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En la parábola, un hombre noble, poderoso y muy rico se va de viaje y confía a varios sirvientes (se discute si son esclavos o algún tipo de empleados) una cantidad importante de dinero (un talento representaba – dice Bainbridge – “26 kg de plata y valía en torno a 6000 denarios. La paga anual de un legionario romano era 225 denarios” y, según cuenta Guarino, la dote de las hijas de Escipión el Africano era de 50 talentos cada una) sin, al parecer, decirles lo que tenían que hacer con él. Cuando vuelve del viaje y pide que le rindan cuentas, ya saben, alaba al que se arriesgó y reprocha al averso al riesgo haber escondido el dinero y devolvérselo intacto pero sin ganancia alguna.
Estos datos han llevado a algunos juristas a considerar que la parábola es de mucha utilidad en el examen de los deberes fiduciarios. El señor estaba pidiendo a los sirvientes que “jugaran por él” en relación con esas monedas de oro que les entregó y dejó a su discrecional juicio qué hacer con el dinero. O sea, los convirtió en fiduciarios suyos porque éstos, al aceptar el “encargo” estaban prometiendo utilizar su juicio de buena fe en el mejor interés de su señor en lo que al manejo de esos fondos se refiere decidiendo discrecionalmente cuál era el mejor empleo posible y evitando incurrir en conflictos de interés y, mucho menos, apropiarse de los bienes cuya administración en beneficio del señor se le habían entregado. Dice Bainbridge que la parábola de los talentos es un buen “caso” para distinguir entre el contenido proscriptivo y el contenido prescriptivo de los deberes fiduciarios.
La conducta del tercer siervo no suponía una infracción de las prohibiciones que pesan sobre el que soporta un deber fiduciario
El siervo se abstuvo de entrar en conflictos entre su interés personal y el deber hacia el señor que le había encargado el manejo de ese patrimonio (no conflict). Y el sirviente no se apropió en absoluto (no profit) de dicho patrimonio. Así que muchos dirían que no fue desleal.
Pero, aunque no fuera desleal, estamos seguros de que incumplió el encargo de su señor. Porque el encargo incluía un deber de actuar a cargo del sirviente. Si el señor les había dado ese dinero era para que “lo pusieran a trabajar”, esto es, para que lo invirtieran diligentemente, de manera que, como con los administradores sociales, el sirviente tenía obligación de “moverse” y “mover” el dinero y hacerlo – como todo – diligentemente, esto es, con la habilidad de una persona experimentada en la gestión de patrimonios o más bien, dadas las circunstancias del caso, con una diligencia quam in suis.
Hay aquí una cuestión interesante porque la interpretación que, de los hechos haría alguien que no es jurista es más bien que el pobre tercer sirviente que se lleva la bronca de su señor por haber escondido el dinero actuó así porque no se enteró del encargo que le estaba haciendo su señor.
Probablemente no solo era averso al riesgo y temía más a su señor que a una vara verde sino que no entendió qué quería el señor que el pobre sirviente hiciera con el dinero. Que se lo quitaran para dárselo al más avispado y exitoso de los sirvientes debió de resultar un alivio ya que nunca lo consideró suyo en primer lugar. Dice Bainbridge que, quizá, el señor representa a un comerciante y el sirviente a un agricultor. Que hay que hacer crecer el dinero es propio de la mentalidad del primero mientras que conservar las cosas – ahorrar – para gastarlas cuando su valor subjetivo haya aumentado es propio de la mentalidad del segundo. Un agricultor, en efecto, utilizaría el templo o un almacén para guardar el excedente para los años de malas cosechas. Un comerciante preferiría “guardar” el dinero en forma de bienes que pudieran transformarse en “más dinero” cuando fueran revendidos. En esa dirección apuntaría – dice Bainbridge – que en uno de los evangelios, el tercer sirviente entierra el dinero y en el otro lo guarda en un pañuelo y Mateo “castiga” al primero con la expulsión al infierno (“llanto y crujir de dientes”) y Lucas al suyo sólo quitándole el dinero. Quizá Bainbridge da más importancia que la que tiene al diferente castigo. Dice también que la calificación de los sirvientes como “fieles” debe entenderse en el sentido de leales y, por tanto, que su conducta invirtiendo los fondos fue la conducta debida por “leal”.
Si, a tenor del final de la parábola, el sirviente tenía un deber “de actuar en interés de la persona beneficiaria del deber fiduciario”, ¿significa esto que el deber de actuar de buena fe en el mejor interés de la sociedad que figura en el art. 227.1 LSC es un deber fiduciario?
Dice Bainbridge que, a la vista de la parábola, hay que deducir que el Derecho judío de la época de Jesús estaba más cerca del Derecho norteamericano (o el español) que considera que los deberes fiduciarios tienen contenido proscriptivo y prescriptivo que del australiano que, según Conaglen, sólo tiene contenido proscriptivo. El deber de actuar de buena fe en el mejor interés de la sociedad es un deber del administrador social también en Australia pero no se considera un deber fiduciario: “el señor – dice Bainbridge – creía claramente que sus sirvientes tenían una obligación de avanzar positivamente sus intereses o actuar en el mejor interés de su señor”.
Paz-Ares ha tratado de dar contenido a este deber prescriptivo. Si el poder que tiene el fiduciario es discrecional, es decir, cómo ha de ejercer sus facultades no está predeterminado, entonces es que el fiduciario tiene que “ejercer su propio juicio” y debe ejercerlo de buena fe, haciendo lo que cree que es mejor para el beneficiario y sin influencias ni de su propio interés en el asunto ni instrucciones o influencias indebidas de terceros distintos del beneficiario. Como dice Paz-Ares, nadie puede actuar “de buena fe” en pro de dicho interés del beneficiario si no lo hace ejerciendo un juicio independiente acerca de qué sea lo que mejor conviene a la sociedad y si no actúa de buena fe, lo hace deslealmente. No podemos enjuiciar la bondad moral de los resultados de las acciones. Solo podemos revisar el procedimiento que siguió el que tomó la decisión. El deber de actuar en el mejor interés de la sociedad incluye necesariamente un deber subjetivo o procesal. Así, podemos decir que la decisión del administrador no es una decisión adoptada “en el mejor interés de la sociedad” – en el interés social – “si la decisión se ha tomado en condiciones sospechosas, o sea, cuando no se han cumplido las reglas procesales que le proporcionan un puerto seguro”. Son estas condiciones sospechosas las de haber adoptado la decisión en conflicto de interés (transaccional) o, en general, teniendo algún interés particular en el asunto sobre el que decide el órgano social. Por tanto, (business judgment rule), el ordenamiento no revisará la decisión del administrador – considerará que actuó con independencia de juicio y en el mejor interés de la sociedad - cuando haya adoptado la decisión informada y desinteresadamente. Continúa Paz-Ares: “Pero aún así no será suficiente. Además, el ordenamiento le exigirá que haya actuado “de buena fe” (art. 226.1 LSC), es decir, que haya tomado la decisión en un estado psicológico determinado; que haya creído que la decisión adoptada era la mejor para la sociedad. Y nadie puede actuar de forma independiente si ni siquiera se cree que esté haciéndolo de forma independiente”.
Esto no significa – como han sugerido otros – que haya algo de paternalista en los deberes fiduciarios. Si el fiduciario ha de ejercer independientemente su juicio, éste le puede llevar a imponer su concepción de “lo mejor” para el beneficiario aún en contra de los deseos de éste. No hay tal peligro en el caso de los administradores sociales porque éstos tienen que seguir las instrucciones de los socios emitidas colectivamente mediante un acuerdo de la Junta (art. 161 LSC) lo que quiere decir que el contrato prevalece y excluye la existencia de deberes fiduciarios (v., el caso del reparto en cascada de los beneficios de la venta de la empresa social entre los distintos tipos de socios). Si hay contrato – o instrucciones dictadas de acuerdo con el contrato – ha de hacerse por las partes del contrato lo que diga el contrato. Y si es una relación de agencia, como la que existe entre administradores y socios, lo que digan los socios.
En realidad, una actuación del fiduciario en contra de los deseos del beneficiario sólo se producirá cuando el beneficiario no es, además, el que ha colocado al fiduciario en su posición de tal. Por ejemplo, cuando, para asegurar el bienestar de un hijo, el padre crea un fondo que manda administrar a su “heredera de confianza”. En tal caso, ésta administrará los fondos en el mejor interés del hijo pero no tendrá por qué atender a los deseos expresados por éste si considera de buena fe que satisfacer tales deseos no va en su mejor interés.
¿Por qué castiga el señor tan severamente al pobre sirviente?
Teológicamente, porque el sentido de la parábola es que debemos poner todas nuestras energías y capacidades en buscar el reino de los cielos, o sea, al servicio de Dios. Pero ¿jurídicamente? La razón – dice Bainbridge – quizá esté en que sancionar severamente la inactividad era necesario porque los sirvientes, en otro caso, no tendrían incentivos para trabajar duro sabiendo que sus amos no podrían determinar ex post si la falta de resultados se debió a su vagancia o a la mala suerte. Obsérvese que los administradores sociales tienen normalmente poderosos incentivos para trabajar duro y hacerlo diligentemente. Pero unos siervos – o esclavos –, no. Las penas por robar eran suficientemente aterradoras. Pero las penas por no trabajar no debían de ser tan eficaces para inducir el comportamiento deseado.
¿Cómo puede saber el señor si el sirviente que consiguió multiplicar los fondos a él confiados lo logró por su diligencia o, simplemente, porque tuvo suerte? Lo normal es que el dominus no pueda determinar, ex post, si el agente ha trabajado diligentemente. Sólo observa los resultados y éstos pueden deberse al esfuerzo desplegado o a la suerte (o mala suerte). Pero en la parábola, el pobre sirviente es tan simple que revela espontáneamente al señor que escondió bajo tierra el dinero que le había dado. Si hubiera sido astuto como los hijos de la luz, el sirviente habría contado un cuento al señor. Le habría dicho que se esforzó en aumentar el dinero pero que, finalmente, había tenido poca suerte y que, al menos, no había perdido el dinero que le habían confiado.
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