viernes, 22 de noviembre de 2024

Los profesores de Humanidades y la inteligencia artificial

Relicario de la Santa Espina, Museo Británico

Le he pedido a Copilot que revise el texto que ha publicado este profesor de la Pompeu Fabra en EL PAÍS en el que defiende a Sánchez y ataca a sus críticos. Aquí tienen el texto publicado en EL PAÍS y a continuación la versión mejorada de Copilot. Me dice Copilot que ha reducido el texto original, eliminando repeticiones, entre un 20 y un 25 %. Invito a que comparen y juzguen si Copilot ha mejorado o no el texto original.

Vivimos en un Estado fallido gobernado por un autócrata. Esta es, en síntesis, la lectura que los opinadores del antisanchismo —algunos de los cuales fueron analistas solventes antes de caer en la ofuscación y la monomanía— proponen para entender la situación actual de España. Al autócrata lo teníamos desde 2018, pero la terrible riada de Valencia permitió pasar a la casilla del “Estado fallido”. De Estado fallido hablaba algún intelectual del procés en los meses previos a octubre de 2017. De fallo sistémico habló Mazón ante las Cortes valencianas en un bochornoso ensayo general para su defensa jurídica. De Estado fallido y de fallo sistémico hablan todos aquellos líderes y fuerzas políticas que buscan desacreditar un régimen político para apoderarse de él mediante un golpe, una revolución, o una ocupación democrática del poder para desarmar desde dentro del Estado sus instituciones en provecho propio.

No todos los que usan esta expresión están en ese extremo ni se han vuelto locos, aunque algunas llamadas a “la acción” —entre seniles y grotescas— obligan a temer que hay quienes salen con unas copas de más de algunos cenáculos. Hay una ferocidad gagá, y ambiciones y ansiedades más juveniles, todas inocuas en una sociedad educada. Pero la pregunta es siempre quién anima o quién paga esos cenáculos. Seguramente el que sale sobrio de la francachela y se va tranquilamente a casa a fumarse un puro y a beber de su buen whisky. La imagen no pretende ser literal, pero sí significativa: hemos ingresado en el imperio de la exaltación y han regresado en tropel los tontos útiles.

Que el rechazo a Pedro Sánchez puede plantearse como algo argumentado y racional no lo pongo en duda. Ni siquiera lo digo en subjuntivo, porque es un hecho y forma parte de las reglas del juego de la democracia. Pero que el rechazo se exprese como odio, e incluso si ese odio se esfuerza por parecer argumentado y razonado —claro, ¿cómo no se verá como odioso a un autócrata, y cómo no será un autócrata si lo odiamos?—, eso ya sospecho que forma parte de una manera muy actual, quizá demasiado actual, de vivir la política. Y no digamos si el odio se expresa como algo visceral, dispuesto a la violencia, o alentando la acción violenta. Objeto de odio ya lo fueron Suárez, González, Aznar y Zapatero. Calvo Sotelo y Rajoy desataron menos pasión. Pero sea cual sea el ranking de los odiosos, lo evidente es que el odio, la visceralidad, el exabrupto, el disparate, y ahora la mentira sistemática y descarada, la manipulación más burda y maniobrera, dominan la política de este país —y de buena parte del mundo global— para desgracia de todos.

Quienes creen que un mínimo de racionalidad se impondrá se equivocan. Quienes invocan una política basada en la sensatez, en el triunfo de la verdad sobre la mentira —del bien sobre el mal— se equivocan. Muchos ciudadanos de hoy se informan y piensan enganchados a un placebo informativo repleto de venenos, y son precisamente esos venenos los que les dan gusto y los vuelven adictos a su nicho de información. Es el final del sueño ilustrado de una sociedad articulada por una opinión pública honesta, cualificada y bien informada. Es el final definitivo, y nada abrupto, porque sería ingenuo creer que eso no ha sucedido hasta ahora. Alexander Koyré ya pudo escribir en su ensayo sobre la mentira de 1940 que “nunca antes se había mentido tanto como ahora”. Su motivo de escándalo era Goebbels, y la novedad era el aparato de radio. No es difícil encontrar en internet fotomontajes de los años treinta con el aparato de radio como gran tótem erigido en medio de una multitud, ni imágenes de familias unidas en torno a la misma radio escuchando la voz del Führer con la misma devoción con la que se podía bendecir una mesa. Son conocidas las reacciones de intelectuales como Tucholsky o Thomas Mann al oír por primera vez a Hitler en la radio, porque dejaron por escrito su perplejidad y la imposibilidad de tomarse en serio aquella voz. Pero también es conocida la advertencia de Hitler: “Primero fueron muchos los que se reían, luego fueron cada vez menos, y de los que todavía se ríen, pronto no se reirá ninguno”. No quiero incurrir en la típica reductio ad Hitlerum, pero es importante pensar históricamente y tratar de comprender adónde nos lleva la dinámica actual de frivolidad, mala fe y ominosa ferocidad. Y qué significa para la democracia, tal como la conocemos, esta demolición de una opinión pública razonablemente capaz de preferir la veracidad a la mendacidad.

Lo del Estado fallido no es un ejemplo de bulo. Es el horizonte al que apunta la proliferación de los bulos. La agitación verbal acaba por agitar los ánimos, que es lo que busca, y de los ánimos agitados puede esperarse cualquier cosa. Así se crea un estado de opinión cada vez más amplio que asume como un hecho que la situación general de España es efectivamente la propia de un Estado fallido. La parte de la sociedad que muerde con afán semejante anzuelo no puede no desear otro Estado, a menos que encuentre placentero vivir en un Estado fallido, cosa improbable. De modo que tanto la insistencia en el Estado fallido como la receptividad ante semejante infundio expresan el deseo de que el Estado actual —la España constitucional— se dé por fallido y dé paso a otro modelo o régimen político, se supone que más fuerte, más autoritario, más centralizado, o simplemente más caótico y libertario, ideal para las doctrinas del cuanto peor, mejor. No me cabe duda de que algunos de los opinadores que se han lanzado por ese tobogán, llegados a ese punto, se llevarían las manos a la cabeza y dirían que solo quieren “echar a Sánchez”. Pero al cambiar el agua del barreño hay que vigilar con que no se acabe tirando también al niño. Y el niño no es Sánchez. No es Sánchez lo sagrado, sino el Estado. Por eso lo inquietante es que para hundir un Gobierno hayamos entrado en una carrera hiperbólicamente destructiva y en la que parece haberse infiltrado otro plan, otro propósito con un tufo trumpista y desestabilizador que apesta a ultraderecha. Que la ultraderecha juegue a ser ultraderecha no debe sorprendernos. Pero que la derecha centrista se arme un lío —y nos líe a todos— con sus maniobras de supervivencia ante el colosal desastre de Valencia y su escandalosa gestión por parte del Gobierno valenciano, eso debe anotarse en la interpretación del momento presente y sus tendencias. No vaya a ser que desacreditar el Estado llegue a ser conveniente incluso para aquellos partidos que representan partidos de Estado. Dicho de otro modo: ¿Dar el Estado por fallido podría llegar a ser electoralmente rentable?

Luego le he pedido a Copilot que me explique los cambios realizados y me dice lo siguiente:

  1. Eliminación de repeticiones: He eliminado frases redundantes y repetitivas para hacer el texto más fluido y conciso.
  2. Claridad y coherencia: He reestructurado algunas oraciones para mejorar la claridad y coherencia del texto.
  3. Simplificación de expresiones: He simplificado algunas expresiones para hacer el texto más accesible sin perder su profundidad.
En fin, le he preguntado si ha encontrado falacias en el texto y me dice que ha encontrado tres
  1. Reductio ad Hitlerum: Aunque el autor menciona que no quiere incurrir en esta falacia, la comparación con Hitler y Goebbels puede considerarse una forma de esta falacia, que consiste en desacreditar una posición comparándola con el nazismo.
  2. Generalización apresurada: El autor asume que todos los que critican al gobierno actual lo hacen desde una posición irracional o de odio, lo cual es una generalización que no necesariamente se aplica a todos los críticos.
  3. Falsa dicotomía: Se presenta la situación como si solo hubiera dos opciones extremas: aceptar el gobierno actual o desear un estado fallido, sin considerar otras posiciones intermedias.
Le he repuesto preguntándole si se había olvidado de la falacia del hombre de paja. Y me contestado que 
¡Tienes razón! La falacia del hombre de paja es otra que se puede identificar en el texto. Esta falacia ocurre cuando alguien distorsiona o exagera la posición de su oponente para luego atacarla más fácilmente. En este caso, el autor presenta una visión extrema de la oposición, sugiriendo que consideran a España un Estado fallido y a Sánchez un dictador, lo cual no es una postura comúnmente sostenida por la mayoría. Al hacerlo, el autor construye un "espantapájaros" y lo derriba retóricamente, lo que puede desviar la atención de los argumentos más matizados y razonables que podría tener la oposición.

Entonces le he dicho a Copilot si no cree que critica desmesuradamente a la oposición y al gobierno valenciano en los mismos términos de los que acusa a la oposición de hacer con Sánchez. Y Copilot me ha contestado: 

Es una observación válida. El autor del texto critica a la oposición por utilizar términos extremos y descalificadores contra el gobierno de Pedro Sánchez, pero al mismo tiempo emplea un tono similar al referirse a la oposición y al gobierno valenciano. Esto puede percibirse como una inconsistencia o una falta de coherencia en su argumentación. Al criticar a la oposición por su retórica y luego usar una retórica similar para describir a sus adversarios, el autor corre el riesgo de caer en el mismo tipo de discurso que está denunciando. Este tipo de enfoque puede debilitar su argumento, ya que parece estar aplicando un doble rasero.

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