jueves, 8 de febrero de 2018

Cómo identificar una burbuja y no quedar atrapado

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Gárgola

La formación de una burbuja requiere que la gente tenga creencias diferentes (o heterogéneas) sobre el valor de los activos. Además, hace falta que el número de inversores potenciales en un activo aumente porque solo si el número es suficientemente elevado, podrán formarse creencias significativamente heterogéneas sobre su valor (si solo hay unos pocos inversores interesados, lo normal es que todos atribuyan el mismo valor al activo porque la información circulará rápidamente entre ellos y el activo se asigne rápidamente al que lo valora más). Por eso, la posibilidad de endeudamiento alimenta las burbujas. Si la gente puede endeudarse para adquirir el activo, el número de inversores potenciales aumenta. Y si el activo es de los que los particulares compran a crédito (como las casas), aún más. Noah Smith cuenta en esta columna de Bloomberg que hubo un profesor israelí llamado Zeira que ofreció un modelo “extremadamente simple que solo requiere que los inversores tengan creencias diferentes”, no ya sobre el valor del activo, como en los modelos más generalizados, sino “sobre el número de posibles inversores en ese activo que hay en el mundo”.

De este modelo, Zeira deduce que cada vez que se produce una liberalización financiera (es decir, se permite la inversión en un activo que antes no se permitía o se permite invertir en un activo a inversores que hasta ese momento tenían vedado el acceso o se permite a los inversores endeudarse para adquirir ese activo cuando antes no se les permitía el endeudamiento) es altamente probable que se forme una burbuja porque todos los inversores “recalcularán” al alza el volumen de nuevos inversores que compren el correspondiente activo. Eso es lo que pasó en España con la expansión territorial de las cajas que aumentó la capacidad de endeudamiento de los españoles interesados en adquirir una vivienda pero sin acceso al crédito antes de que la caja de ahorros de la otra punta de España llegara a su pueblo buscando clientes a los que dar crédito. Pues bien, dice Smith que la creación de criptomonedas es equivalente a una liberalización de ese tipo.

Lo más interesante no es, naturalmente, que las burbujas sean más frecuentes tras procesos de liberalización ni siquiera que sean una consecuencia inevitable de la liberalización (podemos imaginar que lo mismo ocurre en los ámbitos no financieros de la vida social). Lo interesante es que, si este es el origen de las burbujas, la falta de coordinación entre todos los –nuevos- inversores convierte a las burbujas en
un fenómeno financiero exclusivamente depredador: un equivalente natural y perfectamente legal de un esquema Ponzi que ocurre cada vez que una nueva clase de activos o un nuevo tipo de inversión se vuelve legal o tecnológicamente factible”
La aparición de estos nuevos inversores potenciales genera en todos los que participan en el mercado de ese activo incentivos para “no cooperar” en una suerte de juego de dilema del prisionero. Así, aunque muchos de los participantes crean que se trata de una burbuja, comprarán si creen que hay muchos inversores potenciales que todavía no han entrado en el mercado.

Es decir, adoptan su decisión de compra, no en función de sus creencias sobre el valor del activo, sino en función de las creencias que, sobre el valor del activo, imputan a otros y, cuanto mayor sea el número potencial de esos “otros”, más convencido estarán de que hay muchos otros que no creen que el activo esté sobrevalorado. Es más, aunque crean que hay otros que, como ellos, creen que es una burbuja, los incluirán también entre los inversores potenciales si les atribuyen un razonamiento semejante al suyo, más o menos así: si yo, que creo que es una burbuja, tengo incentivos para comprar porque sé que hay mucha gente que acabará comprando, tú, que también crees que es una burbuja, tienes incentivos para comprar si también sabes que hay mucha gente que acabará comprando. Con lo que el hinchado de la burbuja es aún mayor.

Cuando la información  es asimétrica, es decir, hay algunos que tienen “conjeturas más precisas que otros acerca de cuantos inversores potenciales existen”, las burbujas pueden provocar unos efectos redistributivos brutales, a costa de los que compran tarde “y a favor de los que compran temprano y venden temprano”. Pero esto no es lo que permite a Smith calificar las burbujas como fenómenos “exclusivamente depredadores”. Las burbujas son estafas ejecutadas descentralizadamente porque los que compran temprano no lo hacen porque crean que el activo se revalorizará. Lo hacen porque creen que hay muchos que comprarán el activo después que él. Es decir, alimentan la burbuja para ganar dinero, no con la revalorización del activo, sino con la entrada de nuevos inversores.

Esto ocurre con aquellos activos que, como ocurre con el oro, las criptomonedas o los tulipanes pero también con los sellos, el valor de uso del activo tiende a cero.

Y ni siquiera tienen que tener mala conciencia porque saben que muchos de los demás inversores son especuladores como ellos pero menos listos y otros son gente como Noah Smith que aunque también saben que es una burbuja y no saben cuántos inversores potenciales hay, compran cantidades pequeñas del activo por si los apocalípticos tuvieran razón y las monedas fiat y el sistema monetario mundial se va al carajo.

La moral del Derecho y la moral del Resentimiento


Balthus, Teresa soñando


"...cuando el arte se constituyó, en el siglo XIX, como una jurisdicción independiente de los poderes políticos, económicos, religiosos o “morales”… puede exigirse que la producción y la valoración de las obras de arte se lleve a cabo en función de criterios exclusivamente estéticos que nada deban para su legitimación a otras esferas del juicio


la única idea admisible de progreso moral es la que… lo hace consistir en el cese de ese enfrentamiento interminable que, en los inicios de nuestra cultura (y también, por cierto, en los de otras culturas), las antiguas tragedias griegas describieron como la sangrienta rueda de las venganzas … sustituido por la aceptación por parte de los contendientes de una ley común a cuya justicia se someten de manera incondicional. Como explicó Nietzsche en La genealogía de la moral, en el momento en el que eso ocurre la humanidad abandona la jurisdicción de la naturaleza y entra en una inédita “situación de derecho” que permite considerar de modo impersonal las acciones: la justicia solo tiene ojos para la acción del pedófilo o del ladrón, pero es ciega a la identidad personal de su autor, a quien no castiga por lo que es sino por lo que hizo; así queda superado lo que Nietzsche llamó “el punto de vista del perjudicado” y, con él, “el insensato furor del resentimiento”.

toda regresión moral ha de implicar una decadencia de los citados mecanismos de justicia y la consiguiente inclinación a reponer el controvertido modelo de la venganza y de la lucha por la superioridad moral… la “irresistible ascensión” de los conflictos de identidad como plataforma de lucha política,… hoy esos conflictos “profundos” de poder se han convertido en su mayoría en batallas cuyo trasfondo ya no es la igualdad, como lo era en los proyectos de corte socialista, sino la diferencia que compone la marca identitaria de cada uno de los adversarios, cuyas acciones han dejado de ser impersonales porque la justicia ha dejado de ser ciega a la identidad privada de los antagonistas: ahora se levanta la toga al juez y se le pide que pondere, no ya la cualidad de una acción, sino la identidad del agente

Esta nueva estrategia subvierte por completo lo que, en las frases antes citadas… Cuando (la ley común)… desaparece y en su lugar se instalan las identidades irreductiblemente antagónicas, los adversarios en litigio dejan de confiar en la justicia (pues su “diferencia” no se deja constreñir a la igualdad ante la ley) y aspiran a recuperar el derecho de la víctima a la venganza, que no persigue la justicia sino la humillación del enemigo y que… quiere corregir a la luz de su identidad menoscabada cada error de la historia, incluida la historia del arte.

desde el momento en que el arte se desliza hacia una legitimación que se pretende más política y moral que estética o artística, es prácticamente inevitable que quede desarmado ante los argumentos que, como la pretensión de censurar el cuadro de Balthus se apoyan en las mismas razones morales y políticas y en las mismas intachables causas a cuyo servicio se ponen las obras"

José Luis Pardo, El insensato furor del resentimiento, Letras Libres, febrero 2018

¿Deberes fiduciarios de los administradores hacia los acreedores sociales en la proximidad de la insolvencia?

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Foto: Sorolla

Dice Recalde (La prueba en la regla de la discrecionalidad empresarial (<<business judgment rule>>), Liber Amicorum Rodríguez Artigas/Esteban Velasco, Madrid 2017, pp 1051 ss., p 1054-1055
“los deberes de los administradores en la gestión de una empresa que se encuentra con dificultades económicas o en la proximidad de la insolvencia. No se discute que, una vez declarado el concurso, los administradores deben gestionar la masa activa en interés del concurso, maximizando su valor en beneficio de los acreedores (art. 43 LC). En este caso se produce un cambio en el parámetro conforme al cual los administradores deben administrar la sociedad (duty shifting). Menos clara es la respuesta si, antes del concurso, la empresa entra en crisis y se prevé que la situación desemboque en insolvencia, incluso aunque ésta no se haya producido y podría evitarse. Algunos textos legislativos internacionales no vinculantes e incluso propuestas en el Derecho comparado alteran el parámetro de enjuiciamiento de la actuación de los administradores, ya que se entiende que esa gestión debe encaminarse a evitar la insolvencia (wrongful trading), lo que supone que la tutela de los acreedores prevalezca frente a los intereses de los socios. 
Este modelo estaba latente en las normas que hacían a los administradores responsables del déficit de la sociedad insolvente incluso, según la interpretación más rigurosa, cuando no se consideraba necesario demostrar la relación de causa a efecto entre las conductas tipificadas (arts. 165 y 172 bis LSC) y la insolvencia. La ley 17/2014 matizó esta postura extrema al establecer que los administradores responderían si efectivamente causaron o agravaron la incapacidad de la sociedad para afrontar sus obligaciones, de acuerdo con criterios clásicos de imputación de la responsabilidad indemnizatoria por daños. Este tipo de planteamientos también está presente en la presunción de culpabilidad de los administradores (e incluso de los socios) si no facilitan soluciones que eviten la insolvencia o atenúan sus efectos (art. 165 LSC). 
Pero últimamente tienden a extenderse las tesis que obligan a gestionar la sociedad atendiendo a los intereses de sus acreedores. La Propuesta de directiva de reestructuración y Segunda Oportunidad (artículo 18) se corresponde precisamente con un cambio en la dirección de la gestión que los administradores deben seguir, según una concepción para la que el interés de la sociedad se subordina al de los acreedores.

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miércoles, 7 de febrero de 2018

¿Puede liberarse a los administradores de responsabilidad por negligencia?

Louise de Zan


Foto: Louise de Zan


La respuesta corta es sí. Sin duda. Sí se puede. Pasemos página. La cosa no da para más.

En la entrada anterior hemos advertido a los profesores jóvenes del peligro de pretender ser originales. Es probable que esos intentos conduzcan al desastre. Lo que parecen ideas son ocurrencias y, la mayor parte de las veces, disparates. O, como dice el refrán, lo más probable es que lo bueno que usted diga no sea nuevo y que lo nuevo no sea bueno. Simplemente, alguien joven no está en la mejor posición para decir nada original salvo que se le dé “por añadidura” como resultado de haberse estudiado una cuestión concreta en profundidad, leyendo a los mejores y sin hacer trampas intelectuales. La más frecuente es la de no refutar las posiciones argumentadas por otros limitándose a decir que uno es de otra opinión. Si uno es de otra opinión tiene que aportar argumentos que refuten lo que dijo el otro con el que no se está de acuerdo.

Así que no se cansen de leer a los que estudiaron la cuestión con más tino y profundidad. Porque en el interim se puede hacer mucho daño y legitimar las posiciones que benefician a los más poderosos (como dice un colega mío que, dado su estilo de vida, es el más improbable para decirlo), esto es, a los más ricos o a los clérigos mejor organizados. Pregúntese a quién beneficia y a quién perjudica sostener una determinada posición en relación a cuestiones aparentemente tan inocuas como si puede pactarse en los estatutos sociales que la junta se reúna donde quieran los socios o si las juntas pueden celebrarse por escrito y sin sesión. De la prohibición de tales cláusulas estatutarias, los socios y las sociedades solo salen perjudicadas ¿quién se beneficia de impedir a la gente pactar lo que le dé la gana en sus contratos? Sin darse cuenta, los profesores universitarios se convierten en tontos útiles a los grupos de presión mejor organizados y menos legítimos. Lo de tontos útiles está justificado porque ni siquiera se enriquecen en el camino.

Pues bien, la respuesta afirmativa a la pregunta que da título a esta entrada es obvia. Es incluso ofensivo que alguien publique, en 2018 un trabajo dedicado a poner en duda que, en una sociedad, los socios puedan acordar en los estatutos que los administradores no respondan frente a la sociedad (no vengan obligados a indemnizar a la sociedad los daños que ésta sufra como consecuencia de la conducta gestora de los administradores realizada negligentemente, esto es, omitiendo la diligencia que cabe exigir a un empresario-profesional, que todo hay que aclararlo). Es ofensivo porque no hay duda de que en Derecho Civil español, la responsabilidad por negligencia queda dentro del ámbito de la autonomía privada y de los pactos que los particulares pueden incluir en sus contratos. Así pues, los socios pueden pactar en los estatutos que los administradores no respondan por negligencia, solo por daños dolosos causados a la sociedad en el ejercicio de su cargo o, lo que resulta equivalente, porque infrinjan el deber de lealtad. Recalde (citando a Gandía y Juste) resume lo que debería ser doctrina unánime entre nuestros profesores de Derecho:
"A diferencia de la normativa imperativa que regula el deber de lealtad, la responsabilidad por infringir el deber de diligencia es dispositiva. Son, por tanto, lícitas las cláusulas estatutarias que modifican lo previsto en la ley liberando a los administradores de responsabilidad por una actuación con culpa (no por dolo) o en los supuestos que fijen los estatutos. El carácter dispositivo del régimen se justificó en la licitud general del pacto que libera de responsabilidad por un incumplimiento negligente (art. 1103 CC). Estas previsiones estatutarias también deben admitirse en consideración a la posibilidad de que la sociedad pueda transigir o renunciar a la acción social de responsabilidad (art. 238.2 LSC) o que la responsabilidad civil por los daños que los administradores causaran a la sociedad puede asegurarse" 

Bueno, pues parece que no es tan obvio. El autor considera que
“la responsabilidad por la violación del deber de diligencia no puede quedar en manos de las partes y sigue teniendo un régimen imperativo, como lo era hasta la reforma introducida por la ley 31/14… (como se deduce de)… la propia voluntad del legislador manifestada expresamente en el artículo 236.2 LSC”
Tal afirmación se monta sobre la base de refutar un argumento a contrario que – en lo que conocemos – nadie ha hecho nunca. A saber: que puede argumentarse el carácter imperativo del deber de diligencia porque no puede afirmarse su carácter dispositivo extrayendo un argumento a contrario del art. 230.1 LSC que dice, como es sabido, que el “régimen relativo al deber de lealtad y a la responsabilidad por su infracción es imperativo”.

Es obvio que el hecho de que el legislador haya dicho que el régimen del deber de lealtad es imperativo no quiere decir, a contrario, que el régimen de cualquier otro deber, incluyendo el de diligencia, no lo sea. El autor dice, sin embargo, metiéndose en una discusión difícil de seguir acerca de cómo debe utilizarse el argumento a contrario
“De la afirmación sobre la imperatividad del régimen del deber de lealtad sólo se sigue (el autor dice “no se sigue más que el mismo”, pero esta forma de expresarse hace casi incomprensible el argumento) que el deber de lealtad es imperativo… pero para derivar de ello que el régimen de diligencia sea dispositivo, necesitamos que la imperatividad esté conectada bicondicionalmente con el deber de lealtad, lo que permitiría determinar que cualquier deber de los administradores que no fuera el deber de lealtad sería dispositivo”
Alguien más prudente hubiera dejado a un lado el argumento a contrario. El argumento a contrario lo carga el diablo como saben los que hayan seguido, por ejemplo, la discusión sobre la interpretación de los artículos 325 y 326 C de c sobre la compraventa mercantil.

Porque, efectivamente, es una obviedad que el hecho de que el art. 230.1 LSC diga que el régimen del deber de lealtad sea imperativo no se sigue que el régimen legal del deber de diligencia sea dispositivo. Basta con no ser un imbécil para evitar deducir semejante conclusión. Es como decir que del hecho de que las mujeres puedan quedarse embarazadas se deduce que los hombres no pueden quedarse embarazados. Los hombres no pueden quedarse embarazados, pero no porque lo deduzcamos a contrario del hecho de que las mujeres sí pueden quedarse embarazadas. Lo deducimos de la anatomía y fisiología de los varones que hacen imposible albergar un feto humano en su seno.

Si le hemos entendido bien, el autor asume que, hasta la reforma de 2014, la LSC regulaba imperativamente el deber de diligencia y que, en dicha reforma, al incluir la business judgment rule se “relajó” en alguna medida tal imperatividad (el autor no se aclara con el significado de la business judgment rule, tal vez se hubiera aclarado si hubiera leído esto).
“No parece fácilmente defendible que, tras haber disfrutado desde la reforma de 1989 de un régimen imperativo sin zonas de protección de la actuación de los administradores, cuando el legislador decide expresamente una atenuación parcial – para determinadas decisiones – se entienda que la misma va acompañada, simultáneamente, de la configuración de todo el régimen jurídico del deber de diligencia con el carácter de dispositivo. Para lo cual, además, debemos extraer esa conclusión a través del argumento a contrario”.
Despleguemos los errores que, parece, incluir el autor:

No es cierto que el régimen de la responsabilidad de los administradores sociales fuera imperativo desde 1989. Como la lectura del trabajo de Paz-Ares demuestra, la posición de Alonso Ureba y otros profesores de la escuela institucionalista del Derecho de Sociedades contradecía frontalmente los principios más básicos de nuestro derecho de la responsabilidad contractual y carecía de más base que la de decir que todo el Derecho de Sociedades Anónimas era imperativo, por influencia indebida, sin duda, del Derecho alemán de sociedades anónimas. Lo triste es que nuestros profesores sólo estudiaran el derecho alemán de sociedades anónimas y no estudiaran el derecho alemán de sociedades limitadas y, más triste aún que, no contentos con “importar” indebidamente el derecho de sociedades anónimas alemán, lo extendieran a las sociedades limitadas una vez “recibido” dentro de nuestras fronteras jurídicas. “Disfrutamos” de facto, gracias a estos profesores y al Registro mercantil, del Derecho de sociedades más imperativo del mundo aunque, en sus normas legales, sea uno de los más respetuosos con la autonomía privada. 

2º Tampoco es cierto que, en 2014, el legislador decidiera “atenuar” la responsabilidad de los administradores al consagrar legislativamente la business judgment rule. Como ha explicado toda la doctrina, la regla estaba “vigente” en Derecho español y así lo prueba la existencia de sentencias de nuestros tribunales que la aplicaban antes de 2014.

3º Si la business judgment rule no “dispositiviza” la responsabilidad por negligencia – porque el régimen de ésta era ya dispositivo antes de 2014 – difícilmente puede extraerse consecuencia alguna respecto al carácter imperativo o dispositivo de la responsabilidad por negligencia de los administradores sociales de dicha regla.

El carácter dispositivo de la responsabilidad por negligencia no se extrae, por nadie, de un argumento a contrario. Lo que sucede con la imperatividad del deber de diligencia es que, dado que éste y el deber de lealtad están regulados en el mismo capítulo de la Ley y que el legislador se ha molestado en “declarar” el carácter imperativo del régimen del deber de lealtad, cabría haber esperado que si el legislador consideraba que también el régimen del deber de diligencia es imperativo, hubiera establecido idéntica regla en el precepto correspondiente. Y no lo ha hecho. Y no lo ha hecho porque el legislador es más sabio que los profesores de Derecho y, sobre todo, más prudente. Y la responsabilidad por negligencia está regulada legalmente en nuestro Derecho con carácter general desde hace casi 150 años y nadie, nunca ha tenido la más mínima duda de que las partes de un contrato pueden excluir la responsabilidad del deudor por los daños que hubiera causado negligentemente al acreedor con el límite en la culpa grave (o no) cuando ésta deba equipararse al dolo. De la prohibición de excluir la acción por dolo sí que podemos hacer un argumento a contrario para deducir que se puede excluir la acción por negligencia (art. 1102 CC). ¿A qué viene resucitar la cuestión en relación con la responsabilidad de los administradores de una sociedad?

El autor concluye el trabajo metiéndose en otro jardín y es éste el de distinguir entre culpa y antijuricidad. No nos aclara si considera si la antijuricidad es un requisito de la responsabilidad o no. Si antijuricidad es infracción de una regla de conducta debida, no necesariamente debemos imponer responsabilidad – indemnización de los daños causados – a cualquiera que causa un daño infringiendo una regla de conducta. Exigimos, normalmente y además que haya un criterio de imputación subjetivo del daño a la conducta, esto es, que haya mediado una conducta negligente – culpa – o que el dañante haya elevado el riesgo de que se produzca el daño etc.

El lío entre infracción del deber de diligencia y responsabilidad puede aclararse si distinguimos adecuadamente entre el patrón de diligencia y el patrón de responsabilidad.

Para entender esta distinción ha de partirse de que no hay un deber de diligencia – como no hay un deber de lealtad – en el sentido de “contenido de una conducta” debida. Los administradores sociales deben a la sociedad su dedicación (trabajo, esfuerzo) a gestionar los asuntos sociales. Como el trabajador debe su fuerza de trabajo al empleador. No deben diligencia, deben su fuerza de trabajo, su tiempo y su atención. Por eso, la discusión sobre las "manifestaciones" del deber de diligencia es tan difícil de seguir. Por ejemplo, ¿llevar la contabilidad es una concreción del deber de diligencia o más bien es una concreción del deber de administrar una compañía? Llevar "bien" la contabilidad, esto es, disponer de un departamento de control financiero según el tamaño de la empresa; tener empleados que se sepan el Plan General de Contabilidad;, revisar los apuntes contables, contratar un auditor externo etc son concreciones del patrón diligente de llevanza de la contabilidad. Cuando nos preguntamos si los administradores han sido o no diligentes no nos preguntamos acerca de si debían o no haber llevado contabilidad de las operaciones realizadas por la empresa. Llevar la contabilidad es parte de la prestación debida por el administrador a la compañía. Llevarla correctamente, esto es, de forma que se asegure que la contabilidad refleja la imagen fiel del patrimonio social es indicación de que el administrador ha realizado su prestación como gestor de la empresa social "diligentemente". 

Es decir, ese trabajo, dedicación o esfuerzo de gestión de la empresa han de llevarlo a cabo (han de ejecutar su prestación) de forma diligente (y leal). Diligente quiere decir poniendo el cuidado y adoptar las medidas que pondría y adoptaría una persona que se dedicara profesionalmente a gestionar los negocios de otro (lex artis en la medida en que la haya). Con la referencia al patrón del “gestor profesional” se hace referencia al patrón de diligencia. 

El “patrón de responsabilidad” da respuesta a otra cuestión y es ésta la de determinar cuándo ha de indemnizar el administrador a la sociedad los daños que cause al patrimonio de ésta como consecuencia de su conducta como “gestor profesional” de los negocios sociales. El patrón de responsabilidad, en la ley española es el de culpa o negligencia. El administrador deberá indemnizar a la sociedad los daños que ésta haya sufrido como consecuencia de su actuación cuando haya gestionado los negocios sociales sin la diligencia que cabría haber esperado de un gestor profesional de negocios ajenos.

De esta exposición se deduce con claridad que tanto el legislador como las partes (la sociedad y sus administradores) pueden disociar el patrón de diligencia y el patrón de responsabilidad. Pueden mantener el primero (el administrador debe gestionar los asuntos sociales – ese es su deber – y debe hacerlo como lo haría un gestor profesional) y rebajar el segundo (si el administrador causa daños a la sociedad, ésta sólo podrá reclamarle que le indemnice los daños causados por las conductas gestoras realizadas de forma gravemente negligente o dolosa). En esta entrada ponemos varios ejemplos de disociación legal de ambos patrones de diligencia y responsabilidad.
Comparen la exposición que se acaba de realizar con el siguiente párrafo:
“El deber de diligencia es la delimitación del deber objetivo de cuidado. Si suprimimos este deber, la sociedad estaría autorizando la causación del daño. Como el deber de diligencia es el deber objetivo de cuidado, la culpa es la ausencia de ese deber. Por ello, no parece que podamos autorizar la culpa o la negligencia. Lo que sí podemos es exigir, para la responsabilidad , un determinado grado de reproche objetivo (dolo, culpa grave o culpa leve) sin el cual no se indemniza al perjudicado. Nadie contrata una prestación para que el otro sea negligente en su ejecución. Eso quebraría el sinalagma porque lo comprometido no puede realizarse inadecuadamente. La exoneración, la atenuación y la disponibilidad puede disponerse en sede de responsabilidad pero no puede hacerlo en sede del deber con el que se ha de realizar, y es siempre exigible, la prestación prometida… El problema se encuentra en que el artículo 236 LSC prohíbe modificar el régimen de responsabilidad, por lo que no es aplicable el artículo 1107 CC. No cabe alterar los deberes sin afectar a la propia imputación lógica y no podemos alterar la responsabilidad por prohibirlo el art. 236 LSC.
1º Se mezcla indebidamente el contenido de la prestación (la puesta a disposición de la fuerza de trabajo, el trabajo mismo, la entrega de la cosa) y la ejecución de la conducta debida (trasladar una mercancía de lugar por ejemplo) con la “calidad” del desempeño. No hay un deber de diligencia en el primer sentido. Sólo en el segundo.

2º Que el acreedor tenga derecho a esperar un comportamiento diligente explica por qué el art. 1103 CC dice que hay acción/responsabilidad por negligencia, esto es, que, en principio, se responde de los daños causados por actuar negligentemente al ejecutar la prestación debida, pero eso no significa que no pueda excluirse contractualmente la responsabilidad (repito, responsabilidad aquí significa deber de indemnizar los daños).

3º Cuando se excluye la responsabilidad por negligencia no se está “autorizando la culpa”. Se está eliminando la consecuencia legal que se sigue de la ejecución negligente de la prestación: la responsabilidad. Por tanto, si se pacta que el deudor negligente no responde no se está quebrando ningún sinalagma. El deudor sigue debiendo la prestación. Simplemente, no ha de indemnizar los daños al acreedor que resulten de su comportamiento negligente.

Pero, ¿se deduce del paso destacado en negrita que el autor piensa igual que todos los demás? ¿que la responsabilidad por negligencia es disponible por las partes? No.

A partir de la confusión que hemos denunciado supra 1º, afirma que el art. 236 LSC ha de interpretarse en el sentido de que prohíbe excluir la responsabilidad por negligencia del administrador. No vemos cómo tal conclusión es posible. El sentido del art.236.2 LSC es evitar que los administradores puedan librarse de su responsabilidad con el expediente de “endosar” a los socios las decisiones que deben tomar ellos de acuerdo con la distribución de competencias). Como la decisión de la junta se adopta por mayoría, la regla es bastante sensata ya que los intereses sociales de la minoría podrían verse dañados por la “condonación” de la deuda indemnizatoria que surge a favor de la sociedad como consecuencia de la conducta dañosa y negligente de los administradores. El autor lo explica de una forma que nos resulta difícilmente comprensible. Así que hemos simplificado el texto de la página 1043)
“(la no) exoneración de responsabilidad de los… administradores… porque el acto lesivo haya sido adoptado, autorizado o ratificado por la junta general… no es un problema de culpa sino de antijuricidad. Si (son los administradores los que)… manejan el riesgo y el curso causal lesivo… el daño debe serles imputable (y el precepto)… priva de eficacia… al consentimiento de la sociedad (para exonerar de responsabilidad a los administradores) (que)… no despliega efecto alguno, impidiendo que (la sociedad)… disponga libremente… de la tutela de los intereses societarios… el legislador priva de eficacia exoneratoria a su consentimiento (para)… asumir los riesgos lesivos derivados de la conducta de los administradores… la actuación lesiva no puede autorizarse y de hacerse conlleva la asunción de los resultados por cuenta y riesgo de los administradores…
… Por lo tanto, aunque la junta haya aceptado no ejercer acciones de responsabilidad, sí podrán hacerlo los accionistas minoritarios”
Esto es erróneo. El art. 236.2 LSC no se ocupa de la regulación estatutaria o contractual (en el contrato de administración) de la responsabilidad de los administradores frente a la sociedad. El precepto aclara una obviedad: que los que no pueden disponer del interés social tampoco pueden hacerlo del crédito contra los administradores derivado de su conducta dañosa y culpable.
Prueba de ello es que el art. 238.2 LSC dice expresamente que
En cualquier momento la junta general podrá transigir o renunciar al ejercicio de la acción, siempre que no se opusieren a ello socios que representen el cinco por ciento del capital social.
Este precepto deja nítidamente claro que exigir la responsabilidad por negligencia (o sea, reclamar la indemnización de los daños) está en manos de los socios. Es impepinable, en consecuencia, que la responsabilidad de los administradores es dispositiva. Obsérvese que el precepto dice que los socios pueden renunciar no solo  a la indemnización sino también al ejercicio de la acción.

El autor no cita el art. 238.2 LSC pero sí la malhadada STS 20 julio de 2010 que ha quedado como una especie rara porque permitió el ejercicio de una acción de responsabilidad contra los administradores por las consecuencias dañinas para la sociedad que se derivaron de una decisión de los administradores adoptada con el acuerdo de todos los socios. ¿Quién podría exigir la responsabilidad de los administradores si no hay socios legitimados para interponer la demanda correspondiente? En el caso, fueron socios que adquirieron acciones con posterioridad a la decisión dañina y unánime. En una sentencia mucho más reciente, el Supremo se ha olvidado de esa sentencia y ha dicho, sensatamente, que si los acuerdos que se dicen dañinos fueron aprobados por unanimidad por todos los socios, los socios posteriores no pueden impugnarlos ni exigir responsabilidad a los administradores. Pero la sentencia de 20 de julio de 2010 no es relevante para esta cuestión porque no se discutió si los administradores habían incumplido sus deberes de gestión de la empresa social negligentemente o si habían sido desleales. Lo que se discutió es si el acuerdo de repartirse unos “bonus” entre los directivos – que fue ratificado por todos los socios – era contrario al interés social. Nada que ver con daños causados por la gestión negligente de la compañía.

Alfredo Muñoz García, La disponibilidad de lege lata del deber de diligencia de los administradores, Liber Amicorum Rodríguez Artigas/Esteban Velasco, p 1023 ss.

lunes, 5 de febrero de 2018

Cuestiones pendientes relativas al contrato entre la sociedad y el consejero-delegado

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Foto: @thefromthetree

En el blog nos hemos ocupado a menudo del contrato entre el consejero-delegado y la sociedad (v., entradas relacionadas) y lo hemos hecho recientemente para resumir y comentar un trabajo de Campins y Juste sobre el particular y alguna resolución de la Dirección General de Registros y una sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona. Estas entradas me habían llevado al convencimiento de que podíamos “pasar” a otros temas porque se había alcanzado un consenso satisfactorio sobre bastantes de los problemas que plantea la retribución de los administradores ejecutivos. 

Para el que no esté al tanto, la mejor forma de empezar pasa por leer el trabajo de Paz-Ares titulado “El enigma de la retribución de los consejeros ejecutivosInDret, 2009 y, modestamente, esta entrada del Almacén de Derecho titulada expresivamente “Adiós a la teoría del vínculo” además del trabajo de Campins y Juste citado.

¿Qué debería estar completamente resuelto?


Al menos, las siguientes cuestiones
  1. La teoría del vínculo (imposibilidad de que existan dos relaciones contractuales entre  el administrador ejecutivo y la sociedad) debe ser abandonada: el administrador ejecutivo está unido a la sociedad por un doble vínculo, uno cuyo contenido es la relación de administración y el otro cuyo contenido es el desempeño de las funciones ejecutivas
  2. La segunda relación – desempeño de funciones ejecutivas – en la medida en que se refiere al desempeño, por delegación del consejo, de las funciones de éste, es una relación entre el ejecutivo y el consejo que tiene, en consecuencia, carácter laboral de alta dirección porque hay, normalmente, dependencia y ajenidad. Sólo en el caso de que el consejero-delegado sea, además, titular de una participación de control en el capital social, podría modificarse esta conclusión.
  3. La retribución del consejero delegado se fija por el Consejo, no por los estatutos sociales, los cuales se ocupan, naturalmente, de la retribución de los administradores “en cuanto tales”.


Cuestiones dudosas son, al menos, las siguientes


  1. Si es imprescindible la documentación de la relación entre la sociedad y el consejero-delegado en el caso – no poco frecuente en sociedades cerradas – de que el puesto de consejero-delegado no sea retribuido
  2. Si es acertado requerir una mayoría de 2/3 no solo para la delegación de funciones sino también para la aprobación del contrato con el consejero-delegado
En lo que sigue, trataremos de dar respuesta a estas dos cuestiones y para ello utilizaremos como guía el trabajo de Cristina Guerrero Trevijano, La retribución de los consejeros ejecutivos en sociedades cerradas, Liber Amicorum Rodríguez Artigas/Esteban Velasco, tomo I pp 975 ss. Lo utilizaremos porque la autora abre de nuevo todas las cuestiones enumeradas como resueltas, por lo que creemos conveniente reafirmar las posiciones que hemos venido manteniendo hasta ahora aconsejando a nuestros jóvenes profesores que no traten de ser originales. Las innovaciones se les regalan “por añadidura” a los que siguen a los mejores en el estudio de las cuestiones difíciles. 

¿Debe figurar en los estatutos el sistema de retribución del consejero-delegado y ser aprobado por la Junta el contrato de delegación? Aunque ella lo aborda en último lugar, comenzaremos por reafirmar que como ha dicho la Audiencia Provincial de Barcelona, la mayoría de la doctrina y la DGRN,

La retribución del consejero-delegado no tiene que figurar en los estatutos sociales


La autora, sin embargo, afirma que
“la existencia de una retribución adicional a los consejeros ejecutivos debe constar estatutariamente, independientemente de que el contrato de delegación concrete el contenido de la misma tanto desde la perspectiva de los deberes y derechos de las partes como especialmente en lo que respecta a la remuneración por el desempeño de tales funciones. Y ello porque… las retribuciones variables no serán la vía habitual de retribución de los consejeros no ejecutivos y si lo serán, en cambio para los ejecutivos”
El argumento es que en los artículos 218 y 219 LSC se regula la retribución de los administradores por medio de participación en beneficios y entrega de acciones de modo que si se va a dar al consejero-delegado una participación en beneficios o se le van a entregar acciones, como éstas formas de retribución “a los administradores” han de constar en los estatutos y aprobadas por la junta
“no será válido el contrato de delegación que contemple una retribución por alguno de estos sistemas si no está expresamente previsto en los estatutos”.
Esta forma de razonar es ilógica ya que presume lo que ha de ser demostrado. Presume que la retribución del consejero-delegado por las funciones ejecutivas es retribución en su condición de administrador y el legislador ha dejado claro, justamente, que no lo es cuando ha dicho, en el art. 217.2, al establecer los sistemas de retribución que pueden ser percibidos “por los administradores en su condición de tales” entre los que se incluyen, precisamente, la participación en beneficios y la entrega de acciones. Por tanto, es obvio que el legislador no se está refiriendo a la retribución con esa forma por el desempeño de las funciones ejecutivas. Para que pueda percibir cualquier retribución por el desempeño de tales funciones es necesario y suficiente que estén previstas en el contrato de delegación (v., art. 249.4 LSC donde se contiene la sanción que consiste en que el ejecutivo
“no podrá percibir retribución alguna por el desempeño de funciones ejecutivas cuyas cantidades o conceptos no estén previstos en ese contrato”).

La retribución que recibe el consejero-delegado por el desempeño de funciones ejecutivas no es “una retribución adicional”


Una retribución adicional es la que recibe el consejero que es miembro de una comisión del consejo respecto de la que recibe cualquier otro consejero o la que recibe el presidente – chairman – del consejo. Las cantidades que recibe como tal sí que son retribución adicional. Pero las funciones ejecutivas son un aliud respecto de las tareas que desempeña un miembro de un consejo de administración. En el consejo, cuando hay delegación de funciones, el consejo se “transforma” en un órgano de supervisión y deja de ser un órgano de gestión (en realidad es metafísicamente imposible que un órgano colegiado desempeñe de forma permanente funciones ejecutivas pero en fin).

Para demostrarlo basta con señalar que se trata de retribuciones por funciones que se realizan fuera del ámbito de funcionamiento del órgano colegiado. Cuando hay consejo de administración (lo que ha llamado Paz-Ares administración “compleja”), los administradores “en cuanto tales” son miembros de un órgano colegiado y sus deberes, funciones y retribución se determinan por su actividad en el seno del órgano colegiado, es decir, por su participación en el mismo. Los consejeros no son “nada” fuera del órgano que es el consejo de administración y el consejo, como todo órgano colegiado, no puede actuar – tomar decisiones – sino en forma de acuerdos. Por tanto, las funciones ejecutivas no pueden ser desarrolladas por los miembros del consejo en su condición de tales. Necesitan, o bien ser nombrados directivos de la compañía y recibir el mandato - y, en su caso, el poder de representación - correspondiente, o bien que se produzca una delegación de las funciones del órgano en su favor. La comparación con el nombramiento de un empleado para desempeñar funciones ejecutivas demuestra con claridad que los administradores ejecutivos tienen un doble conjunto de funciones: las que les corresponden en cuanto miembros del órgano colegiado y paridad con los demás miembros y las que les corresponden – las ejecutivas – en virtud de la delegación de facultades y su designación para el cargo.

Como explica Recalde (Liber Amicorum Rodríguez Artigas/Esteban Velasco, p 1056) en relación con la responsabilidad por daños causados por los administradores a la sociedad derivados de su gestión negligente de la compañía (Recalde llama la atención sobre la posibilidad de que la reforma del consejo en las sociedades cotizadas haya podido alterar las reglas sobre responsabilidad solidaria de los miembros del consejo en función del reparto de funciones entre los miembros del consejo fijado en el Reglamento del Consejo, por ejemplo).
"Si son varios los administradores y actúan colegiadamente, todos responden de forma solidaria cuando intervinieron en la adopción del acuerdo o en la realización del acto lesivo (art. 237 LSC). ... la colegialidad presupone que los cometidos de cada uno son homogéneos. Esto permite imputar colectivamente la responsabilidad a todos los consejeros. En caso de una delegación de facultades, esa homogeneidad desaparecía. Por ello, los consejeros que carecen de facultades delegadas no deberían responder por actos que sólo serían imputables a los consejeros que tienen funciones ejecutivas y en quienes se delegaron las facultades inherentes a tales funciones. Para exonerarse de responsabilidad, el administrador sin facultades delegadas no necesitaría probar que no participó en el acto y se opuso a él. La delegación de facultades tiene eficacia ad extra, como consecuencia del carácter constitutivo de la inscripción en el Registro Mercantil (art. 249.2 in fine LSC). En este sentido, la inscripción es necesaria para exonerarse de responsbilidad. En cambio la distribución de funciones entre los consejeros se sitúa en el ámbito de la organización interna del consejo, no es objeto de publicidad y, por tanto, no se puede oponer a los terceros (art. 245 LSC)… no rompería la solidaridad. El administrador que no intervino en el acto enjuiciado y luego fue condenado sólo pod´ria reclamar en vía de regreso contra quien personalmente causó el daño”.

Por tanto, la autora debería repensar afirmaciones tan rotundas como la que sigue:
“Los administradores con funciones ejecutivas no son distintos de los demás administradores… Existe una única categoría de administradores, lo que no impide que… unos u otros tengan atribuidas distintas competencias, asuman una responsabilidad mayor… y perciban un plus de retribución porque su dedicación es mayor (retribución)… aprobada en los estatutos… y… por la junta”
No es sólo que esta afirmación es contraria a la Ley. Es que, de lege ferenda es un mal consejo al legislador. Dice la autora que la inclusión en los estatutos – del sistema de retribución del consejero-delegado – y la aprobación por la junta de la retribución concreta es la única forma disponible para los socios de controlar la retribución de los consejeros delegados. Pero esto no es correcto.

En primer lugar, el contrato de delegación aprobado por el consejo puede ser impugnado por los socios que tengan un 1 % del capital social (art. 251.1 LSC) si la retribución es excesiva o injustificada (“tóxica”).

En segundo lugar, en sociedades cerradas con consejo de administración, normalmente, los socios son, a la vez, consejeros, de forma que no se pierde capacidad de control porque la retribución del consejero-delegado la fije el consejo de administración si los socios minoritarios participan en el consejo.

En tercer lugar, los socios siempre pueden pedir información respecto del contrato en la junta y pueden proponer la adopción de acuerdos al respecto. Simplemente, no es verdad que los socios carezcan de control sobre el contrato de delegación porque éste sea aprobado por el consejo.

Y, lo que es peor, exigir la fijación estatutaria de la retribución de los consejeros-delegados introduce rigidez innecesariamente o es una simple traba burocrática (que ha costado millones a las empresas españolas en sus relaciones con el registro mercantil y con la Hacienda pública) y puede impedir a pequeñas y medianas empresas profesionalizar su gestión contratando a gestores externos a los que ofrecerán retribuciones competitivas que sólo pueden gestionarse ágilmente atribuyendo al consejo de administración la competencia para su fijación.

Los “problemas tradicionales” en la materia: ¿qué regula el art. 220 LSC? 


“la realidad es que tradicionalmente se ha venido admitiendo que los administradores de las sociedades mantuvieran con estas una relación contractual adicional a su relación de gestión”.
Se aduce, para justificar tal afirmación, el art. 220 LSC que, como es sabido se refiere al establecimiento de “relaciones de prestación de servicios o de obra entre la sociedad y uno o varios de los administradores”.

Quizá sea mejor entender – y así lo hemos dicho varias veces en el pasado - que el precepto no se refiere al doble vínculo del consejero ejecutivo. Quizá sea mejor entender que se refiere a la celebración de un contrato concreto para la prestación de un servicio concreto. Por ejemplo, la sociedad encarga al administrador – que es abogado – un dictamen o la llevanza de un pleito, o al administrador que tiene, además, una empresa de construcción, que realice unas obras en la sede social. En esta dirección apunta el hecho de que el art. 220 LSC simplemente establezca que esos contratos deban ser aprobados por la junta. Se trata de evitar el riesgo asociado a las transacciones vinculadas. Nada más. Por tanto, el contenido de esos acuerdos no puede ser la realización de las actividades de gestión de la empresa social. El art. 220 LSC no regula el contrato de delegación entre el administrador ejecutivo y la sociedad. Así lo reconoce inmediatamente la autora quien, no obstante, mucho más adelante en su exposición vuelve a interpretar el precepto en el sentido erróneo y a considerar que el contrato de delegación de facultades (entre el consejero-delegado y el consejo de administración), en la sociedad limitada debe aprobarse por la junta, lo cual choca derechamente con el tenor literal del art. 249 LSC que no distingue entre anónima y limitada.

Repasa, a continuación, la doctrina del vínculo y las distintas posiciones doctrinales al respecto. para reconocer, finalmente que la posición de Paz-Ares – y el abandono de la doctrina del vínculo – “ha sido la finalmente adoptada por la reforma de la LSC operada por la ley 31/2014”. Reconoce tal cosa sobre la base de la introducción de la expresión en el artículo 217 sobre retribución de administradores “en su condición de tales” y por la introducción del art. 249.3 que prevé la documentación por escrito del contrato entre el consejo de administración y el consejero-delegado en el que deben plasmarse las condiciones de ejercicio y la retribución del cargo de consejero-delegado. “Es decir” – en el 249 LSC – “se consagra la posibilidad de que existan retribuciones adicionales por el desempeño de funciones ejecutivas por la vía de un contrato de delegación”. Llama a tal contrato “contrato de delegación de facultades”. Y señala que hay tres cuestiones que no quedan definitivamente resueltas: “la determinación del órgano competente para la formalización del contrato de delegación, la naturaleza jurídica del mismo y la precisión de su contenido”

Comienza por la “naturaleza” del contrato de delegación. Sin embargo, lo que analiza es la naturaleza de la relación entre los administradores y la sociedad anónima o limitada que es un problema distinto. Los administradores que carecen de funciones ejecutivas (cuando la sociedad está administrada por un consejo de administración, todos aquellos que no son administradores ejecutivos) no pueden celebrar con la sociedad un contrato de delegación, simplemente, porque no tienen funciones delegadas. Un administrador único desempeña las funciones ejecutivas por razón de su nombramiento, no por delegación del consejo (inexistente). Por tanto, hablar de contrato de delegación en relación con cualquier administrador que no sea un administrador delegado (que ha recibido sus funciones por delegación del consejo) es absurdo.

¿Qué naturaleza tiene la relación del administrador delegado con la sociedad?


Como hemos expuesto más arriba, a nuestro juicio, es una relación laboral porque hay ajenidad y dependencia. El consejero-delegado “trabaja” para la sociedad y lo hace bajo la supervisión del consejo de administración. No debería haber dudas de que se trata de una relación laboral aunque puede haberlas sobre si se trata de una de alta dirección o laboral común. La autora parece sostener una posición diferente. Tras reconocer que hay un contrato entre el consejero-delegado y la sociedad por el que el primero desempeña las funciones ejecutivas por delegación del consejo, afirma que
“se trataría de un contrato de prestación de servicios en el que se detallan los deberes del administrador para con la sociedad y, en su caso, la remuneración que va a percibir… (y) si el fundamento de la relación del administrador con la sociedad es una relación orgánica, parece evidente que el contrato suscrito… para el desempeño de funciones de dirección de la sociedad será un contrato mercantil, caracterización que se extiende también al supuesto de delegación de facultades puesto que también esta relación ha de considerarse orgánica y, en consecuencia, sujeta a la regulación mercantil societaria. Pero, aún si no se considerara la delegación como una relación orgánica sino contractual, la caracterización del contrato al que nos referimos mantendría su carácter mercantil de prestación de servicios”
¿Y por qué descarta la calificación como laboral? No lo sé. Se limita a afirmar que no lo cree y que el Tribunal Supremo – patrocinador de la doctrina del vínculo – la ha rechazado. Y, apenas unas páginas después, reconoce que
“a pesar de que… este contrato no sea per se un contrato laboral de alta dirección, es habitual acudir a este tipo de contratos como modelo para redactar el contenido de los contratos de delegación, dada la evidente similitud de prestaciones”
Si hay una “evidente similitud de prestaciones” ¿no deberíamos calificar al contrato de delegación como un contrato laboral? ¿Qué criterio habría que seguir para calificar un contrato sino es el de la “similitud de prestaciones” con uno regulado legalmente? Luego explicaremos más detalladamente esta cuestión. Ahora baste señalar que, el problema es que la doctrina de la Sala 4ª es errónea y ha sido rechazada por el legislador como la propia autora reconoce.

El problema es también que la calificación de la relación entre la sociedad y el consejero-delegado como laboral es la más conforme con el art. 1.3 c) del Estatuto de los Trabajadores
(no será laboral: “La actividad que se limite, pura y simplemente, al mero desempeño del cargo de consejero o miembro de los órganos de administración en las empresas que revistan la forma jurídica de sociedad y siempre que su actividad en la empresa solo comporte la realización de cometidos inherentes a tal cargo”).
Y el problema es, en fin, que nuestra doctrina sigue sin explicar claramente

en qué se diferencia una relación “orgánica” de una relación “contractual” 


Como hemos explicado unas cuantas veces, ambas calificaciones no son incompatibles. El carácter orgánico de la posición de los administradores se refiere, en las relaciones externas, a la representación de la sociedad. En cuanto persona jurídica, – patrimonio separado – los administradores son los que permiten que algo que tiene personalidad/capacidad jurídica pero carece de capacidad de obrar pueda contraer obligaciones, adquirir bienes y derechos y ejercitar estos en juicio y fuera de él. Es decir, el órgano de administración es el que puede vincular el patrimonio social con terceros e introducir en el tráfico jurídico el patrimonio separado que es la persona jurídica. Y, precisamente porque el administrador es órgano de una “persona jurídica”, no representante de un individuo de carne y hueso, las normas sobre la representación voluntaria no se aplican en toda su extensión y se sustituyen por otras que tienen en cuenta el carácter no personal de las personas jurídicas (no son más que patrimonios separados) y, por tanto, la inexistencia de un dominus como existe en todas las relaciones de representación voluntaria. La posición representativa del administrador social se asemeja así a la representación legal de lo que es buena prueba el art. 234 LSC con sus conocidas reglas excepcionales respecto de la representación voluntaria en cuanto al alcance del poder de representación, la protección de la apariencia y la ineficacia de las limitaciones al poder de representación dentro del giro o tráfico de la empresa social personificada. Pero, ¿qué significa que la relación del administrador con la sociedad es orgánica en la relación entre el administrador y la sociedad? o

¿dónde nos lleva calificar de orgánica la posición de los administradores en las relaciones internas?


En este punto, es preferible distinguir entre el “cargo” y la relación contractual entre el que ocupa el cargo y la persona jurídica. Para explicarlo podemos recurrir al art. 249.2 LSC que, con gran precisión dice
Cuando los estatutos de la sociedad no dispusieran lo contrario y sin perjuicio de los apoderamientos que pueda conferir a cualquier persona, el consejo de administración podrá designar de entre sus miembros a uno o varios consejeros delegados o comisiones ejecutivas, estableciendo el contenido, los límites y las modalidades de delegación.
La delegación permanente de alguna facultad del consejo de administración en la comisión ejecutiva o en el consejero delegado y la designación de los administradores que hayan de ocupar tales cargos requerirán para su validez el voto favorable de las dos terceras partes de los componentes del consejo y no producirán efecto alguno hasta su inscripción en el Registro Mercantil.
Al expresarse así, el legislador distingue entre la creación de un órgano (“comisión ejecutiva”, “consejero-delegado”) como consecuencia de la “delegación permanente” de las facultades del consejo y “la designación” de los individuos que “hayan de ocupar tales cargos”. Es decir, el legislador distingue entre la creación del órgano-cargo y la ocupación del mismo por un individuo “designado”.

Hablamos de “órgano” cuando una posición en el seno de un grupo está tipificada por la ley, que es la que le asigna funciones, competencias, facultades y deberes que son asumidos por el individuo que ocupa el cargo por el hecho de su nombramiento.

La discusión se centra, pues, en qué medida la “posición” dibujada legalmente (funciones, facultades, competencias, deberes) puede ser modificada por los que erigen la persona jurídica y configuran voluntariamente sus órganos (los socios en el caso de las personas jurídicas de base societaria). En el caso de los consejeros-delegados, el legislador deja expresamente en libertad al órgano delegante – el consejo – para dibujar “el contenido, los límites y las modalidades de delegación” . En el caso de los órganos sociales de carácter “necesario” (el órgano de reunión de los socios – la junta – y el órgano de administración), lo normal es que el propio legislador realice la definición de sus facultades, funciones y deberes.

Así los que dicen que el administrador y la sociedad tienen entre sí una relación orgánica y los que dicen que tienen una relación contractual no dicen cosas sustancialmente diferentes.

Las discrepancias comienzan cuando tenemos que decidir cuán institucionalistas son unos y cuán contractualistas son otros. Los institucionalistas quieren limitar la autonomía privada (y limitar la capacidad de los socios o del consejo de administración en el caso del art. 249 LSC) para dibujar el estatuto del órgano y los contractualistas no ven razones para tal limitación. En el caso de la delegación de facultades por el consejo, los contractualistas tienen a su favor, claramente, el art. 249.1 LSC.

Los institucionalistas tienen más argumentos a su favor en relación con los órganos necesarios pero sólo en el caso de la sociedad anónima alemana, esto es, de la sociedad cotizada de capital disperso y de la corporation estadounidense y muy poquitos argumentos para defender que, en la esfera interna, el administrador o administradores de una sociedad anónima cerrada o de una sociedad limitada sean mucho más que un mandatario de los socios colectivamente organizados o para defender que la junta sea un órgano necesario, esto es, que los socios no puedan adoptar acuerdos “por escrito y sin sesión”.

En definitiva, los institucionalistas tienen pocos argumentos para limitar la libertad de los socios para configurar la relación interna como tengan por conveniente. La discusión no es más que un efecto secundario de la correspondiente acerca de la consideración de las sociedades como “instituciones” en lugar de como contratos que generan un patrimonio separado cuya gestión se realiza corporativamente.

Cuando se analiza el “contrato de delegación” no se trata de problemas que nos pueda solucionar la calificación de la posición del consejero delegado como “orgánica” o “contractual”


Sucede, sin embargo que, cuando las sociedades se limitan a seguir el esquema de funciones, deberes, competencias y facultades dibujado por la Ley, la celebración expresa de un contrato entre la sociedad y cada uno de los administradores se hace innecesaria: basta su designación para que, casi automáticamente, la relación entre el administrador y la sociedad esté perfectamente definida, de modo que puede documentarse simplemente mediante una “nota de nombramiento”. Cuando, como ocurre con el consejero-delegado, el riesgo de conflicto de interés se exacerba porque la remuneración es muy significativa, el estatuto del “cargo” – orgánico - que deriva de las normas legales es insuficiente y se hace necesaria una regulación contractual y es por ello por lo que el legislador reformó el art. 249 LSC en 2014. Porque la relación entre los individuos que ocupan el cargo y la sociedad, esto es, el patrimonio separado que es la persona jurídica, tendrá la calificación que corresponda de acuerdo con el contenido de la misma (la “causa” en su función calificadora de los distintos tipos de contratos). Por tanto, dado que los administradores prestan un servicio a la sociedad, la calificación más plausible es la de mandato, arrendamiento de servicios y contrato de trabajo, que son los tres tipos contractuales que conoce nuestro Derecho para articular la prestación de servicios personales. No vemos por qué se ha de descartar el contrato de trabajo como tipo contractual que articule la relación entre un administrador social y la persona jurídica a la que presta sus servicios cuando es precisamente el contrato de trabajo la forma normal de articular una relación de prestación de servicios de carácter estable cuando se dan las notas de ajenidad y dependencia y habiendo quedado el mandato y el arrendamiento de servicios con una función residual. Tal calificación, sin embargo, no procede para los administradores no ejecutivos porque la nota de la dependencia no está presente porque el consejo no depende de nadie, ni siquiera de la Junta aunque ésta pueda darle instrucciones respecto de asuntos concretos.

El contenido del contrato de delegación


La explicación de por qué la LSC no regula el contenido de ese contrato mas que por referencia a la retribución es sencilla a la luz de lo que se ha expuesto hasta aquí. Si el legislador ha obligado a documentar la relación entre el consejero-delegado y la sociedad no ha sido porque existieran dudas acerca de lo que puede y no puede hacer un consejero-delegado cuando se ocupa de la gestión de la empresa social. Los problemas se plantean cuando el consejero-delegado ostenta, como es normal, el poder de representación de la sociedad y se discute si, para vincular al patrimonio social con terceros, basta con su consentimiento o es necesaria la autorización de algún otro órgano social. De ahí que, normalmente, el órgano delegante limite – con efectos puramente internos – lo que el delegado puede hacer por sí solo en punto a vincular el patrimonio social con terceros. Para todo lo demás, basta con calificar correctamente el contrato para determinar el régimen jurídico aplicable.

Por eso el legislador de la LSC no se ha molestado en regular el contenido del contrato de delegación. Basta calificarlo como contrato de trabajo y como contrato que articula la delegación de funciones del consejo para que el régimen jurídico de ese contrato quede completamente dibujado: el consejero-delegado debe gestionar la empresa social y es el “mandamás” en la organización empresarial; tiene todas las competencias que sean necesarias ad intra y el poder orgánico de representación por delegación del consejo. El consejo podrá limitar sus poderes ad intra como tenga por conveniente (por ejemplo, exigiéndole autorización previa del consejo para determinadas decisiones, nombramiento o destituciones, enajenaciones o adquisiciones etc tal como se deduce del art. 249.1 LSC). Y en lo no previsto, habrá que acudir a las normas del contrato de trabajo y del mandato en la medida en que sean útiles. Así las cosas,

es lógico que el legislador se haya ocupado exclusivamente de la cuestión de la retribución.


En primer lugar, porque no hay dos retribuciones iguales del primer ejecutivo de una compañía y, como sucede con el precio en la compraventa o la renta en el arrendamiento, el legislador no puede sustituir a las partes en la fijación del precio del contrato (del salario) salvo que se afirme – como ocurre con el mandato – que, a falta de pacto, se entienda gratuito (lo que no ocurre con la comisión mercantil en la que el legislador se remite a los “usos” pero no hay "usos" en el caso del desempeño de las funciones ejecutivas como acabamos de explicar).

En segundo lugar, porque esta cuestión había resultado polémica por estar envuelta en conflictos de interés. Si el consejero-delegado participa en la aprobación del contrato, estaría en los dos lados de la mesa y se estaría, prácticamente, fijando su propia retribución. La influencia del consejero-delegado sobre los restantes miembros del consejo de administración aconsejaban regular específicamente la aprobación del contrato de delegación, de ahí que se exigiera una mayoría reforzada – 2/3 – y se obligara al consejero-delegado a abstenerse de participar en la aprobación del contrato por parte del consejo.

En definitiva, pues, la retribución del consejero ejecutivo es la única cuestión en la que el legislador no puede sustituir a las partes (al consejo, de un lado, y al consejero-delegado de otro) estableciendo una regulación supletoria en la ley más allá de afirmar que, a falta de pacto, se entenderá gratuito (art. 217.1 LSC o retribuido, como se prevé para los administradores de las sociedades cotizadas).

¿Es necesario documentar el contrato de delegación en el caso de que el cargo sea gratuito?


La autora da un argumento literal para responder en la afirmativa: el art. 249.3 LSC ordena que
“cuando un miembro del consejo de administración sea nombrado consejero delegado o se le atribuyan funciones ejecutivas en virtud de otro título, será necesario que se celebre un contrato entre éste y la sociedad”
criticando así a los que habían sostenido lo contrario porque – dice la autora – el precepto obliga a celebrar el contrato en todo caso y no sólo “cuando el administrador delegado vaya a recibir una retribución por el ejercicio de esas funciones”. Añade que el propio precepto dice que el contrato
“se deberá incorporar como anejo al acta de la sesión del consejo”
en la que se haya aprobado, lo que no deja dudas
“de la necesidad de redactar este contrato aun cuando se decida no retribuir adicionalmente al administrador por el ejercicio de funciones delegadas”
Además, el mismo precepto exige que la aprobación sea “previa” a la designación como consejero-delegado, con una mayoría idéntica a la del acuerdo de delegación de facultades y de designación del consejero-delegado. Y, en fin, se establece una consecuencia jurídica para el caso de que algún concepto retributivo no se incluya en el contrato de delegación
El consejero no podrá percibir retribución alguna por el desempeño de funciones ejecutivas cuyas cantidades o conceptos no estén previstos en ese contrato.
No estamos seguros de que se deduzca de esta regulación la necesidad de documentar el contrato cuando, como ocurre a menudo en sociedades cerradas, el cargo de consejero-delegado no sea retribuido.

En primer lugar, conviene deshacer una confusión. El art. 249 LSC no ha innovado nuestro Derecho al establecer la necesidad de que se “celebre” un contrato entre la sociedad y el consejero-delegado. Es obvio que dicho contrato existe, con independencia de su documentación por escrito, desde el momento en que el administrador acepta la delegación de facultades a su favor. Por tanto, aplicando correctamente las consecuencias del carácter de órgano del consejero-delegado, no hay nada en la naturaleza de las cosas que impida afirmar que éste es órgano social y que, a la vez, tiene una relación contractual con la sociedad. No queda otra si se tiene en cuenta el carácter voluntario y el contenido patrimonial de la relación. El contrato se perfecciona con la aceptación del nombramiento para el cargo de consejero-delegado. Por tanto, ha de concluirse que, cuando el art. 249.2 habla de que habrá de "celebrarse" un contrato se refiere, en realidad a que ha de plasmarse por escrito el contrato que resulta de la designación del administrador como consejero-delegado.

En consecuencia, el art. 249.2 LSC es una norma de forma


El contrato entre la sociedad y el consejero-delegado o los miembros de la comisión ejecutiva deberá adoptar la forma escrita y ser celebrado por la sociedad a través de un acuerdo del consejo de administración adoptado por una mayoría de 2/3 en el cual no participe el administrador que va a recibir la delegación de funciones.

Como respecto de todas las normas de forma contractual, hay que determinar si se trata de una forma ad solemnitatem. Y la respuesta es, a nuestro juicio, para el caso del consejero-delegado no retribuido, negativa. No hay ninguna justificación para imponer la documentación por escrito del contrato como forma solemne.

En primer lugar porque, como hemos visto, el régimen legal supletorio es completo incluyendo la fijación del “precio” o contraprestación que recibirá el consejero-delegado (ninguna porque el cargo es gratuito).

En segundo lugar, porque el legislador ha separado el acuerdo de nombramiento – designación y el acuerdo de aprobación del contrato y ha prohibido la participación del consejero-delegado sólo en el segundo, no en el primero lo que es completamente lógico porque, en relación con su nombramiento, el consejero-delegado sólo sufre un conflicto “posicional” (art. 228 c) LSC in fine “tales como su designación o revocación para cargos en el órgano de administración u otros de análogo significado”) y, por tanto, no ha de abstenerse de participar. Dado que la regulación de su relación con la sociedad está determinada por la ley y que no hay salario, tampoco hay ningún conflicto de interés transaccional entre el consejero-delegado y la sociedad en lo que a su relación se refiere.

Por último, podría discutirse si el futuro consejero-delegado está en un conflicto de interés transaccional en lo que se refiere al “dibujo” del cargo de consejero-delegado, esto es, al “contenido, los límites y las modalidades de delegación” (art. 249.1 LSC). Podría pensarse que el consejero-delegado podría influir sobre sus compañeros de consejo para que le deleguen todas sus facultades sin límite alguno, pero, en tal caso, tampoco estaríamos ante un conflicto transaccional, sino posicional: si el administrador puede votarse para el cargo, podrá votar para que el cargo tenga maximizadas sus competencias en el marco de lo que la ley permita.

En definitiva, el legislador de la LSC ha hecho lo mismo que el codificador cuando reguló los intereses en el préstamo (art. 314 C de c: “Los préstamos no devengarán interés si no se hubiere pactado por escrito”). El incumplimiento del requisito de forma establecido en el art. 249.2 y 3 LSC no tiene como consecuencia la lógicamente imposible de afirmar que el sujeto designado no es consejero-delegado (la inexistencia del contrato de delegación), sino simplemente, la de que no podrá cobrar retribución alguna por el desempeño de las funciones ejecutivas.

Recuérdese que, en cualquier caso, habría de ser considerado un consejero-delegado “de hecho” si ejerce tales funciones y que el legislador ha distinguido entre el acuerdo de delegación de funciones y el acuerdo de designación de un administrador para el cargo de consejero-delegado, de manera que las funciones que corresponden a éste no están recogidas en el contrato al que se refiere el art. 249.2 y 249.3 sino en el acuerdo por el que el consejo decide delegar sus funciones.

También de acuerdo con las reglas generales (arts. 1279 y 1280 CC), las partes (o sea el consejo y el administrador delegado) podrán compelerse a rellenar la forma.

Y, más importante, el hecho de que el legislador haya dicho que el consejo apruebe el contrato de delegación “previamente” al nombramiento no impide que, con las mismas cautelas, se proceda a aprobarlo con posterioridad. En tal caso, habrá que entender que se ha producido una novación del contrato de delegación, novación perfectamente válida si se cumplen los requisitos del art. 249 LSC. Esto significa que el consejo de administración deberá aprobar los términos del contrato – que incluirán, entonces, una retribución por las labores ejecutivas – por dos tercios de sus miembros y sin la participación del – ya – consejero-delegado. Con estas cautelas, el conflicto de interés que ha querido conjurar el legislador no se materializa. Es más, una estrategia semejante puede ser de utilidad para algunas sociedades que podrían nombrar a un primer ejecutivo y ponerlo a prueba durante un tiempo (durante el que no recibiría retribución) para comprobar que su gestión es la preferida por el Consejo de modo que, más adelante, se le retribuya convenientemente o se le sustituya en el cargo.

¿Debe requerirse la misma mayoría reforzada para la delegación de facultades, para el nombramiento y para la aprobación del contrato con el administrador delegado?


Como hemos dicho, el administrador tiene derecho a votar en el acuerdo de delegación de facultades y en su nombramiento como consejero-delegado pero debe abstenerse de participar en el acuerdo por el que se aprueba el contrato de delegación. En los dos primeros casos tiene un conflicto posicional mientras que en el segundo tiene un conflicto transaccional.

Si la existencia del conflicto transaccional justifica la abstención del administrador que recibe la delegación, no justifica que se exija la mayoría reforzada de 2/3 para su aprobación. Tal exigencia parece proceder de un razonamiento lógico aparentemente intachable: si para nombrarlo (elegirlo) hacen falta 2/3, también debe hacer falta esa mayoría para aprobar su contrato, esto es, su retribución.

La falta de lógica del argumento se aprecia, sin embargo, si se tiene en cuenta lo que hemos dicho sobre la inexistencia/existencia de un conflicto transaccional por parte del administrador delegado en una y otra decisión. Al exigir la mayoría reforzada de 2/3, los consejeros que han salido “derrotados” en la delegación y en el nombramiento, pueden resultar triunfadores si se niegan a aprobar el contrato de delegación.

Imaginen un consejo de 9 en el que 6 votan a favor de delegar las funciones a favor de un consejero-delegado y designar al administrador X como consejero-delegado. Cuando se vota el contrato de delegación, sin embargo, votan a favor del mismo 5 y en contra 3 porque el designado no participa en la votación. Dado que 5 no representan los dos tercios del consejo (“de sus miembros” dice el art. 249.2 LSC), el contrato no sería aprobado. Ni siquiera aunque consideráramos que los dos tercios deben calcularse respecto de 8 y no de 9 ya que hay que descontar al consejero conflictuado (5/8 < 2/3 porque 5/8 = 15/24 y 2/3 = 16/24).

Si la razón por la que el consejero delegado debe abstenerse del acuerdo es para conjurar el conflicto de interés, no vemos por qué ha de extenderse esa ratio a la exigencia de una mayoría reforzada. El contrato de delegación debería poder aprobarse por la mayoría ordinaria de adopción de acuerdos una vez garantizada la no participación del consejero-delegado. Recuérdese que se trata, exclusivamente, de aprobar su retribución. En consecuencia, a nuestro juicio, el consejo que no consiga la mayoría de 2/3 para la aprobación del contrato deberá poder referirlo a la junta para que ésta revoque el “veto” de los consejeros que están en minoría o, alternativamente, acudir a los tribunales para que el juez fuerce a los consejeros minoritarios a votar a favor de la aprobación del contrato si el juez no encuentra justificación para tal oposición (porque la retribución pactada sea “tóxica”). Votar a favor sería, en tal caso, una consecuencia del deber de lealtad del administrador.

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