He preguntado a DeepSeek
Henry G. Manne es considerado uno de los grandes en el ámbito del derecho y la economía por sus contribuciones transformadoras en varias áreas clave:
Teoría sobre el uso de información privilegiada (insider trading): En su libro pionero de 1966, Insider Trading and the Stock Market, Manne argumentó, de manera controvertida, que el uso de información privilegiada podría mejorar la eficiencia del mercado al incorporar rápidamente información relevante en los precios de las acciones. Esto desafiaba los enfoques regulatorios tradicionales y generó debates duraderos sobre justicia y eficiencia en los mercados financieros.
Mercado de control corporativo: Manne fue pionero en la idea de que las adquisiciones corporativas actúan como un mecanismo disciplinario para alinear a los gerentes con los intereses de los accionistas. Su trabajo reformuló la gobernanza corporativa, destacando cómo las fusiones y adquisiciones evitan la complacencia gerencial, influyendo así en prácticas modernas de competencia y regulación antimonopolio.
Fundación de instituciones académicas: Creó el Centro de Derecho y Economía (Law and Economics Center, 1974), un espacio clave para integrar el análisis económico en la educación legal. Sus programas de formación para jueces ayudaron a la judicatura a entender los impactos económicos de sus decisiones, conectando teoría y práctica.
Liderazgo académico: Como decano de la Facultad de Derecho de la Universidad George Mason, elevó su prestigio al incorporar el enfoque de "derecho y economía" en su currículo. Su labor institucionalizó esta disciplina, formando a generaciones de académicos y legisladores con herramientas de razonamiento económico.
Defensa del libre mercado: Manne fue un defensor acérrimo del libre mercado y crítico de la regulación. Promovió la eficiencia económica como principio rector destacando cómo el common law resuelve conflictos de manera eficiente. Sus ideas influyeron en los debate sobre si los administradores de sociedades cotizadas soportaban deberes fiduciarios exclusivamente frente a los accionistas o también frente a otros "interesados" (stakeholders).
Galardonado con premios como el Bradley Prize, su impacto trascendió la academia, llegando a políticas públicas y prácticas judiciales. Sus teorías sobre análisis empírico del derecho y diseño institucional siguen moldeando áreas como derecho corporativo, competencia económica y regulación financiera.
Críticas y relevancia: Aunque algunos cuestionan sus posturas (por ejemplo, los dilemas éticos del insider trading), sus teorías enriquecieron el debate académico y político. Al fusionar derecho y economía, Henry Manne redefinió la educación y la práctica del Derecho, dejando un legado como visionario que transformó la comprensión de los mercados y el gobierno de las sociedades anónimas cotizadas.
En lo que sigue, voy a resumir y comentar el trabajo que publicó en la Virginia Law Review en 1967 titulado "Dos sistemas de sociedades anónimas: análisis económico" que se cita al final de esta entrada. Si he vuelto sobre él es porque creo que el análisis que llevó a cabo hace casi sesenta años encaja bien en la que creo que debe ser la concepción más correcta de la sociedad anónima como corporación societaria.
V., las siguientes entradas Las estructuras jurídicas de la acción colectiva; Constituir corporaciones forma parte de la autonomía privada; La privatización de la corporación (I); La privatización de la corporación (II); Grandes debates en el Derecho de Sociedades: la personalidad jurídica y la corporación; Lo que podemos aprender de las mutuas para entender mejor las sociedades anónimas: «el otro vínculo» de los miembros de una corporación
La concepción de Manne da cuenta de por qué el Derecho de Sociedades Anónimas es distinto del Derecho de Asociaciones, del derecho de las Fundaciones, de las Mutuas o de Cooperativas aunque, en EE.UU., solo hay un "corporation law" y, a la vez, por qué el Derecho de las Sociedades Anónimas cotizadas es diferente del Derecho de las Sociedades Anónimas cerradas (o de las SL, esto es, la otra sociedad de capital).
Manne parte de la consideración de la sociedad anónima (en adelante, SA) como lo que fue históricamente: una bomba de capitales,
Jesús Alfaro, Una breve historia de la sociedad anónima y el comercio transoceánico, Almacén de Derecho, 2016
“a device to raise capital from a relative large number of investors”) lo que le lleva a considerar como modelo de SA la sociedad cotizada de capital disperso y a explicar sus características desde esta "función económica". Estas características incluyen
- la gestión centralizada de la empresa por el consejo de administración, imprescindible si los inversores son particulares que no saben de gestión empresarial;
- la libre negociación de las acciones en un mercado anónimo, imprescindible si no se permite a los inversores ‘retirar’ su inversión pero se pretende proporcionar liquidez a su inversión;
- la responsabilidad limitada de los accionistas, imprescindible para asignar eficientemente el riesgo de insolvencia de la empresa;
- requisitos onerosos para la disolución y liquidación para asegurar la vinculación del capital a proyectos de inversión de largo plazo etc.
Y explica también cómo, para que la sociedad anónima pudiera cumplir esta función de ‘bomba de capitales’ de la forma más eficiente posible, fue necesario transformar otras áreas del Derecho, singularmente, el derecho del mercado de capitales regulando el mercado de control societario que apareció como consecuencia de la formación de los llamados mercados ‘primario’ y ‘secundario’ de acciones y el insider trading como la forma que tienen los insiders de transmitir al mercado la información privada de la que disponen sobre hechos u opiniones acerca del valor futuro del patrimonio de la SA y el derecho de la insolvencia asegurando la responsabilidad personal de los insiders que hubieran provocado o agravado la insolvencia.
En lo que al Derecho de sociedades anónimas se refiere, Manne reconoce que se ha ido ‘privatizando’ progresivamente, esto es, perdiendo los rasgos que definen a la SA como una corporación. Así, dice que
“como uno de los objetivos de las leyes de sociedades anónimas era evitar los problemas administrativos inherentes al régimen de concesión administrativa (por el Parlamento o el Rey), estas leyes debían establecer un procedimiento detallado para lograr la inscripción de la nueva corporación (la ‘incorporación’)”.
Por ejemplo, uno de los requisitos de las primeras leyes de sociedades generales era que hubiera un mínimo de tres administradores, que debían ser accionistas lo que reflejaba la idea de que debía existir una “pluralidad de inversores”. Los particulares pusieron testaferros y la norma cayó en desuso.
La identificación de la sociedad anónima (domicilio, capital social, denominación…) se fundaba en la necesidad de “advertir a los acreedores de los riesgos que asumían al contratar con una compañía con responsabilidad limitada” pero, en la práctica, esos requisitos se transformaron en nombrar un “agente” para tramitar el procedimiento de incorporación y una dirección postal.
Otras reglas iban dirigidas a proteger a los accionistas proporcionándoles información sobre su inversión: denominación, duración de la SA, objeto social, ámbito del poder de representación de los administradores, régimen de adopción de acuerdos...
Y, en fin, otras reglas determinaban “el momento en el que la sociedad anónima adquiría personalidad jurídica” que se hacía coincidir con la inscripción en un registro público que emitía el “certificate of incorporation” que, a diferencia de las antiguas corporaciones medievales y de la Edad Moderna, no atribuían discrecionalidad alguna al funcionario encargado de dicho registro.
A mi juicio, Manne mezcla las dos tradiciones que confluyen con la invención de la sociedad anónima, a saber, la del Derecho de las Corporaciones pre-contemporáneo, elaborado sobre todo en la Edad Media y la Edad Moderna y el derecho de las compañías de comercio. Las reglas sobre la inscripción, la adquisición de personalidad jurídica, los órganos de gobierno etc., corresponden a la primera tradición. La constitución financiera y los derechos económicos de los accionistas corresponden a las reglas que regían para las compañías de comercio medievales y de la Edad Moderna.
La business judgment rule
Muy ingenioso – como todo su análisis – es el de la business judgment rule. (BJR) Dice Manne que la BJR era una regla que prohibía a los jueces "regular" la conducta de los administradores sociales
“La idea de que las sociedades anónimas funcionen dentro de un sistema de libre empresa competitivo, junto con el recelo decimonónico frente a la intromisión del Estado en las relaciones entre particulares explican la doctrina de la business judgment rule… la llamada "regla de la discrecionalidad empresarial" (BJR), probablemente uno de los conceptos peor entendidos en todo el ámbito corporativo. Aún se cree ampliamente que esta regla fue diseñada para alentar a las personas a ocupar puestos en los consejos de administración protegiéndolas por errores de juicio empresarial que serían considerados como negligencia bajo estándares ordinarios.
Pero una explicación alternativa de la doctrina sería la que prevaleció en Inglaterra, a saber: es parte de la retribución que recibe un consejero… La responsabilidad de los administradores se ha centrado en cómo dejar indemnes a éstos (cuando adoptan decisiones arriesgadas) y se ha sugerido eliminar dicha responsabilidad como alternativa a la BJR…
Sin embargo, es más probable que la BJR haya sobrevivido porque funcionó como una barrera cuasijudicial para evitar que los tribunales – que eran el único poder público que podía intervenir se convirtieran en reguladores de la actuación de los administradores de sociedades anónimas.
Para evitar una intervención judicial indeseable, se podían utilizar dos alternativas. Los tribunales podrían simplemente rebajar el estándar de diligencia… pero (no parece que sea hacedera una fórmula que permita determinar la “cantidad de negligencia” aceptable). La BJR, si bien no obvia por completo ese problema, proporciona una solución parcial brillante. En efecto, el tribunal que aplica la norma debe examinar primero los hechos para ver si este es el tipo de caso del que debe ocuparse. La prueba para esto es más objetiva y sencilla que la de la negligencia. Excluirá a los tribunales de cualquier revisión de las decisiones empresariales adoptadas por los administradores cuando se hayan tomado de buena fe (honestamente) aunque sean ineptas, y ese parece ser el propósito de la regla”.
Así se explican, en efecto, los requisitos del artículo 226 LSC para que las decisiones de los administradores queden amparadas por la BJR. Añade Manne que la alineación de los intereses de los accionistas y los de los administradores puede presumirse cuando se trata de “decisiones estratégicas y de negocio” pero no “when matters of corporate control are in question” tales como “mergers, liquidations and other changes upon which we do not want simple majorities to pass”.
La acción social de responsabilidad
Manne la considera una invención norteamericana (‘derivative suit’). Es la acción reconocida a los accionistas para demandar a los administradores actuando los demandantes en ‘interés’ y por cuenta de la sociedad anónima y no por cuenta propia (la nuestra llamada acción individual).
Pero aquí, Manne dice que la jurisprudencia norteamericana no es satisfactoria y tiene razón. El régimen europeo-continental de la acción social de responsabilidad es mucho más coherente con la estructura económica y jurídica de la SA.
‘Dividir’ la acción social permitiendo a cada accionista reclamar para sí el daño sufrido individualmente en el valor de su acción o acciones sería muy ineficiente y la SA no sería parte del proceso porque se demandaría a los administradores.
Además, dice Manne, la condena a los administradores a indemnizar a los accionistas equivaldría a
una orden judicial por la que se impusiera que la cuantía indemnizatoria se repartiera a los accionistas como un dividendo
porque, sin la conducta dañosa por parte de los administradores, el patrimonio de la SA sería mayor pero la condena ordenaría pagar la cantidad al socio demandante. Y esto pondría en riesgo a los acreedores. La protección de los acreedores – su preferencia respecto de los accionistas – exigía que la condena a los administradores lo fuera a indemnizar a la propia SA. Estas dos razones explican según Manne la acción social de responsabilidad: unificar las reclamaciones de los accionistas y asegurar la preferencia de los acreedores de la SA sobre aquéllos en el reparto del patrimonio social.
Pero, concluye Manne, la distinción entre derivative action y la direct action que sigue vigente en los EE.UU es insatisfactoria porque los tribunales norteamericanos se fijan en si los accionistas han sufrido daño o no (siempre lo sufren, porque cuando los administradores dañan el patrimonio social, el valor de sus acciones se resienten) en lugar de tener en cuenta las dos razones que llevaron al Derecho a “inventar” la acción: coordinar a los accionistas asegurando que las infracciones más egregias de los deberes fiduciarios por parte de los administradores no quedan sin remediar y garantizar la preferencia de los acreedores sobre los accionistas respecto del patrimonio social.
La vigencia de las ideas de Manne a este respecto me parecen evidentes. Y se refleja también en la discusión sobre la responsabilidad por folleto y el conflicto entre los suscriptores de acciones y los acreedores de las sociedades emisoras.
La irrelevancia de las preferencias idiosincráticas de los accionistas de una sociedad cotizada
Los hallazgos de Manne no se acaban ahí. Inmediatamente después de analizar la acción social dice algo sobre la llamada acción individual absolutamente brillante: que el accionista “no puede querer” nada distinto de maximizar el valor del patrimonio social.
V., Una crítica conjunta al ‘stakeholderism’, el ‘purpose’ y el ‘ESG’, Almacén de Derecho, 2024
De modo que las preferencias individuales o idiosincráticas de un accionista son irrelevantes para determinar qué sea el ‘interés social’ y cómo se concretan las obligaciones de los administradores. La función del accionista – de la sociedad anónima de capital disperso – es, dice Manne, “arriesgar una cantidad de dinero que será gestionado por emprendedores y gestores profesionales” que han de emplearlo en el interés social y para proporcionar rendimientos a los accionistas.
“Fuera de esto, el análisis económico no implica ninguna otra relación entre inversores y administradores. El accionista puede mantener su inversión, recibir los rendimientos correspondientes en forma de dividendos o desinvertir vendiendo sus acciones y realizar las ganancias de capital”.
No se puede explicar de forma más clara la “objetivización” del fin social que se logró, sobre todo, en el siglo XIX cuando se combinó de manera sistemática la compañía – contrato de sociedad – con la corporación – organización -. Esta combinación permitió hacer fungibles a los accionistas y objetivizar el interés social, hacer irrelevantes las preferencias individuales (porque eran irrelevantes las personas de los accionistas, sus vicisitudes, incluso su muerte) y simplificar radicalmente el control de la conducta de los administradores.
Recuérdese que el control de los costes de agencia era el problema fundamental que la sociedad anónima tardó más de dos siglos en resolver. Y no gracias al Derecho (este es un punto fundamental en la construcción de Manne), sino gracias al desarrollo de los mercados de capitales y a la competencia entre inversores por invertir en las aventuras empresariales que requerían grandes sumas de capital más prometedoras (en el siglo XVII el comercio colonial, en el siglo XVIII la banca y los seguros más los canales; en el siglo XIX los ferrocarriles y las infraestructuras y en el siglo XX las producción industrial a gran escala) por un lado y a la competencia entre emprendedores /administradores por atraer las inversiones hacia sus proyectos. Manne subraya el desarrollo de los mercados de capitales como el factor más importante en la hegemonía de la SA en el siglo XX pero, a mi juicio, la aparición de oportunidades de negocio muy rentables pero que requerían grandes sumas de capital y la competencia entre los que intentaban aprovechar estas oportunidades es una explicación más exacta.
El derecho de suscripción preferente de los accionistas
En la sociedad anónima, el deber de los administradores de tratar por igual a los accionistas de “la misma clase” (es decir, que invirtieron en las mismas condiciones en la SA) es sobresaliente. Sin embargo, eso no justifica el derecho de suscripción preferente. Lo que justifica reconocer tal derecho en una SA cotizada es la protección del valor económico de las acciones antiguas en caso de un aumento de capital en el que las nuevas se emiten por debajo de su valor real o de mercado provocando la dilución de las antiguas en beneficio de los que acaben suscribiendo las nuevas. Pero, en una cotizada, este derecho no tiene sentido porque
los administradores no tienen incentivos para emitir acciones a precios por debajo del valor de mercado… salvo que sean ellos mismos los que las suscriban, para evitar lo cual, es suficiente con las acciones por infracción de los deberes fiduciarios de los administradores.
Es decir, de nuevo, Manne da primacía al mercado sobre la regulación para mejorar la eficiencia de las interacciones cooperativas en grupos humanos. Si el mercado - de capitales en este caso - funciona y los administradores están constreñidos por los precios del mercado, la regulación jurídica es innecesaria y, normalmente, contraproducente salvo que sea dispositiva.
Reparto de competencias entre los administradores y la junta,
Criterios de distribución de competencias entre la junta y el consejo de administración, Almacén de Derecho, 2019
El criterio de Manne es que si estamos ante business decisions, deben tomarlas los administradores porque “los accionistas no están en mejores condiciones para tomarlas que los administradores”. Y se pregunta entonces por qué el derecho de sociedades anónimas exigía la autorización de la junta de accionistas para las “decisiones orgánicas”.
Su explicación es bien interesante: la regla de la mayoría es una regla esencial en las corporaciones (no solo en las sociedades anónimas, claro, también en las decisiones de las ciudades, los gremios, consulados, concilios, parlamentos, tribunales colegiados…) y el consejo de administración puede verse, en los términos más simples, como “el representante” del accionista mayoritario, esto es del “controlling block of shares”, por lo que en las sociedades anónimas – pero no en una asociación donde el voto es por cabezas – “la idea de que la gestión de la empresa se centraliza en el consejo de administración es la misma que la idea de que las decisiones corporativas se adoptan por mayoría”.
La regla de la mayoría
Manne explica a continuación que la regla de la mayoría – una regla corporativa – hay que aplicarla a la sociedad anónima en lugar de la regla del consentimiento individual de cada uno de los socios – la regla societaria porque es necesario conjurar el riesgo de hold out o chantaje por parte del accionista individual. Es evidente que, sabedor de que su anuencia es necesaria para adoptar cualquier decisión, el accionista individual tiene incentivos para ‘vender’ su consentimiento al mejor postor.
Creo que la explicación más exacta de por qué se aplica la regla de la mayoría en la sociedad anónima es, como vengo sosteniendo, que estamos ante una combinación de corporación y sociedad. Y desde que el mundo es mundo, las corporaciones toman decisiones y forman la voluntad de la corporación por mayoría
La explicación de Locke es brillante: La justificación de la regla de la mayoría en el gobierno de las corporaciones según Locke, Almacén de Derecho, 2022, a saber, que el grupo no puede considerarse como una unidad distinta de la suma de sus miembros si la voluntad del grupo solo se forma mediante la agregación de la voluntad individual de cada uno de los miembros. Esta es la idea que hay detrás de la denominación de las corporaciones como cuerpos políticos o body politik.
Manne trata de explicar por qué se exige a menudo no ya la mayoría absoluta (mitad más uno) sino una mayoría reforzada (2/3, ¾). Dice Manne que es lógico que se exijan mayorías reforzadas porque, en relación con las decisiones sociales que no sean extraordinarias, la atribución de la competencia al consejo de administración y, por tanto, la innecesariedad de la votación por los miembros, significa, de facto que la decisión se adopta por mayoría si entendemos, como ocurre normalmente, que el consejo de administración representa, al menos, la mayoría del capital social. Tratándose de lo que Manne llama ‘decisiones orgánicas’ (modificaciones estructurales en la jerga actual), una solución de compromiso es exigir la aprobación por la junta pero con mayorías reforzadas. La conclusión de Manne es que el riesgo de expropiación de la minoría no se conjura con este tipo de reglas y, al final, “no es sorprendente que los tribunales hayan procedido a realizar un control del contenido de las ‘decisiones orgánicas’ adoptadas por mayoría” para comprobar que no son injustas para la minoría (v., art. 204.1 II LSC). Y termina diciendo que
este es uno de los pocos casos en los que un problema muy frecuente en las sociedades anónimas cerradas con pocos socios existe también en las sociedades cotizadas”.
¿Se puede transmitir el derecho de voto separadamente de la acción?
La prohibición de escisión de la acción o participación (art. 90 LSC) y los negocios sobre el derecho de voto, Almacén de Derecho, 2022
Es una pregunta que, hoy, se responde negativamente. Es el principio de indivisibilidad de la acción (art. 90 LSC). Lo llamativo de la posición de Manne es que considera que no hay ningún inconveniente en ceder el derecho de voto para una junta determinada (y eso ocurre de múltiples formas, por ejemplo, mediante un contrato de ‘préstamo de acciones’) pero que no puede permitirse “la separación del voto de la acción correspondiente… de forma permanente o por un largo período de tiempo” ¿por qué? “porque impediría que el mercado de control societario funcionara eficazmente”. Siempre pragmático Manne. Si es así, ¿habría que permitir la transmisión separada del derecho de voto en las sociedades cerradas donde el mercado de control societario carece de relevancia? El mismo dilema se plantea si consideramos que debe prohibirse separar la acción y el voto en sociedades cotizadas porque eleva mucho los costes de información acerca de las características de las acciones que se compran y venden. La ‘estandarización’ es un gran valor en el caso de las acciones de sociedades cotizadas.
A mi juicio, de nuevo, la doble naturaleza de la SA como corporación y sociedad nos da una pista para resolver el problema. En principio, la configuración de la posición de socio es algo que atañe exclusivamente a los socios. No hay razones para limitar la libertad contractual. Por tanto, no debería haber problema alguno para que en una sociedad colectiva o comanditaria los socios aceptaran que se pudiera ceder el voto separadamente respecto de la condición de socio. No vemos, sin embargo, que en la práctica ocurra tal cosa. La razón es muy simple: en las sociedades no se vota. En una sociedad colectiva no hay órganos y no se adoptan ‘acuerdos sociales’ que consisten en realizar una votación sobre una propuesta. Por tanto, la cuestión de ceder separadamente un derecho de voto inexistente no se plantea. En el caso de una corporación, sin embargo, el voto es la forma en que se concreta el derecho del miembro de la corporación a participar en la configuración de la voluntad de la corporación. La corporación puede decidir autónomamente en qué medida, al configurar la posición de miembro de la misma, permite la disociación de la condición de miembro y la titularidad o ejercicio del derecho de voto. Lo normal es que, fuera del caso de la sociedad anónima, la venta del voto esté prohibida. Si la posición de miembro de la corporación no es transmisible, tampoco puede serlo el derecho de voto. Este se atribuye, a los miembros de una asociación, una mutua o una cooperativa, para que contribuyan a definir el interés corporativo. No para que lo ejerciten en interés propio. En la sociedad anónima, sin embargo, como los accionistas ostentan derechos sobre el patrimonio de la corporación y el derecho de voto es, también, un derecho subjetivo que se ejercita en interés propio del accionista, el derecho de voto se puede concebir como el contenido de un derecho 'separable' en alguna medida de la acción. Tiene un valor económico - que no tiene en las demás corporaciones - y eso explica que haya un interés en que pueda transmitirse.
La privatización de la corporación sociedad anónima y su generalización como forma jurídica de las empresas
Manne concluye que el derecho de sociedades anónimas del siglo XX es el derecho de sociedades anónimas cotizadas elaborado en el siglo XIX bajo el sistema de “concesión” sin que, cuando se promulgaron las leyes de sociedades anónimas – segunda mitad del siglo XIX – se introdujeran grandes cambios:
las leyes de Sociedades Anónimas codificaron simplemente lo que se entendían que eran los requisitos de un sistema de sociedades anónimas de capital disperso
Pero, al reducirse los costes de constituir una SA, también las pequeñas empresas accedieron a la forma corporativa para obtener las ventajas que se le atribuyen a ésta (vida eterna, libre transmisibilidad, responsabilidad limitada, gestión centralizada) sin que se tuvieran suficientemente en cuenta que los principios e instituciones económicas que constituyen presupuestos del régimen jurídico de las sociedades cotizadas (existencia de un mercado de valores y las consecuencias en términos de aparición de un mercado de control societario, normas de transparencia, estandarización de la condición de accionista, preeminencia e independencia de los administradores en materia de gestión) no existían en el entorno de las sociedades anónimas cerradas.
Manne cree que el auge de conversión de pequeños negocios en sociedades anónimas se produjo por razones fiscales, en concreto, el doble gravamen de los dividendos en los años 40 del siglo XX en los EE.UU. que llevó a los empresarios a cobrar salarios en lugar de dividendos y a acumular las reservas y no repartirlas como plusvalías que se mantenían como reservas ocultas hasta que podían realizarse con ocasión de una fusión. Esto ocurrió antes de que apareciera la Sociedad Limitada (en Alemania aparece en 1892 y eso explica por qué las Aktiengesellschaften siguen siendo mayoritariamente sociedades cotizadas en este país) que se generalizó sin embargo (Limited Companies) en el último cuarto del siglo XX. Por esta razón, en los EE.UU., en tiempos de Manne – 1967 – el número de corporations que no cotizan en bolsa es elevadísimo.
Las sociedades anónimas cerradas
La última parte del trabajo la dedica Manne a explicar cómo su concepción de la sociedad anónima como bomba de capitales no es trasladable a las sociedades anónimas cerradas (las SL, digamos):
- los socios de una SL no son meros inversores.
- No son meros miembros de una corporación cuyas preferencias y vicisitudes sean irrelevantes para la gestión del negocio común y no se limitan a participar asistiendo una vez al año a la junta y votando sobre las propuestas del orden del día y eligiendo a los administradores.
- A los socios les une un “contrato de sociedad” y su carácter de miembros de una corporación es residual.
Manne dice que los socios de una SA cerrada quieren “
participar en la gestión del negocio o en el control de dicha gestión” y quieren mantener intacto el círculo de socios (
restricciones a la transmisibilidad de las acciones o participaciones) etc.
De nuevo, creo que la combinación de las reglas societarias – contractuales y las reglas corporativas – organizativas permite encontrar y aplicar las mejores soluciones a los muy diferentes problemas que plantea uno y otro tipo de organización. Lo que Manne cuenta es que, en los EE.UU. el proceso de ‘ajuste’ ha ido de la corporación a la sociedad. Mi impresión es que tendremos éxito en este proceso si somos lo bastante ‘reduccionistas’ y reconocemos los elementos corporativos y los elementos societarios-contractuales que están combinados en el Derecho de las sociedades de capital.
En la sociedad anónima abierta - dice Manne - “el mercado sustituye al contrato” y, por tanto, se puede prescindirse ampliamente de la regulación contractual de las relaciones entre los accionistas y de los accionistas con la sociedad.
Por el contrario, el mercado no sustituye a la regulación contractual de las relaciones entre los socios y de éstos con la sociedad en el caso de las sociedades cerradas. Pone varios ejemplos bien conocidos para los que nos dedicamos al Derecho de Sociedades:
El primero es la deferencia hacia los administradores (la presunción de que actúan de buena fe en el mejor interés de la sociedad y, por tanto, que sus decisiones no deben ser ‘second guessed’) no es tan razonable cuando el administrador y el socio mayoritario son los mismos. Este no está sometido al control que proporciona el mercado de capitales y a los incentivos salariales de los administradores alineados con el desempeño de la compañía.
O por ejemplo, la política de reparto de dividendos. El conflicto de interés que padecen al respecto los socios de control es mucho más intenso que el que padecen los administradores porque las necesidades de financiación y las preferencias al respecto del socio mayoritario y el minoritario pueden ser muy diferentes y la tentación del primero de utilizar esta política para obligar al minoritario a vender a bajo precio su participación es muy intensa. Manne llega a decir que “no parece exagerado poner la carga de probar la razonabilidad de la política de dividendos sobre el socio de control” y que es necesaria la intervención de la contratación privada y del Derecho en mucha mayor medida que para proteger al accionista disperso de una sociedad cotizada porque, a diferencia de lo que ocurre con las partnerships – con las sociedades colectivas -, el Derecho legal aplicable a las close corporations (a las SL en nuestro caso) se parece demasiado al aplicable a las sociedades anónimas abiertas lo que obliga a los socios a derogar muchas de las reglas corporativas para atender a sus intereses.
Y, claro, el problema es que, a menudo, el legislador considera imperativas las normas (corporativas) e impide a los particulares realizar dicho ajuste.
Hablar de ‘deberes fiduciarios’ de los accionistas dispersos de una sociedad cotizada es un absurdo. Pero imponer deberes fiduciarios al socio de control de una SA cerrada es imprescindible.
Lo propio puede decirse respecto de los shareholders agreements o pactos parasociales o del efecto de bloqueo de los órganos sociales que puede tener una mayoría reforzada en una SA abierta pero que es imprescindible para proteger los intereses de la minoría en una sociedad cerrada donde existe una mayoría estable de una determinada proporción.
El problema, dice Manne, es que todo esto obliga a complicar todavía más la regulación contractual entre los socios incluyendo cláusulas de ‘desbloqueo’, previendo la disolución y liquidación etc.
La respuesta del legislador en los EE.UU. ha sido la ‘contractualización’ de la corporation (“few truly mandatory provisions – are – left in the typical general corporation act”) y la promulgación de leyes que regulan específicamente las close corporations (la SL en nuestro caso). El resultado, termina Manne es que
l derecho de sociedades anónimas parece estar convirtiéndose en el derecho de sociedades anónimas cerradas con una incidencia muy menor sobre las sociedades anónimas cotizadas.
Conclusión
Manne fue uno de los más perspicaces observadores del Derecho de Sociedades de su generación. Y este artículo, que cumplirá casi sesenta años dentro de poco es una buena muestra de su inteligencia y capacidad de análisis. Lo que se ha expuesto se puede resumir como sigue:
Sus planteamientos se entienden mejor si reconocemos cómo la combinación entre el contrato de sociedad y la corporación que constituye la característica diferenciadora de la SA frente a las demás corporaciones (asociación, fundación, mutua y cooperativa) explica las diferencias de régimen jurídico entre los distintos tipos de corporaciones. En efecto, si se tiene en cuenta este "doble vínculo" del accionista, se explican bien las características peculiares de la SA respecto de otras corporaciones. Desde la ‘gestión centralizada’ a los derechos de los accionistas de los que no disfrutan los miembros de otras corporaciones (derecho a transmitir la condición de miembro, derecho a los rendimientos del patrimonio social, derecho de suscripción preferente…) pasando por los deberes, facultades y competencias de administradores y accionistas (¿necesitamos una business judgment rule en las asociaciones? ¿la impugnación de los acuerdos sociales debe regularse igual en todas las corporaciones? ¿la acción social de responsabilidad es una institución generalmente aplicable a todas las corporaciones o solo a la sociedad anónima?) o la relevancia de las preferencias idiosincráticas de los miembros de la corporación que, como hemos visto, son irrelevantes en el caso de la sociedad anónima porque el inversor se ha ‘autoseleccionado’ para ocupar ese rol y solo ese rol. Además, el derecho del mercado de capitales o el derecho concursal tienen un protagonismo notable. Todas estas reglas e instituciones no se trasladan sin más a las demás corporaciones. El derecho de la sociedad anónima es por ello distinto del derecho de fundaciones, de asociaciones, de mutuas o de cooperativas a pesar de que todas ellas son corporaciones.
En segundo lugar, dentro del Derecho de Sociedades Anónimas, la combinación de normas corporativas y normas societarias-contractuales es muy diferente en las sociedades cotizadas y las sociedades cerradas por la razón – otro gran hallazgo de Manne – de que las primeras ‘disfrutan’ de las bendiciones del mercado (precios) mientras que las segundas, no y, por tanto, los miembros han de recurrir a las reglas (al contrato, a la autonomía privada) para asegurarse los beneficios de la cooperación. El resultado de esta interacción entre autonomía privada y mercados ha sido – como también concluye Manne – reconocer, también a las sociedades anónimas cotizadas, la más amplia libertad contractual y tal reconocimiento no ha perjudicado significativamente a los accionistas dispersos porque estos disfrutan, como he dicho, de la ‘bendición’ de los mercados de capitales y sus precios. No reconocerla, sin embargo, impediría a los socios-miembros de una sociedad anónima cerrada establecer las salvaguardas contractuales que les garanticen la obtención de las ventajas de la cooperación.
Henry G. Manne, Two Corporation Systems: Law and Economics, Virginia Law Review, Vol. 53, No. 2 (Mar., 1967), pp. 259-284