstamos al rey. Los préstamos entre particulares no eran diferentes. La autora narra cómo – en media – los préstamos a cuatro meses sufrían un retraso de cinco en el pago. Pero eso no significaba que la gente dejara de pagar sus deudas generalizadamente. La idea de ir al infierno llevaba a que, en los testamentos, se encontrasen listadas las deudas del causante y el encargo de pagarlas antes de entregar los bienes a los herederos. Y, en sentido contrario, en un mundo en que los retrasos en los pagos eran la norma y el impago moneda corriente, destrozar la reputación de alguien era fácil. Por último, el “hoy por tí, mañana por mí” y la amistad mercantil como virtud, era muy relevante, lo que explica, según la autora, la eficacia de los tribunales eclesiásticos que no podían adoptar medidas sobre la persona o bienes del deudor pero podían excomulgar al que no pagaba. Perder la amistad con otros comerciantes suponía el ostracismo, de manera que los incentivos para cumplir, siempre que se pudiera, eran grandes. Recuérdese que la excomunión supone expulsar al excomulgado de la comunidad. Las redes en las que estaban implicados acreedores y deudores creaban un interés común en que las mismas no se deshicieran fácilmente. Los autores nos indican que algo parecido ocurría entre los banqueros que prestaban a Felipe II.

Kadens, Emily, Pre-Modern Credit Networks and the Limits of Reputation (August 20, 2015). Iowa Law Review, Vol. 100, 2015; Northwestern Law & Econ Research Paper No. 15-19. Available at SSRN:

Mauricio Drelichman & Hans-Joachim Voth

Lending to the Borrower from Hell:
Debt, Taxes, and Default in the Age of Philip II, 2014

miércoles, 30 de septiembre de 2015

¿La eliminación de un quorum reforzado requiere quorum reforzado?

Es la RDGRN 30 de julio de 2015

Mediante la escritura cuya calificación es impugnada se elevan a público los acuerdos de sociales de una sociedad de responsabilidad limitada, consistentes, por una parte, en la modificación de los estatutos sociales, de suerte que la mayoría reforzada de dos tercios de los votos correspondientes a las participaciones sociales en ellos establecida queda sustituida por el «acuerdo de los socios que representen más de la mitad de los votos correspondientes a las participaciones en que se divida el capital social», y, por otra parte, en el cese de la administradora única y nombramiento de nuevo administrador único. Tales acuerdos fueron adoptados en junta general, a la que asistió únicamente un socio, que es la persona nombrada para el citado cargo y cuyas participaciones representan el cincuenta y uno por ciento del capital social

El problema es el de si un quorum de votación reforzado establecido estatutariamente necesita de dicho quorum para modificar la cláusula correspondiente. En el caso, si la cláusula estatutaria que preveía una mayoría reforzada de dos tercios de los votos requería de dos tercios de los votos a favor para ser suprimida. La DGRN plantea la cuestión en otros términos, a mi juicio, erróneos. A saber, si la cláusula correspondiente atribuía un derecho individual al socio de manera que no podía ser modificada sin su consentimiento

no cabe entender que la modificación estatutaria cuestionada afecte de modo directo e inmediato a los derechos individuales de los socios. Ciertamente, con la exigencia estatutaria de mayoría reforzada para la separación del administrador (vid. artículo 223.2 de la Ley de Sociedades de Capital) puede satisfacerse el interés no sólo del propio administrador sino la de determinados socios, sea porque hayan sido nombrados para dicho cargo o porque puedan decidir con sus votos el mantenimiento o separación de la persona nombrada para el mismo.

La DGRN concluye que si los socios quieren que a la modificación de la cláusula estatutaria que establece la mayoría reforzada se le aplique un quorum reforzado, deben preverlo expresamente en los estatutos:

Pero son esos mismos socios quienes -en el ámbito de la autonomía de la voluntad- deben prevenir mediante las correspondientes disposiciones estatutarias el mantenimiento de esa concreta conformación de mayorías respecto de la separación del administrador, extendiendo el reforzamiento de las mismas también a la modificación de la cláusula estatutaria que la estableció. A falta de esta cautela, y dado el carácter que los estatutos tienen como norma orgánica a la que debe sujetarse la vida corporativa de la sociedad, debe respetarse forzosamente la norma estatutaria que permite la modificación de estatutos con el voto favorable de más de la mitad de los votos correspondientes a las participaciones en que se divida el capital social

La DGRN da la razón a la ley

La remuneración de los administradores ejecutivos

El sistema y la cuantía de la remuneración de los consejeros-ejecutivos debe figurar en el “contrato de administración” celebrado por el Consejo – en nombre de la sociedad – y el administrador ejecutivo, no en la cláusula de los estatutos que regula la remuneración de los administradores, como había sugerido Aurora Campins en el blog. Es la RDGRN de 30 de julio de 2015.

En relación con esta cuestión, de la literalidad del artículo 249 de la Ley de Sociedades de Capital se deduce que es necesario que se celebre un contrato entre el administrador ejecutivo y la sociedad, que debe ser aprobado previamente por el consejo de administración con los requisitos que establece dicho precepto. Es en este contrato en el que se detallarán todos los conceptos por los que pueda obtener una retribución por el desempeño de funciones ejecutivas, incluyendo, en su caso, la eventual indemnización por cese anticipado en dichas funciones y las cantidades a abonar por la sociedad en concepto de primas de seguro o de contribución a sistemas de ahorro. Y, dicho contrato, de acuerdo con el último inciso del artículo 249.4 «…deberá ser conforme con la política de retribuciones aprobada, en su caso, por la junta general». Consecuentemente el recurso ha de ser estimado, pues es en este específico contrato en el que deberá detallarse la retribución del administrador ejecutivo. El artículo 249.4 exige que la política de retribuciones sea aprobada, en su caso, por la junta general, pero esa política de retribuciones detallada, como exige el registrador, no necesariamente debe constar en los estatutos.

El problema básico del gobierno corporativo

“El problema básico del gobierno corporativo es asegurar que los administradores sociales actúan en interés de los accionistas. Es el llamado problema de agencia que surge porque los intereses de los administradores divergen de los de los accionistas, pero las conductas óptimas que los segundos desearían de los primeros no pueden establecerse en el contrato entre ambos porque no pueden describirse ex ante de tal forma que se pueda comprobar fácilmente ex post si los administradores han cumplido. Por ejemplo, los accionistas no sufren los disgustos de cerrar una factoría obsoleta o la tensión de abrir una nueva ni disfrutan de la comodidad de disponer de un avión privado o la excitación de salir en televisión. Los administradores preferirán menos cambios la empresa, más aviones privado y más apariciones en televisión de las que preferirían los accionistas, o más exactamente, menos de las que querrían los accionistas si los primeros internalizaran todos los costes y beneficios de sus comportamientos. Pero, al mismo tiempo, una cierta estabilidad en la empresa, aviones y apariciones en televisión pueden ser óptimas. Las condiciones bajo las cuales son óptimas se pueden fijar fácilmente en abstracto, pero es difícil de determinar si lo son en un caso concreto.

En las sociedades anónimas, si los administradores son también accionistas, el conflicto de intereses con los accionistas puede reducirse…. y en el límite, si los administradores fueran titulares del 100 % del capital, el problema desaparecería. Pero, por definición, la sociedad anónima de capital disperso no resuelve el problema por esta vía. Una razón se encuentra en que los administradores no son suficientemente ricos para adquirir todo el capital pero, además, porque hacer a los administradores propietarios tiene inconvenientes. Cuanto más alta sea la participación de los administradores en el capital social, mayor será la proporción de su patrimonio y su riqueza que queda expuesta a las fluctuaciones aleatorias que afecten a la compañía, lo que reduce el bienestar si los administradores son aversos al riesgo. Si los accionistas están diversificados, preferirán, también ellos, que los administradores tengan menos participación en el capital porque una participación mayor hará que los administradores – aversos al riesgo – prefieran adoptar decisiones menos arriesgadas en vez de las más rentables.

En otras palabras, la solución de un problema de agencia (inducir el esfuerzo y la dedicación adecuados por parte de los administradores) genera otro (inducir decisiones estratégicas ineficientes). Que los administradores tengan participación en el capital reduce el problema de agencia, pero no lo resuelve. La respuesta del ordenamiento a este problema de agencia son los deberes fiduciarios, el deber de diligencia y el deber de lealtad

Spamann, Holger, Monetary Liability for Breach of the Duty of Care? (September 1, 2015). Harvard Law School John M. Olin Center Discussion Paper No. 835; European Corporate Governance Institute (ECGI) - Law Working Paper No. 300/2015. Available at SSRN: http://ssrn.com/abstract=2657231

viernes, 25 de septiembre de 2015

La libertad de empresa no es un derecho sino una función según Böhm

"Franz Böhm, el padre de la Economía Social de Mercado afirmaba que la libertad de empresa que se recoge en nuestra constitución… se interpreta jurídicamente de forma análoga a los derechos fundamentales, pero que, sistemáticamente, no debe calificarse como un derecho fundamental. para Böhm, la libertad de empresa tiene <<el carácter de una función social, que necesita su justificación en las ventajas sociales que su ejercicio genera>> (Freiheit und Ordnung in der Marktwirtschaft, in: Grundtexte zur Freiburger Tradition der Ordnungsökonomik, hrsg. von N. Goldschmidt und M. Wohlgemuth, Tübingen 2008, S. 299 - 312, 307). Las empresas deben concebirse como agentes sociales (!) de la creación de valor. Las ganancias que las empresas persiguen no son, pues, una licencia para que los accionistas se llenen los bolsillos… sino el estímulo necesario para que desempeñen eficientemente su función social. Estamos tan bien abastecidos de carne, cerveza y pan porque los particulares ganan dinero produciéndolos”

Karl Homann, Die moralische Qualität der Marktwirtschaft

martes, 22 de septiembre de 2015

Copiar las leyes extranjeras



If all the states in Europe have the same propensity to adopt good laws and if the ECHR is able to survey all of their national laws, the best results under the Jury Theorem will be achieved by following the majority of states
El teorema del jurado de Condorcet, aplicado al Derecho Comparado, sugiere que si una pluralidad de derechos nacionales establecen la misma regla, la regla será probablemente la correcta y, por tanto, es conveniente incorporarla a un ordenamiento.

Hay un problema con este argumento: que si los Estados se “copian” las reglas, entonces la decisión de promulgarla no es una “decisión independiente” de cada uno de los miembros del jurado y, por tanto, no hay garantía de que se aplique el teorema del jurado de Condorcet. Es más, es frecuente que los Estados incorporen reglas que están ya en vigor en otros Estados y que recurran al Derecho Comparado en mayor medida si carecen de la información o del “capital humano” para diseñar autónomamente la regla y, por tanto, hay un riesgo de que se produzca una “cascada de información”, es decir, la posibilidad de que una persona tome una decisión de forma secuencial, deduciendo la información necesaria para adoptarla de haber contemplado la actuación de otra persona y renunciando a realizar una investigación propia para decidir qué conducta es preferible. La presión del grupo y la tendencia a la imitación cuando se ha de decidir con información limitada generan estas cascadas de información. De cascadas reputacionales se habla cuando lo que induce a alguien a actuar de una determinada forma por la reputación del imitado, es decir, porque el que actúa en segundo lugar atribuye una mayor “competencia” o “información” al que ha actuado en primer lugar. Es por esta razón por la que la obtención de la mejor regla no es una consecuencia segura del hecho de que los tribunales inferiores sigan al Tribunal Supremo. Pero si el Tribunal Supremo actuara como hace el TEDH respecto de las decisiones de instancia en los términos que veremos inmediatamente, la calidad de nuestras reglas podría mejorar. En todo caso, dado que los tribunales tienen que motivar sus sentencias – lo que no tienen que hacer los legisladores – cabe esperar que las reglas formuladas por los tribunales sean producto, en mayor medida, de la adopción de una decisión independiente que las normas legales.

Una forma de evitar las “cascadas de información”) pasa por utilizar el concepto de consenso emergente formulado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. El TEDH utiliza este consenso como sigue: para decidir si una conducta de un Estado debe considerarse una infracción del Convenio Europeo de Derechos Humanos, el TEDH examina si los derechos de los Estados miembro se la han “prohibido” a sí mismos. Si la prohibición está extendida en los Derechos nacionales, el TEDH considera que hay un “consenso emergente” sobre el carácter infractor de esa conducta del Estado y, por tanto, la considera contraria a la Carta Europea. En otros términos:
“si la mayoría de los Estados europeos reconocen un determinado derecho como fundamental, el TEDH interpretará el Convenio en el sentido de que protege tal derecho y considerará que infringen el Convenio los Estados que no lo reconozcan”
Por ejemplo, ¿hay un derecho al matrimonio de los homosexuales? El consenso emergente a favor de la respuesta afirmativa – y, por tanto, para condenar al Estado que prohíba el matrimonio homosexual – derivaría del hecho de que la mayoría de países ha regulado y autorizado expresamente el matrimonio entre personas del mismo sexo. De tal evolución se deduciría que hay “consenso” – aunque éste se haya expresado sólo recientemente – en torno a extender el derecho al matrimonio a las personas del mismo sexo. Lo que permite afirmar que estamos ante un “consenso” (deducido de conductas independientes) es que, en los últimos tiempos, no haya habido decisiones contradictorias con dicha conclusión por parte de un número significativo de Estados. En el caso que se hubieran producido sucesivas reformas legales o constitucionales en algunos países de Europa dirigidas a prohibir el matrimonio homosexual no podría afirmarse que se ha generado tal consenso o que ese consenso sea producto de decisiones independientes y no de cascadas reputacionales o informativas. Y, naturalmente, tampoco en el caso de que el número de países que han regulado el matrimonio homosexual no sea mayoritario. De ahí que, en el caso Schalk & Kopf v. Austria, el TEDH
El tribunal no puede ignorar que hay un consenso europeo emergente sobre el reconocimiento legal de las parejas del mismo sexo. Es más, esta tendencia se ha desarrollado rápidamente durante la pasada década. Sin embargo no hay todavía una mayoría de estados que proporcionen reconocimiento legal a las parejas del mismo sexo. El área en cuestión debe por ello considerarse todavía como uno de los derechos en evolución sin consenso establecido, donde los estados deben disfrutar de un margen de apreciación a la hora de introducir cambios legislativos (..) La ley de registro de parejas austriaca, que entró en vigor el 1 de enero de 2010, refleja la evolución descrita anteriormente y así forma parte del consenso europeo. Aunque no en la vanguardia, no se puede reprochar al legislador austriaco que no haya introducido la ley de registro de parejas antes.
Pero v., el voto particular sobre las especialidades del caso del matrimonio homosexual en relación con el derecho a la igualdad de trato. 

En estos términos, podría considerarse que cada uno de los Estados ha tomado una “decisión independiente”, porque eran libres – y tenían la posibilidad y los incentivos – de haberse pronunciado en un sentido diferente – de haber adoptado una regla distinta – si hubiera querido.

Aplicado en el marco de la legislación sobre derechos fundamentales, y como ha señalado Helfer, esta doctrina del consenso emergente permite avanzar en el respeto y la protección de los derechos fundamentales. Porque los consensos emergentes en sentido contrario – es decir, hacia doctrinas que aumentan la discrecionalidad estatal en cuanto a la injerencia de los poderes públicos en la vida de los particulares – se enfrentarían a una barrera poderosa: los precedentes del propio TEDH. Al tiempo que es coherente con el principio de subsidiariedad que rige la relación entre el Convenio y las constituciones nacionales. Cuanto más unánime sea el “consenso emergente”, menor será la voluntad del TEDH a reconocer a los Estados un margen de apreciación respecto de la necesidad o no de reconocer el derecho.

En el ámbito europeo se dan los requisitos adicionales señalados por Eric Posner y Cass Sunstein para afirmar la bondad del uso del Derecho Comparado: hay que suponer que los Estados europeos son “sinceros” cuando promulgan una determinada regla (la norma refleja las preferencias reales de las comunidades políticas correspondientes) y los valores más fundamentales se comparten entre todos los Estados europeos, singularmente la democracia y el respeto por los derechos fundamentales

Ha de tenerse en cuenta que el Convenio lo han suscrito países que no comparten el mismo concepto de democracia y de derechos fundamentales que vienen obligados a compartir los países de la Unión Europea, lo que ha llevado al TEDH a limitar el juego de los consensos emergentes. Por ejemplo, en el caso Sahin, en el que una estudiante musulmana turca consideró que Turquía infringía su derecho a la libertad religiosa al no permitirle usar el velo en una universidad, se alegó por la demandante que ningún otro país europeo prohibía el uso del velo en los centros de enseñanza pública por lo que podía afirmarse que había un consenso mucho más que emergente en el sentido del reconocimiento del derecho a llevar velo o pañuelo pero el TEDH rechazó condenar a Turquía (¡los tiempos previos a Erdogán!) porque “Turquía es un país demasiado diferente de otros estados como para exigir al Estado turco conformar su legislación al consenso europeo”.

La exigencia de que una mayoría de los Estados europeos hayan reconocido el derecho como derecho fundamental parece una buena regla y su aplicación por el TEDH puede contribuir sobremanera a su extensión a todos los Estados firmantes del Convenio si, como parece sugerir algún estudio en la materia, los Estados suelen modificar su legislación interna en mayor medida cuando se produce un pronunciamiento del TEDH que cuando los Estados vecinos cambian su regla.

El autor resume la jurisprudencia del TEDH en relación con los transexuales:
En el caso Rees, decidido en 1986, el TEDH falló que la práctica inglesa de hacer figurar en el certificado de nacimiento el sexo de la persona en el momento de su fallecimiento e impedir a los transexuales casar con una persona del sexo opuesto al suyo tras el cambio de sexo no infringía el Convenio. Pero, añadió, que era consciente del sufrimiento de los transexuales y advertía de la necesidad de revisar las normas legales a la vista de la evolución de la Ciencia y de la Sociedad. En los quince años siguientes, el TEDH repitió sus advertencias y críticas, cada vez más severas al Reino Unido y advirtió que se estaba formando un consenso emergente contra su conducta. En el caso Cossey, el TEDH advirtió de nuevo sobre la gravedad de los problemas que soportaban los transexuales y de la necesidad de ocuparse en el futuro de la cuestión. En el caso Sheffield & Horsham, el TEDH indicó su disgusto con las prácticas británicas, añadiendo que sólo cuatro de los treinta y siete estados europeos estudiados prohibían el cambio de sexo en los certificados de nacimiento señalando así que se estaba formando un consenso emergente contra el Reino Unido pero sin condenarlo por violación del Convenio. Finalmente, tras haber advertido al Reino Unido a lo largo de más de 15 años que su conducta se desviaba respecto del consenso emergente, el TEDH decidió, en el caso Goodwin, en 2002, que el Reino Unido infringía el Convenio.

Dothan, Shai, The Optimal Use of Comparative Law (February 11, 2015) 

lunes, 21 de septiembre de 2015

Impugnación de acuerdos sociales contrarios al orden público

Enrique García García ha publicado un cuidado trabajo en el que repasa algunos temas en materia de impugnación de acuerdos sociales a la vista de la regulación de la materia tras la reforma de la Ley de Sociedades de Capital de 2014.

Comienza examinando los acuerdos contrarios al orden público. Califica como tales, en particular, los casos de juntas falsamente universales y hace una distinción que, nos parece, merece acogerse. Dice el Magistrado de lo Mercantil que serían contrarios al orden público los acuerdos en
“los que el socio ni tuvo oportunidad de estar en la correspondiente junta ni conoció su resultado hasta después de transcurridos los plazos legales de impugnación… no cabe que se convalide (por el transcurso del tiempo) lo que, debiéndose haber hecho con la concurrencia de todos los socios, se hizo a espaldas o ignorándolo uno d ellos… lo que atenta al orden público es crear la apariencia de una junta universal con el propósito de eludir la intervención de socios que desconocen su existencia
de modo que las juntas falsamente universales son impugnables sin límite de fecha. Pero no debemos llamar tales a los casos en los que
“pese a que se pudiese oponer tacha a la formalidad de la junta (se refiere a que no se celebra efectivamente una reunión con la presencia de todos los socios)… hubiera, no obstante… existido una concorde voluntad unánime de todos los socios en la adopción de un acuerdo”
es decir, es válida la adopción de acuerdos “sin sesión”, mediante la recogida de la declaración de voluntad de todos los socios de manera sucesiva, por ejemplo, firmando el acta elaborada por el administrador, como suele hacerse en las sociedades de pequeño o mediana dimensión.

Añade Enrique García que la no caducidad de la impugnación en estos casos tiene el límite en que el “acuerdo pasase a ser conocido para ese socio que no tuvo oportunidad de intervenir en su adopción y éste no reaccionase frente a él, de modo que dejase pasar el tiempo previsto en la ley”. En tal caso, “carecería de sentido que pretendiese luego eludir la regla de la caducidad”.

A nuestro juicio, podría hacerse una matización a este último extremo. Dependerá de si le es exigible al socio impugnar el acuerdo o no, esto es, si le es exigible reaccionar o puede, legítimamente, considerar inexistente el acuerdo y, por tanto, no desarrollar ninguna actividad para que se declare su inexistencia. Básicamente, habrá un deber del socio de impugnarlo si el acuerdo se ejecuta. Por ejemplo, si el acuerdo es inscribible en el Registro Mercantil y el socio toma conciencia de que la mayoría intenta la inscripción, es probable que deba exigírsele la impugnación. Pero si se trata de un acuerdo no inscribible, el socio no tendría, en principio, un deber de impugnarlo para que se declare su inexistencia. Cabanas da algunos ejemplos en los que la solución es similar aunque no se trate de nulidad por contrariedad al orden público estrictamente:
“Pensemos en un acuerdo d la JG que pretenda imponer a los socios la modificación de algunos contratos que tienen con la sociedad, el despido d un socio trabajador o la devolución de cantidades pagadas en el pasado por la sociedad. El socio discrepante, simplemente, puede ignorar el acuerdo, y, en su caso, reclamar el cumplimiento del contrato en los términos originales o bien oponerse a las pretensiones de la sociedad (SAP Coruña 20-V-2013…) Otro tanto en una modificación de la obligación de realizar prestaciones accesorias no consentida por el obligado (art. 89.2 LSC) o en el incremento del valor nominal d las acciones o participaciones con nuevas aportaciones (art. 296.2 LSC). También en un derecho de separación ad nutum atribuido en los estatutos, frente a la negativa arbitraria de la junta general a reconocer su ejercicio (STS 15-XI-2011). El socio podrá actuar del modo que considere oportuno, y una eventual actitud pasiva por su parte en orden da la impugnación del acuerdo nada convalida, ni le impide otras formas de reacción”
Cuestión distinta es que el acuerdo se ejecute – imagínese que es un acuerdo para vender a un socio un activo social a un precio muy conveniente para éste –, que el socio sepa de su existencia y de las circunstancias de la ejecución del acuerdo, de esa transacción, y que transcurra un largo período de tiempo sin reacción alguna por su parte. En tal caso, podrá afirmarse que consintió tácitamente a la operación acordada o que estamos ante un ejercicio desleal del derecho de impugnación (Verwirkung). Así, Castañer cita la STS de 4 de marzo de 2002 “en la que se afirma que los hoy recurrentes fueron plenamente conscientes de su nombramiento como administradores y no lo impugnaron hasta que vieron dirigirse contra ellos demandas por deudas d la sociedad, de modo que, la buena fe impone que una pretensión no pueda ejercitarse cuando se haya dejado pasar tanto tiempo (en el caso tres años desde la inscripción registral de los acuerdos) que el adversario de la pretensión tenga razones objetivas para esperar que el derecho ya no se ejercitará”, es decir, un caso de Verwirkung o ejercicio desleal del derecho (que no tiene por qué ser idéntico a asumir que hubo un consentimiento tácito). Castañer cita también – a la que atribuye más claridad, la SAP Barcelona de 5 de diciembre de 2102 en la que se lee que, si bien, “la jurisprudencia es uniforme en declarar que escapan a la caducidad las acciones de impugnación de juntas universales que, en realidad, no han podido tener tal carácter por no asistir la totalidad de los socios”…. “cosa distinta es que, aunque la acción no haya caducado, sea desestimada por apreciar un retraso desleal en el ejercicio del derecho, como concreta manifestación del principio que prohíbe ejercitar los derechos con abuso o con falta de buena fe”. Castañer propone el plazo de un año para determinar cuándo el retraso es desleal, ceteris paribus, desde que el socio tuvo conocimiento del acuerdo.

Castañer analiza si pueden considerarse contrarios al orden público los acuerdos que sean contrarios a los principios configuradores del tipo societario (y aquí) de que se trate (art. 28 LSC) lo que responde – a mi juicio acertadamente – negativamente porque los rasgos tipológicos no reflejan valoraciones fundamentales del ordenamiento. La cuestión debe resolverse caso por caso para examinar si, la infracción por la sociedad (mediante la cláusula estatutaria correspondiente) de la norma imperativa que recoja el “principio configurador” (ya hemos explicado en otro lugar que los principios configuradores difícilmente añaden nada a las normas imperativas) impide al socio ejercer un derecho. Por ejemplo, la cláusula que haga intransmisible la acción en violación del art. 123.2 LSC o las restricciones que pesen sobre acciones al portador, en el caso de que hubieran accedido al Registro Mercantil no podrán impedir la transmisión por el socio de sus acciones aunque éste no hubiera impugnado en el plazo de un año la modificación estatutaria.

No creemos que sea contrario a los principios configuradores del tipo de la anónima o la limitada el pacto incluido en los estatutos por el que todos los socios acuerdan responder con su patrimonio personal de las deudas sociales. En tal caso, en realidad, nos encontramos ante lo que se llaman cláusulas estatutarias en sentido formal pero no en sentido material. Constituye un pacto entre los socios por el que “comunican” a todos los potenciales terceros que se relacionan con la sociedad, que responderán de las deudas sociales. Es dudoso, sin embargo, que tal pacto pueda incluirse en los estatutos de una sociedad anónima cuyas acciones sean libremente transmisibles porque la protección de los adquirentes de esas acciones exige impedir que se vean “sorprendidos” por la asunción de responsabilidad personal por las deudas sociales.

En cuanto a la legitimación de los terceros, Castañer cita los escasísimos casos en los que el impugnante era un tercero, la STS 5-XI-2004, una comunidad hereditaria, y la STS 9-X-1993, “en el que el impugnante pretendió mutar su legitimación de accionista a tercero durante el proceso”.

García García, Enrique, Impugnación de acuerdos sociales: experiencia judicial, pp 43 y siguientes y Castañer, Joaquim, Acuerdos sociales contrarios al orden público (arts. 205.1 y 206.2 LSC), p 143 ss; Cabanas, Ricardo, Nuevo régimen d plazos y cómputo de la caducidd d la acción de impugnación (art. 205.1 y 2 LSC), p 385 ss  en R. Artigas/Farrando/Tena, El nuevo régimen de impugnación de los acuerdos sociales de las sociedades de capital, Madrid 2015


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jueves, 17 de septiembre de 2015

Catalanes traidores, indolentes y patriotas

Me sorprende que, habiendo leído centenares de artículos y noticias sobre las elecciones catalanas del próximo 27 de septiembre, nadie haya abordado el ejercicio del derecho de voto por parte de los vecinos de Cataluña desde una perspectiva ética. ¿Tiene algún significado ético votar a Juntos por el Sí o a las CUP o hacerlo por el PSC, Cataluña-sí-que-se-puede o Ciudadanos o por Unió? ¿Puede decirse que es más conforme con un comportamiento moral votar por unos o por otros? En las siguientes líneas trataré de argumentar que votar por Juntos por el Sí es un comportamiento inmoral. Hacerlo por las CUP es, simplemente, un disparate ya que los dirigentes de las CUP han demostrado una y otra vez que son unos mamarrachos cuyo proyecto, si llegan al Gobierno, es aún más disparatado que el de Juntos por el Sí. Sacar a Cataluña de la Unión Europea, de la OTAN y de la ONU e implantar una República Socialista de Cataluña. No les prestaré más atención.
Vayamos con el voto a Juntos por el Sí.
Creo que es imprescindible reformar la Constitución para incluir expresamente una cláusula que establezca el deber de todos los españoles y de todas las instituciones públicas de comportarse con lealtad hacia la Constitución. La Bundestreue de la Constitución alemana. Los alemanes no han necesitado incluirla expresamente en su Ley Fundamental porque en Alemania nadie duda de la existencia de tal deber, de forma que ha bastado su “declaración” por parte del Tribunal Constitucional. Su homónimo español también ha hablado del “deber de colaboración” y del deber de lealtad de las comunidades autónomas en su relación con el Estado y entre sí. Y deben incluirse, expresamente, las consecuencias de la infracción de tal deber por parte de cualquier autoridad pública.
El contenido de tal deber de lealtad es fácil de explicar: cuando el comportamiento de cualquier autoridad o institución tiene efectos sobre otros en el seno de España, la autoridad o institución tiene que “tener en cuenta” esos efectos; tiene que tomar en consideración (rücksicht) esos intereses del “otro” cuando toma las decisiones para las que es competente. Y, en sentido negativo, ha de abstenerse de usar sus competencias para adoptar decisiones que persiguen la obtención de una ventaja particular a costa del conjunto o de otra de sus partes, es decir, a costa de los intereses legítimos de otra de las partes del conjunto o del interés general del conjunto.
La presentación de estas elecciones autonómicas por parte de Juntos por el Sí como plebiscitarias es una inmoralidad porque los que así actúan saben (o no pueden dejar de saber) que, sea cual sea su resultado, sus efectos no serán los de un plebiscito. Por muy buenas razones – quod non – que tenga un presidente autonómico para quejarse del trato que recibe su comunidad por parte del conjunto, constituye una infracción espantosa de su deber de lealtad la utilización de sus competencias con el objetivo de obtener una ventaja particular y despreciar los efectos que, sobre el conjunto, tiene su decisión.
Si subimos el tono, podemos calificar la conducta del Sr. Mas y del Sr. Junqueras como una auténtica traición a la Constitución. Han infringido su deber de lealtad.
Y, al traicionar la Constitución, han traicionado también a los ciudadanos de la región que, en cumplimiento de sus propios deberes de lealtad, aceptaron que fuera presidente de la Comunidad Autónoma. Todos los vecinos de Cataluña que no votaron a Mas y a Junqueras aceptaron, cumpliendo con su deber de lealtad a la Constitución de la nación española que el Sr. Mas les gobernara; que aprobara las leyes que considerara oportuno y que convocara elecciones cuando lo considerara oportuno. Este deber de todos y cada uno de los ciudadanos que no votaron ni a Mas ni a Junqueras no incluye, por supuesto, el deber de soportar que el Sr. Mas convoque un plebiscito como tampoco incluye el deber de soportar que convoque un referéndum de secesión. Si aceptaron que gobernase Mas es porque la Constitución y el Estatuto de Autonomía dicen que gobernará el partido que logre la mayoría parlamentaria. Pero el deber de obediencia al gobierno de Mas y de Junqueras se funda en que el primero ejerza las funciones de Presidente de la Generalitat con sometimiento a la Ley y a la Constitución. Si el Presidente de la Generalitat decide convocar unas elecciones plebiscitarias, no hay obligación para nadie de obedecer. No hay obediencia debida para las órdenes ilícitas y no hay ningún deber moral de obedecer al que ejerce facultades que no le corresponden de acuerdo con la Ley.
Mas sabe todo lo anterior. Y, como cualquier traidor que no quiere arriesgar su cuello, ha infringido las reglas que lo hicieron presidente de la Generalitat indirectamente. Ha practicado un auténtico fraude de Ley. Ha convocado elecciones autonómicas. Pero ha dicho a los votantes que son plebiscitarias y que se está decidiendo sobre la secesión de Cataluña. Al mismo tiempo, ha puesto a la defensiva a la nación española y a todos los que no lo votaron ni lo votarán. Porque, si estuviéramos en 1640 o en 1713, el Rey Católico enviaría sus tropas y lo ajusticiaría en la plaza pública. Una vez fuera de la Constitución, el traidor no puede reclamar derecho alguno. Se aplica el derecho de conquista y las leyes de guerra. Sus seguidores quedarían a merced de la “benignidad y prudencia” del Rey Católico (v., aquí).
Al convocar las elecciones autonómicas como plebiscitarias, ha invitado a los catalanes a una nueva Diada. A que conviertan su voto – de ser un mecanismo para elegir al gobierno de la Comunidad Autónoma en los próximos cuatro años – en una forma de “expresarse” semejante a la participación en una manifestación como la que viene celebrándose desde hace cuatro años. Y les ha liberado de cualquier responsabilidad. Les ha dicho que votar el día 27 a favor de Juntos por el Sí es como asistir a la Diada. No tiene ningún inconveniente. Todo son ventajas. Porque el Rey Católico ha sido sustituido por una Constitución nacional que impide a nadie desplegar consecuencias negativas sobre el que acepte tal invitación a la insurrección. Y, además, el Gobierno de la Nación que, en cumplimiento de sus deberes constitucionales, tomará las medidas necesarias y proporcionadas contra el Gobierno secesionista de Mas – si gana las elecciones –, no puede anunciarlas para evitar incrementar el sentimiento de victimismo de parte del electorado y, con ello, incrementar el número de “votos-manifestación” a favor de Juntos por el Sí. Los partidos que, leales con la Constitución, plantean las elecciones como autonómicas, no pueden dejar de hablar del carácter plebiscitario pero no pueden ni siquiera mentar que el Gobierno nacional destituirá a Mas si adopta cualquier decisión que suponga infringir la Constitución y el Estatuto de Autonomía – si se da el supuesto de hecho del art. 155 CE – y, en su caso, suspenderá la autonomía y sustituirá a los gobernantes electos por el delegado del gobierno en tanto se convocan nuevas elecciones autonómicas. Han de limitarse, pues, los partidos leales, a referirse a un supuesto de ciencia-ficción: la independencia de Cataluña y las consecuencias que tendría para los españoles de Cataluña y los del resto del país. 
Así pues, votar por Juntos por el sí es una inmoralidad. Supone usar el derecho de voto fraudulentamente. Y supone hacerlo sin correr ningún riesgo. Porque Felipe VI no es Felipe V ni Felipe IV. Pero si los levantamientos – que no secesión – de algunas élites catalanas contra Felipe V y Felipe IV no tuvieron consecuencias prácticas para esas élites ni para los vecinos de Cataluña en lo que a la reacción del rey se refiere, sí las tuvieron y muy graves para su bienestar y sus instituciones. El primer levantamiento supuso la pérdida del Rosellón y la Cerdaña para el rey católico y la desaparición del catalán y de las instituciones forales catalanas para siempre de esas dos provincias francesas. El de 1713 supuso la pérdida – para las élites que traicionaron a Felipe V – de su condición de “cabeza de ratón”.
En 2015, la insurrección pacífica de Convergencia y Esquerra Republicana no puede salirles gratis. Los vecinos de Cataluña tienen el deber moral de indicar a Mas y Junqueras que ellos no son traidores. Que cumplen con la Constitución y con la Ley y, por tanto, deben abandonar su indolencia (en el caso de los que se abstienen de votar) y dejar en casa sus sentimientos nacionales (si se sienten sólo catalanes o mucho más catalanes que españoles) y votar a cualquier otro partido distinto de Juntos por el Sí. Porque no se puede votar – es inmoral – a unos traidores. A favor de quien te dice que, con independencia de lo que piense el 84 % del país cuya Constitución te obliga y ampara (incluso con independencia de que no te vote ni siquiera la mitad de los vecinos de Cataluña), proclamarán la independencia tras un período de transición que se cuenta en meses. Y los traidores merecen, al menos, perder las elecciones.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

La inexistencia de mercado interior y el retraso económico de España


“El capellán del embajador inglés, el reverendo Edward Clarke, afirmaba que los viajeros, en España, apresuraban sus monturas todo lo que podían para llegar lo más pronto posible a la venta en la que pasarían la noche porque éstas repartían sus habitaciones según el principio de prioridad temporal, esto es, asignándola al primero que llegaba. Es decir, el capellán inglés no podía entender que un gentilhombre hubiera de dormir en los establos mientras otro viajero de más humilde condición ocupaba las camas, evidentemente, un estado de cosas completamente inaceptable para un englishman del siglo XVIII.

“Los reyes de Castilla no tenían insignias reales, ni cetro, ni trono ni corona y no se les consagraba ni tampoco eran coronados… a diferencia de los reyes de Francia e Inglaterra, no imponían sus manos ni tenían poderes de sanación ni se les asignaban atributos sagrados”

“No hay una razón teórica que obligue a entender que un monopolista – y los Estados de la Edad Moderna lograron convertirse en monopolistas de la violencia en sus territorios – deba optar por elevar el precio de su producto, es decir, por maximizar los ingresos tributarios, en lugar de – como ha señalado Hirschman – … reducir la calidad de su producción”.

No matter how industrious Spaniards felt, more often than not there was no work to do and nothing to consume

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En buena parte de Europa, la “soberanía se la disputaban la corona y ciertos grupos sociales definidos como <<élites>>”, normalmente, la nobleza territorial. Pero en España, la soberanía estaba fragmentada y repartida entre la Corona y las unidades territoriales, esto es, corporaciones de base territorial: las ciudades, las provincias – en el caso de Vizcaya y Guipúzcoa – o antiguos reinos. ¿Cómo se resolvían los conflictos en el primer esquema? Mediante la “voz” en los términos de Hirschman. A la nobleza territorial se la trae a la Corte, se le dota de nombramientos como ministros del Rey o se elige al sucesor del Rey entre los miembros de esa nobleza. Transcurrido el tiempo, el Rey puede haber convertido a la nobleza territorial en cortesanos y haberse convertido a sí mismo en un monarca absoluto. Pero si la soberanía está fragmentada territorialmente, como en España, el conflicto de uno de estos entes territoriales con la Corona puede tener otro resultado: la “salida”, esto es, la división del territorio y la creación de unidades soberanas o independientes. O el rey suprime las corporaciones territoriales y logra evitar la división de sus reinos, o no podrá gobernar como un soberano absoluto. Y la Monarquía Hispánica optó por un camino intermedio. No logró suprimir o privar de poder político, legislativo y tributario a las corporaciones territoriales pero evito la división, el desmembramiento territorial.

lunes, 14 de septiembre de 2015

Ilusiones populistas para jóvenes


Por Calixto Alonso del Pozo


Cuenta Podemos con un significativo apoyo juvenil, como se ha verificado en las pasadas elecciones de mayo. Los círculos de la agrupación han movilizado un voto de compleja captación, que comicio tras comicio se computaba en gran medida dentro de los porcentajes de la abstención.

Ahora, en puertas de llamada a legislativas, los análisis electorales y las encuestas preconizan una renovación de ese espaldarazo por parte de los menores de  30 años. 

Pablo Iglesias se dirige al votante joven con la promesa de un orden social justo, en apelación directa al pueblo como fuente de la soberanía política por encima de toda representación.

Podemos entiende la democracia como un sistema en el cual el pueblo (y su vanguardia joven) ha de recuperar la soberanía usurpada por las élites políticas o sociales transformadas en una oligarquía. Los representantes legislativos son percibidos como "ellos", siendo señalados como culpables del secuestro de la democracia representativa por perpetuarse en cargos y puestos hasta el infinito.

A su líder se le ha conferido un significado de no pertenencia a la casta elitista. Se presenta exento de toda contaminación con ese mundo político que promete eliminar para regenerarnos a todos. Así, el propio pueblo español habla a través de él, y él no es más que la voz de su pueblo.

Podemos sostiene que representa a la esencia de nuestra comunidad, cuyo enemigo contaminante es, ni más ni menos, el constitucionalismo como esencia de la democracia representativa, que expresa un sistema reglado y establece esferas de poder autónomas que precisamente impiden la transgresión, en nombre del pueblo, de los derechos de los individuos.

Como Iglesias proclama que el pilar constitucional ha traicionado la voluntad popular, habría que saltar por encima de los poderes legítimos que gozan de autonomía respecto a los gobiernos y que no son directamente elegidos por el pueblo.

Así, aun cuando la autoridad judicial es expresión del poder constitucional, Ada Colau llegó a declarar, en nombre de tal voluntad del pueblo en el cual se encarna, que leyes o sentencias no han de cumplirse si ella las considera injustas.

Y, aunque constitucional es la adhesión a vínculos internacionales, si tales pactos se consideran inicuos al modo predicado por sus homólogos griegos, pueden incumplirse también.

Cierto es que hemos asistido en los últimos tiempos a una separación creciente entre gobernantes y gobernados, a usos democráticos inclinados al procedimiento y de escasa participación, a un evidente inmovilismo de la clase política en el poder y a una difusión de la corrupción que ha afectado a todos los partidos, sin excepción.

En este estado de cosas, Podemos demoniza a las élites sociales e intelectuales y a la política tradicional en un discurso que pretende (y viene consiguiendo) dar una nueva identidad a una masa de otra manera amorfa y heterogénea.

A esta tarea de socavar las fuentes constitucionales de legitimación están contribuyendo los medios de comunicación y las redes sociales que permiten una relación directa entre el líder y la inmensa platea de potenciales seguidores.

La intervención pública de los candidatos de la agrupación en nuestra región es mínima, y todo se deja a la omnipresente actuación de Iglesias. Aparecer de continuo en debates televisivos y manejar a fondo internet introduce un elemento nuevo por sus dimensiones y su dinamismo, pero mucho menos por su contenido. Iglesias y su entorno no tienen dificultad en hacer de las redes sociales el uso que hicieron Eva Perón y Mussolini de balcones y periódicos, Hitler de la radio y Castro y Chávez de la televisión.

Llegados a este punto, hora es de decir que Podemos representa un movimiento populista radical, que asocia una pretendida dimensión integradora de la sociedad española con otra caracterizada por una profunda pulsión autoritaria.

Esa tentación es palmaria al comprobar la vinculación del partido con el chavismo venezolano. Demostrado está en vídeos, en trabajos encomendados a dirigentes de Podemos por el gobierno de Caracas y en los canales de financiación de la formación, ya acreditados por la justicia española.

Tenemos, pues, un contexto que lleva en sí una conexión directa con un fenómeno político totalitario.
Frente a la difusión de la democracia liberal y la diferenciación de las sociedades modernas, los cambios en las modalidades en la información y la comunicación, en el trabajo y en la expresión individual, Podemos pretende proteger al pueblo usando en su provecho los instrumentos democráticos que derivan de la denostada transición de 1978, a la que vituperan denominándola “régimen”, en indisimulado ánimo de conectar el período constituyente con las décadas de franquismo.

Es de desear que los jóvenes españoles adviertan el fin ilusorio de la homogeneidad que promete Podemos, y que valoren que viven en un Estado moderno, que exige instituciones fuertes, estables y neutrales, clases dirigentes autónomas y capaces, un sistema político abierto y legítimo, eficacia y racionalidad.

No se conoce que tales parámetros de convivencia hayan sido logrados por ningún populismo político.

sábado, 12 de septiembre de 2015

¿Cuándo tiene obligación el tribunal nacional de plantear una cuestión prejudicial al TJUE?

Se trata de la Sentencia del TJUE de 9 de Septiembre de 2015. La primera cuestión prejudicial es bastante obvia y el Tribunal la contesta como sigue:
… procede responder a la primera cuestión prejudicial que el artículo 1, apartado 1, de la Directiva 2001/23 debe interpretarse en el sentido de que el concepto de «transmisión de un centro de actividad» abarca una situación en la que se disuelve una empresa activa en el mercado de los vuelos chárter por parte de su accionista mayoritario, que es a su vez una empresa de transporte aéreo, y en la que, posteriormente, esta última asume la posición de la sociedad disuelta en los contratos de arrendamiento de aviones y en los contratos vigentes de vuelos chárter, desarrolla la actividad antes efectuada por la sociedad disuelta, readmite a algunos de los trabajadores hasta entonces afectados a esa sociedad y los coloca en funciones idénticas a las ejercidas anteriormente, y recibe pequeños equipamientos de esa sociedad.
Lo gracioso es que al TS portugués le pareció obvio que no estábamos ante una transmisión de un centro de actividad y, por tanto, que no procedía el planteamiento de la cuestión prejudicial. El TJUE explica cuándo el tribunal nacional está obligado por el art. 267 TFUE a plantear la cuestión prejudicial.
  En lo que respecta al alcance de dicha obligación, de una jurisprudencia consolidada después del pronunciamiento de la sentencia Cilfit y otros (283/81, EU:C:1982:335) resulta que un órgano jurisdiccional cuyas decisiones no son susceptibles de ulterior recurso judicial de Derecho interno, cuando se suscita ante él una cuestión de Derecho de la Unión, ha de dar cumplimiento a su obligación de someter dicha cuestión al Tribunal de Justicia, a menos que haya comprobado que la cuestión suscitada no es pertinente, o que la disposición de Derecho de la Unión de que se trata fue ya objeto de interpretación por el Tribunal de Justicia, o que la correcta aplicación del Derecho de la Unión se impone con tal evidencia que no deja lugar a duda razonable alguna.
Y al explicarlo, el TJUE viene a decirle al Tribunal Supremo portugués, en este caso, que aunque la interpretación de la norma europea le parezca obvia, tiene que plantear la cuestión prejudicial si hay riesgo de “divergencias jurisprudenciales dentro de la Unión”, como en el caso – la interpretación del art. 1 de la Directiva 2001/23, había habido interpretaciones divergentes en los distintos Estados de la Unión del concepto de “transmisión de un centro de actividad” que ha
suscitado múltiples dudas en un gran número de órganos jurisdiccionales nacionales, que, en consecuencia, se han visto obligados a remitir el asunto al Tribunal de Justicia.
el Tribunal supremo nacional viene obligado a presentar la cuestión prejudicial para evitar el riesgo de divergencias de jurisprudencia en el ámbito de la Unión”. O sea, que los jueces nacionales, cuando apliquen la norma nacional que incorpora una Directiva o apliquen una norma de Derecho europeo han de comprobar si ha habido dudas en su interpretación reflejadas en la existencia de sentencias del TJUE y, eventualmente, cómo la están interpretando otros Tribunales Supremos nacionales.
V., el comentario a la sentencia de Daniel Sarmiento aquí.

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