En otro lugar he dicho que, tras la de la evolución, el descubrimiento de los juegos de suma positiva, esto es, de los beneficios mutuos que se obtienen de la cooperación es una de las ideas más importantes del mundo. La psicología humana ha sido moldeada por la evolución para reconocer y recolectar las ventajas de la cooperación con otros. Lo que tiene de interesante la conversación entre Tyler Cowen y Joe Henrich es que explica qué entornos pueden hacer saltar nuestro instinto cooperativo – los sistemas mentales que nos mueven a cooperar – y qué entornos pueden hacer saltar nuestro instinto defensivo – el sistema mental que regula la reacción frente a una amenaza, en este caso, una amenaza de acabar siendo explotados por la otra parte –. Joe Henrich sugiere que es bastante sencillo pasar de un sistema mental a otro. Le pregunta Cowen por su trabajo con los mapuches en Chile y dice Henrich que ese trabajo le ha sugerido la idea de que hay determinadas actitudes psicológicas (la envidia) e instituciones culturales (la brujería) que transforman juegos de suma positiva – cooperación – en juegos de suma cero y, por tanto, que en sociedades en las que abunde la envidia o la brujería, el desarrollo económico – que se obtiene gracias a la cooperación en juegos de suma positiva – podría malograrse.
¿Cuál es ese entorno? Se me ocurre que tiene que ser un entorno en el que los bienes no se producen sino que se extraen del entorno y este entorno es pobre. Porque en ese entorno es muy fácil para los que en él habitan “interpretar” la acumulación de bienes por uno de los miembros del grupo – que le vaya bien económicamente – negativamente, esto es, como una conducta amenazadora para el bienestar de los demás. El sistema mental que se ocupa de las amenazas reaccionará generando una emoción de envidia. Si a alguien le va bien, eso significa necesariamente que a los demás les tiene que ir mal. Cita a un antropólogo llamado George Foster que explica que cuando un miembro del grupo tenía una buena cosecha, trataba de ocultarlo para evitar suscitar la envida de sus vecinos ya que esa envidia podía acabar con graves daños en forma de incendio de su casa o sus campos e incluso de su asesinato. De esta forma, “si alguien descubría un fertilizante particularmente bueno o una nueva técnica de cultivo, tendría incentivos para ocultarlo”.
En este entorno, existirá muy poca cooperación entre los vecinos, las innovaciones no se difundirán y los que empezaron siendo pobres continuarán siendo pobres. Recuérdese, el sentimiento de que se está jugando un juego de suma cero proviene de que los bienes disponibles se consideran “dados”, no “producidos” y, por tanto, existen en una cantidad fija de ellos lo que significa que si uno de los miembros acumula una mayor cantidad es a costa de que los otros tengan menos.
Tyler Cowen pregunta entonces a Henrich si cree que hay diferencias entre las distintas sociedades humanas en esta facilidad para ver las interacciones con otros miembros del grupo en términos de juegos de suma positiva o para dejar de hacerlo en esos términos y ver las relaciones como de suma negativa. Y Henrich, muy cuidadosamente contesta que cree que la psicología humana dispone de los sistemas mentales (en términos de Boyer/Petersen diríamos) “para que veamos el mundo en términos de suma cero” y que no hace falta un percutor muy potente para llevar a la gente “a pensar en términos de suma cero”. Las señales del entorno que provocarían ese cambio de sistema mental sería – dice Henrich – “un crecimiento económico negativo” o “un conflicto con otros grupos”. Lo segundo es bastante intuitivo. Disponemos de una “psicología coalicional” que se ha formado por la existencia de rivalidad con otros grupos. Lo primero es, quizá, menos intuitivo y seguramente parcial. No es tanto que haya un crecimiento económico negativo como que los bienes sean hallados, recolectados, extraídos de la naturaleza y no producidos. Si los bienes se encuentran o se recolectan pero no se fabrican o producen como era el entorno en el que se formó la psicología humana puesto que la agricultura es un fenómeno muy reciente en términos evolutivos y el entorno en el que se mueve un grupo humano es muy pobre, el sistema mental que regula la reacción frente a las amenazas saltará fácilmente en forma de envidia cuando un miembro del grupo dispone de más bienes de los que puede consumir.
La buena noticia es que ese sistema mental debía de ser dominante en grupos humanos que vivían en entornos pobres por lo que es probable que se extinguieran a mayor velocidad que los que vivían en entornos más ricos donde no fuera tan fácil que la observación de que alguien del grupo tenía bienes en abundancia activara el sentimiento de la envidia, esto es, se percibiera como una amenaza. Del mismo modo que podemos presumir que los grupos humanos más pacientes e inteligentes se han reproducido más que los más impacientes y lerdos. Y así, entraríamos en un bucle virtuoso porque los miembros de estos grupos jugarían más juegos de suma positiva que los harían florecer económicamente y multiplicar su número. Ahora bien, como dice Henrich, el sistema mental del que brota la envidia sigue anidando en nuestra psicología y, podemos suponer, presto a activarse en escenarios que evoquen la representación de que el éxito de otros es la causa de nuestra miseria.
Un apunte más. Dice Boyer que, contra lo que pretenden los economistas con sus modelos basados en el dilema del prisionero, la evolución ha moldeado la psicología humana en entornos – sociales – que poco o nada tienen que ver con las condiciones en las que se desarrolla el juego del dilema del prisionero (no comunicación, imposibilidad de formarse reputación de cooperador o no cooperador) y por tanto, que la cooperación no colapsa en el seno de los grupos humanos con facilidad. Al contrario, parecería que la evolución ha resuelto la mayor parte de los dilemas que plantea la acción colectiva con unos sistemas mentales que facilitan sobremanera la coordinación entre los miembros de un grupo incluyendo, por ejemplo, saber rápidamente si uno debe liderar la acción coordinada o limitarse a seguir las instrucciones del más hábil o experimentado. Nuestra capacidad para representarnos los beneficios de la acción colectiva y para retrasar la recompensa que hemos imaginado comprendiendo que hay que invertir antes de cosechar y cierta seguridad de que los beneficios se repartirán igualitariamente son suficientes para resolver la mayoría de los dilemas de acción colectiva que se presentan a un grupo humano de tamaño reducido con interacciones frecuentes entre sus miembros. Si es así, sólo veríamos activarse la envidia – y sustituirse la cooperación social por la guerra de todos contra todos – cuando esté en riesgo (percibido) la supervivencia de cada uno de los miembros del grupo. Esta percepción debía de estar fácilmente presente en un grupo prehistórico al que acechara permanentemente la hambruna y la inanición pero solo muy esporádicamente en un grupo humano moderno. De ahí que podamos aguantar elevadísimos niveles de desigualdad sin que los que menos tienen corten el pescuezo a los ricos.
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