Según el tipo de empresa, las ganancias de eficiencias de colocar todo o parte de su capital en Bolsa son mayores o menores. Por ejemplo, en compañías que prestan servicios públicos (luz, agua, teléfono, seguros…) es probable que la forma de propiedad dispersa que proporciona la cotización bursátil sea la más eficiente. Los costes de vigilar a los gestores son más bajos y la actividad de éstos es menos discrecional. Tener acciones de este tipo de empresas es una forma de colocar el ahorro de grandes porciones de la población.
La cuestión es mucho más discutible cuando se trata de compañías que prestan servicios y en las que el capital humano es muy importante en su éxito. En los últimos tiempos se ha discutido si las consultoras, los bancos de negocios o de inversión y ahora, las compañías de trading en materias primas deben salir a Bolsa o la salida a Bolsa no hace más que reducir su valor. Las compañías acaban valiendo menos porque los incentivos que proporciona la propiedad a los gestores y principales empleados de tales compañías desaparecen cuando la propiedad ha pasado a manos de miles de accionistas dispersos.
Ni siquiera la garantía de los que participan en la OPV como vendedores de que se quedarán con una parte importante del capital y de que no se desprenderán de ella en años parece suficiente. Porque se trata de que la estructura de propiedad influye en el valor de la empresa. Y hay empresas que difícilmente pueden ser eficientes con cientos de miles de propietarios que no participan en la gestión ni en la prestación de los servicios de esas empresas. Naturalmente, el ser humano es muy ingenioso: se puede convertir a los inversores-accionistas dispersos en algo así como unos obligacionistas que reciben más interés cuando los negocios van mejor y poner al frente de la compañía a una sociedad de personas (partnership) en la que participan los que eran dueños de la empresa y se conservan los incentivos previos a la salida a Bolsa.
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