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Muchos de los casos de competencia desleal de los que se ocupan nuestros tribunales dejan en el lector atento una sensación de perplejidad. Por ejemplo, cuando el empleador demanda a sus antiguos empleados por competencia desleal (porque éstos se lo montan por su cuenta y se apropian de la clientela del primero o lo denigran o le hacen, simplemente, competencia cuando tenían en sus contratos una cláusula de no competencia o se apropian de secretos comerciales del empleador…) tiene uno la sensación de que la fuente de la pretensión del empleador es el contrato de trabajo, no la actuación en el mercado por parte de los antiguos empleados. De no ser porque éstos eran empleados del demandante, ninguna obligación surgía para ellos de respetar la clientela del demandante. Lo propio ocurre en muchos casos de contratos de distribución que terminan “mal” o en acuerdos de cooperación entre competidores. El hecho es que los juzgados de lo mercantil admiten estas demandas sobre la base de su competencia para entender de la aplicación de la Ley de Competencia Desleal y es raro que los demandantes acumulen acciones basadas en el contrato que unía a las partes y las acciones de competencia desleal. El hecho de que los juzgados de lo social rara vez condenen a los trabajadores a indemnizar a sus patrones por sus conductas infractoras del contrato de trabajo explica, igualmente, la estrategia procesal de los empleadores.
La competencia de los juzgados de lo mercantil en estas materias “no daña” siempre que los jueces de lo mercantil sean conscientes de las diferentes valoraciones de las conductas que se derivan de la responsabilidad contractual y de la responsabilidad por la comisión de actos de competencia desleal. Como explicara magistralmente José María Miquel, las valoraciones de la conducta de las partes es diferente ya que, si existe un contrato, son las partes las que han procedido a dicha valoración a los efectos de considerar las conductas recíprocas como incumplimiento de dicho contrato. No pueden sustituirse las valoraciones de las partes por las valoraciones del legislador de la competencia desleal porque son muy diferentes en lo que se refiere a las conductas prohibidas a las partes o las conductas que son obligatorias para las partes.
Pues bien, en la Sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid de 27 de septiembre de 2017, el magistrado ponente realiza – antes de abordar el recurso que desestima en su integridad porque no se consideran probadas ninguna de las conductas que podrían considerarse tipificadas en la Ley de Competencia Desleal – una excelente exposición de las relaciones entre acciones contractuales y acciones basadas en la Ley de Competencia Desleal. El caso hace pertinente la exposición del ponente porque se trataba de una acción interpuesta por un distribuidor frente al fabricante al que acusaba, básicamente, de haberle engañado ofreciéndole un contrato de distribución para, a continuación, establecer una filial propia en España captando para ella a algunos de los empleados del distribuidor. O sea, un caso bastante claro de – eventualmente – responsabilidad precontractual del fabricante.
La Ley de Competencia Desleal constituye un conjunto normativo que pretende preservar la corrección en las prácticas mercantiles protegiendo a quienes intervienen en el mercado frente a conductas que, salvo en contadas hipótesis, se caracterizan esencialmente por la nota de la extracontractualidad, es decir, por la inexistencia entre el sujeto activo y el sujeto pasivo de la acción de vínculo contractual alguno capaz de obligar jurídicamente a aquel respecto de este a abstenerse de ejecutar la conducta censurada. Cuando ese es el caso, el agraviado no precisa de la protección de la Ley de Competencia Desleal al tener siempre salvaguardados sus intereses concurrenciales al respecto por la posibilidad de ejercitar acciones típicamente contractuales (de cumplimiento y/o de resarcimiento en caso de incumplimiento del contrato). La infracción en sí misma de compromisos contractuales es, simple y llanamente, una conducta incumplidora que puede ser enervada, corregida o reprimida mediante el ejercicio de su acción natural, a saber, la acción personal emanada del propio contrato.
Pues no debe perderse de vista que el bien jurídico que la Ley de Competencia Desleal está llamada a proteger es un bien de naturaleza supraindividual como lo es la competencia en tanto que pieza clave para el funcionamiento del sistema económico, siendo destinatarios de esa protección, como indica el Art. 1 de la ley, "...todos los que participan en el mercado..." , tanto desde el lado de la oferta como desde el lado de la demanda, finalidad institucional que, desde luego, desborda la más estrecha consideración de los intereses particulares de quienes se encuentran vinculados por una relación contractual. No en vano es el propio Preámbulo de la L.C.D. el que la califica como una ley "...de corte institucional..." , añadiendo que a partir de dicha norma el derecho de la competencia desleal "...deja de concebirse como un ordenamiento primariamente dirigido a resolver los conflictos entre los competidores para convertirse en un instrumento de ordenación y control de las conductas en el mercado..." , y todo ello en provecho "...no solo de los intereses privados de los empresarios en conflicto sino también de los intereses colectivos del consumo...".
Ciertamente, no es imposible ni infrecuente que cuando dos operadores económicos se encuentran vinculados por una relación contractual, se desarrollen por parte de alguno de ellos conductas que, situadas en zonas fronterizas a las materias contractualmente reguladas, resulten merecedoras de un reproche de deslealtad concurrencial. Pero creemos que esa frontera o línea divisoria es, al menos desde el punto de vista teórico, relativamente clara: si la conducta inconveniente entra dentro de la órbita de las materias reguladas por el contrato, entonces puede afirmarse que el contrato constituye título apto para la represión de aquella; si, por el contrario, esa conducta no resulta reconducible o susceptible de tratamiento jurídico a través de ninguna de las previsiones contractuales, ni siquiera mediante derivación interpretativa del contrato, y a la vez encaja en alguna tipicidad de la Ley de Competencia Desleal, entonces podrá hallar justificación el análisis de su eventual ilicitud concurrencial.
Bien entendido que cuando nos referimos a materias contractualmente reguladas estamos haciendo alusión a un concepto amplio de regulación donde se comprende tanto la literalidad del contrato como todas aquellas consecuencias que, por vía de integración hermenéutica y a través de los instrumentos que el propio legislador proporciona, dimanan del contrato. Entre esos instrumentos hermenéuticos se encuentra, ciertamente, el de la conformidad a la buena fe contractual que enuncia el Art. 1.258 del Código Civil , pero aquí se trata de la buena fe como principio inspirador de la tarea interpretativa del contenido obligacional del contrato y no al principio de buena fe concurrencial que, con base en valores supraindividuales y fundados en consideraciones de orden institucional, consagra el Art. 4 de la Ley de Competencia Desleal para la represión de conductas concurrencialmente ineficientes que no han hallado en el articulado de la ley una tipicidad específica.
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