Zapatero ha sido el peor presidente del Gobierno de la Historia reciente de España. A su limitada capacidad intelectual y escasas cualidades como hombre de Estado se ha unido la pésima selección de sus colaboradores. Nunca la política española ha estado poblada de tanta gente mediocre como en la última década. Los números dos, tres, cuatro… del PSOE – y, en menor medida, del PP – son gente muy mediocre. Lo que se ha traducido en un debate público igualmente mediocre y en la ausencia casi total de proyectos de política económica, social y territorial que hubieran permitido a España consolidar su crecimiento y posición entre los países más desarrollados del mundo. Zapatero ha tenido pequeños aciertos y ha cometido grandes errores.
¿Y dónde está la alabanza? En el mismo lugar que la crítica. La falta de sustancia de Zapatero y su entorno les hace humildes y dispuestos a reconocer sus errores. Se ha dicho que esto, – la capacidad para rectificar – es una de las grandes ventajas competitivas de la sociedad norteamericana. Los yankies cometen los errores más gordos pero rectifican rápidamente. No tienen miedo a experimentar porque todo es reversible y, ya se sabe, el que no se arriesga no cruza la mar.
Lo ocurrido en el último año en España demuestra que nuestra clase política es, quizá, la más mediocre de Europa pero no es la más corrupta ni la más ineficiente (ese “honor” corresponde a la italiana – Sartori dixit -). Y, seguramente, es la más humilde. Las rectificaciones del último año salvarán, en alguna medida, la memoria que conservemos de Zapatero. Primero se cayó del burro del gasto público insostenible; luego del burro de la España plural; luego de la idea de que hay que proteger a los más protegidos. Ahora se está cayendo del burro de los “jóvenes nacionalistas”, o sea, de la idea de que cualquiera puede ser Ministro o, incluso, presidente del Gobierno. Su generación de políticos mediocres pero humildes abandonará la escena como lo que son.
Ahora solo falta que recuperemos el brío reformista de los ochenta y, en menor medida, de los noventa: reducir el Estado a un tamaño que nos podamos permitir con los ingresos normales que genera la economía española. No con las herencias del tío de América. Y, sobre todo, cumplir con aquella frase del discurso del rey en su proclamación y que aparecía en los billetes de 5000 pesetas: “que nadie espere una ventaja o un privilegio”. Acabemos con los capturadores de rentas.
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