Fresco Pompeya, Museo Arqueológico Nápoles.
El Derecho de Sociedades incluye hoy – dice Andreas M. Fleckner, (Europäisches Gesellschaftsrecht, 2010) – la “constitución interna y externa” de las agrupaciones de individuos para la persecución de un fin común de acuerdo con el Derecho Privado. Incluye, por tanto, las sociedades “en sentido estricto” (las sociedades de personas) y las sociedades en sentido amplio (las corporaciones, incluyendo sobre todo las sociedades de capital pero también la asociación) además de la sociedad unipersonal. En los últimos tiempos y por efecto del Derecho Europeo, se plantea la cuestión de los límites del Derecho de Sociedades en relación con otras áreas jurídicas vecinas. El Derecho europeo es relevante porque la calificación de una regla o institución del Derecho nacional como de Derecho de Sociedades o Derecho Concursal o Derecho del Mercado de Valores determinará a qué normativa europea estará sometida y, lo que es más importante, la asignación de la regla a un área u otra del Derecho permitirá ajustar la interpretación y aplicación a los principios específicos de ese sector del Derecho.
Un ejemplo de lo primero – dice Fleckner – es el caso de la jurisprudencia alemana sobre los acuerdos de refinanciación y sobre la responsabilidad de socios y administradores por adoptar medidas que ponen en peligro la solvencia de la compañía o amenazan provocar su “aniquilación” y que se corresponden, en nuestro Derecho con lo dispuesto en el art. 4 bis LC y, en parte, con la responsabilidad del art. 367 LSC. Aunque los tribunales alemanes parecen inclinarse por calificar estas reglas como parte del Derecho Concursal, desde la perspectiva del Derecho Europeo – dice Fleckner – es discutible “si, con tal clasificación… quedan esas reglas al margen de las reglas sobre la libertad de establecimiento y, por tanto, puede extenderse su aplicación a sociedades constituidas conforme al Derecho de otro Estado miembro”. Porque el alcance de la libertad de establecimiento no depende de la calificación de acuerdo con los criterios formales nacionales sino de los criterios europeos que se rigen por el contenido material de esas normas”
¿El Derecho de sociedades limita la autonomía privada o la amplía?
Fleckner – a la vista del Derecho alemán de sociedades – tiene que dar una respuesta doble:
“hay normas con una función regulatoria, que derogan o completan el Derecho civil general con disposiciones para cuestiones societarias y otras con función ampliatoria, sin las cuales las sociedades no podrían organizarse. Estas últimas son escasas porque casi todo puede regularse usando de la libertad contractual. Opciones adicionales añaden las disposiciones que permiten separar el patrimonio individual o personal de los socios y el patrimonio común de la sociedad (principio de separación bilateral)”
En realidad, las normas “regulatorias” se concentran, en el caso de Alemania, en la sociedad anónima. En España, el Derecho de sociedades anónimas no se distingue sustancialmente del derecho de sociedades general por lo que el volumen de normas “regulatorias” del Derecho de Sociedades es muy reducido. Más bien, habría que concluir que las normas regulatorias de las sociedades anónimas son normas necesarias porque se trata de sociedades cuyos títulos se negocian en el mercado de valores. Así se deduce del hecho de que la finalidad de las normas del Derecho de sociedades – de la ley de sociedades de capital en el caso español – específicamente aplicables a las sociedades cotizadas constituyen una regulación especial basada en las necesidades de tutela de los accionistas dispersos que carecen de mecanismos contractuales para controlar a los gestores y accionistas de control. La función de esas normas es, pues, asegurar el cumplimiento del contrato de sociedad por parte de los que controlan esas sociedades en relación con los accionistas dispersos, so pena de que – como enseña la Historia – si esos costes de agencia son muy elevados, el público deje de invertir. Esta conexión se ha olvidado a menudo y ha distorsionado el análisis de las normas de Derecho de sociedades.
Por otro lado, las normas que potencian la autonomía privada existen ampliamente en el Derecho de sociedades en relación con las normas generales del Derecho civil aplicables a los contratos. Ya se ha explicado muchas veces que la personificación jurídica no es un privilegio – lex privata – que necesite de una concesión expresa del legislador, más bien es una exigencia del reconocimiento del derecho de asociación y fundación. Pero es que la posibilidad de separar patrimonios mediante contratos de sociedad y mediante figuras análogas (trust, préstamo, commenda, condominio…) es conocida en occidente desde la antigüedad. Ni siquiera la responsabilidad limitada es un “privilegio” otorgado por el legislador sin cuya intervención no podrían los particulares lograr incomunicar patrimonios. Pero no cabe duda que el establecimiento por el legislador de la regla general según la cual basta la voluntad de los socios para generar un patrimonio separado (art. 1669 CC a contrario) y el establecimiento de la regla según la cual basta con constituir una sociedad anónima o limitada para separar e incomunicar el patrimonio común y el patrimonio individual de los socios son evoluciones facilitadoras de la cooperación entre los individuos de grandísimo valor.
Otras reglas facilitadoras y potenciadoras de la autonomía privada tienen que ver con la modificación y transmisión de los patrimonios separados a través de reglas del Derecho de Sociedades. Me refiero a las normas sobre modificaciones estructurales que permiten transferir, unir o dividir masas patrimoniales mediante operaciones societarias como la fusión, la escisión o la segregación y la aportación de rama de actividad o de empresa.
Como se aprecia de lo que llevamos expuesto, en realidad, la intervención del legislador en el ámbito tradicionalmente considerado como parte del Derecho de Sociedades es necesaria – y más a menudo sólo conveniente – en lo que al patrimonio de la sociedad se refiere. Es decir, en lo que a las “sociedades como personas jurídicas” se refiere. En lo que a la sociedad como contrato se refiere, el Derecho de Sociedades – fuera del caso de las sociedades cotizadas y por las razones expuestas – es derecho contractual en el mismo sentido que lo es el Derecho contractual generalmente aplicable a los contratos sinalagmáticos. Es en el ámbito de los Derechos reales o Derecho de cosas – el derecho de la persona jurídica – donde la intervención del legislador para modificar o relajar la aplicación de las reglas generales de Derecho de cosas podría ser necesaria.
Los iusmercantilistas no han entendido así las cosas tradicionalmente porque, por un lado, no han aceptado con rotundidad la comprensión de las sociedades como contratos y como patrimonios separados – personas jurídicas – y, por otro, porque han considerado que la aplicación de la regla de la mayoría (que el contrato de sociedad anónima o limitada se modifique por mayoría) es una aberración en un marco contractual y, por tanto, que requiere de un marco de comprensión distinto.
Aclarado suficientemente lo primero, no lo está tanto lo segundo. La regla de la mayoría no es una regla exorbitante en el derecho contractual general. Simplemente, no es la regla supletoria eficiente (la que contratantes omniscientes que se comportaran de buena fe adoptarían) para los contratos sinalagmáticos ni para los de sociedad en los que la terminación del contrato de sociedad y la liquidación/extinción del patrimonio separado depende de la voluntad de cada uno de los socios. Pero lo es, claramente, cuando los socios quieren despersonalizar el patrimonio separado pero no perder el poder de decisión sobre el mismo y aceptan pasar de ser co-propietarios de tal patrimonio a ser miembros de la organización. En tal caso, la regla de la mayoría es la norma supletoria eficiente y es la que “se dan” los que constituyen una sociedad anónima o limitada. Al elegir tal forma societaria están consintiendo la regla de la mayoría para la adopción de acuerdos.
¿
Pero qué consienten exactamente los socios que concurren a la constitución de una sociedad anónima o limitada cuando hacerlo supone adoptar acuerdos sociales por mayoría?
Esta es una pregunta a la que no se ha dado una contestación precisa, en lo que uno sabe, en nuestra doctrina. Y no se ha dado porque la literatura sobre la naturaleza jurídica de los acuerdos sociales es muy escasa por no decir inexistente. Hay que comenzar recordando que lo que es objeto de adopción por mayoría son los acuerdos sociales. Por tanto, lo que puede y debe ser objeto de un acuerdo social es lo que puede y debe ser decidido por mayoría. Los socios pueden ampliar o reducir el ámbito de aplicación de la regla de la mayoría ampliando o reduciendo el ámbito de decisiones que se tomarán – en relación con el patrimonio común – mediante acuerdo social. Lo difícil – tan difícil que hay centenares de libros escritos sobre la cuestión – es determinar qué puede/debe ser objeto de un acuerdo social a falta de indicación precisa de los socios en la constitución de la sociedad.
Hay cuatro grupos de casos que reflejan bien la cuestión que ha de ser respondida. El deber de igualdad de trato de los socios por los órganos sociales; el régimen de las prestaciones accesorias; los llamados derechos individuales del socio – privilegios – o la prohibición de imponer nuevas obligaciones y, en fin, el régimen de la separación y exclusión de socios (no abordaré otra cuestión muy relacionada que es la sustitución del consentimiento del socio por un derecho de separación, pero las decisiones societarias en las que no se exige el consentimiento de los socios pero se les reconoce un derecho a separarse de la sociedad deben incluirse también en este conjunto de cuestiones). No vamos a ocuparnos de estos grupos de casos ahora. Da para un libro. Lo que interesa ahora es destacar lo que tienen en común. Son cuestiones “contractuales”, no cuestiones que pueden ser decididas mediante acuerdos sociales. Y es que una buena aproximación para contestar a la pregunta acerca de lo que queda sometido a la regla de la mayoría y la colegialidad pasa por plantearla de otra forma: los socios, al constituir la sociedad anónima o adquirir acciones consienten aplicar la regla de la mayoría a todos los asuntos que pueden ser objeto de un acuerdo de la sociedad. Aunque, como decimos, se trata simplemente de formular la pregunta de otra forma, resulta ahora más intuitivo que la regla de la mayoría – que los acuerdos sociales – sólo puede aplicarse a la gestión del patrimonio común incluyendo, naturalmente, las reglas que los socios han establecido para la gestión del patrimonio común (los estatutos sociales).
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