Se cuenta que ELA-STV y LAB los sindicatos nacionalistas vascos inician las negociaciones con los empresarios muy agresivamente. Vienen a decirles que no se equivoquen. Que aunque el empresario sea el que aparentemente manda porque la empresa es suya, en realidad, la empresa es de los trabajadores y que son ellos los que tienen la sartén por el mango y los que deciden qué parte de los rendimientos de la empresa podrá detraer el empresario. Y lo dicen con mucha seguridad. Probablemente, en los tiempos de ETA, porque el empresario habría de temer que unas malas relaciones con los trabajadores incrementaban la probabilidad de ser secuestrado o asesinado por ETA. Sin terrorismo para dar verosimilitud a estas pretensiones sobre quién es el verdadero propietario de la empresa, es probable que, en los últimos años, las negociaciones laborales en el País Vasco hayan perdido parte de esa agresividad. Probablemente, sin embargo, los trabajadores son más “dueños” de las empresas en las que trabajan en el País Vasco que en el resto de España (no tengo ninguna prueba de que sea así, de modo que entiéndase como un cuento verosímil).
En otras entradas hemos contado la historia de la Compañía de las Indias Orientales y la enorme dificultad de los administradores para controlar a sus empleados. Estos, desplazados a Asia, emprendían por su cuenta. Se llamaba el “comercio particular” o private trade. Consistía en que estos empleados, se dieron cuenta de que los asiáticos no comerciaban entre sí, al menos, no aprovechaban todas las posibilidades de este comercio, y utilizaron los activos de la Compañía – los barcos mientras estaban en Asia, para intercambiar mercancías entre China, Japón, India e Indonesia. Los rendimientos de este comercio intraasiático, naturalmente, acababa en los bolsillos de estos empleados que podían acumular fortunas antes de volver definitivamente a Europa. En Europa, mientras tanto, se dejaba hacer siempre que los barcos volvieran de Asia cargados de especias, algodón o té en las fechas anuales previstas. Al fin y al cabo, los administradores en Londres o Amsterdam carecían de los medios para hacer obedecer a estos empleados que arriesgaban su vida (los holandeses tenían que mandar continuamente gente a Indonesia para reponer a los que habían muerto). Al final – en el siglo XVIII – los administradores en Londres se dieron por vencidos y dejaron hacer a sus empleados siempre que no robasen demasiado. Hubo algún juicio para tratar de exigir responsabilidades a estos empleados infieles, pero nada significativo.
Estos dos ejemplos ponen en duda la pertinencia del paradigma que utilizamos para explicar la empresa y el Derecho de Sociedades. El paradigma dominante en la concepción del Derecho de Sociedades y, en general, la teoría de la empresa es la llamada concepción contractualista. En muy pocas palabras, se quiere decir que la empresa es un nexo o nodo de contratos con un núcleo – la sociedad/persona jurídica/empresario – y unos satélites ocupados por todos aquellos que se relacionan, no entre sí, con el núcleo. Estas relaciones se articulan a través de contratos. Contratos con los proveedores, con los clientes, con los trabajadores, con los financiadores, con la Sociedad en la que la empresa desarrolla su actividad. La empresa – el núcleo – a su vez, está dominado por los socios, normalmente, los que aportan el capital de riesgo para desarrollar la actividad empresarial. Ellos son los titulares residuales en un doble sentido. Tienen asignados todos los rendimientos de los activos de la empresa que no están asignados a otros grupos a través de contratos (salarios de los trabajadores, intereses que cobran los financiadores, precios que reciben los proveedores, productos – bienes o servicios – que se entregan a los clientes etc. Y tienen asignados los derechos de decisión residuales, es decir, toman todas las decisiones sobre los activos de la empresa que, nuevamente, no estén asignados por contrato a los trabajadores (su tiempo fuera de la jornada laboral) a los financiadores (finalidades a las que puede la empresa destinar los fondos si éstos se han provisto a través de un contrato de financiación), a los proveedores (derechos sobre los productos suministrados que no han sido cedidos a la empresa) etc.
A este paradigma contractualista le han salido competidores, pero ninguno demasiado exitoso. Hay quien afirma que los verdaderos titulares residuales son los administradores de la sociedad, lo que tiene algo de verdad en el caso norteamericano, cuyo Derecho de Sociedades atribuye a los socios unos derechos limitados de control y da gran discrecionalidad a los administradores, no solo para gestionar la empresa social, sino para decidir sobre cuestiones constitucionales de la sociedad (aumentos de capital, reparto de dividendos, fusiones…). Hay quien afirma que, en Derechos como el alemán, son los trabajadores y los acreedores sociales los verdaderos propietarios, en cuanto codeciden con los accionistas y comparten el control sobre los gestores y, respecto de los acreedores, en cuanto la legislación limita notablemente lo que pueden hacer los accionistas con los activos sociales. Hay, en fin, quien afirma que no hay un grupo de interesados que puedan ser considerados titulares residuales – propietarios y que, más bien, todos los grupos ostentan alguna capacidad para gobernar la empresa.
La discusión entre los juristas se ha centrado, no en los términos descritos, sino en términos del interés social. Y, de nuevo, la concepción contractualista es dominante: el interés social es el interés común y exclusivo de los socios, es decir, presuntivamente, maximizar el valor de la empresa social en el largo plazo. Los socios pueden disponer de este interés y decidir – por unanimidad – que el objetivo de la empresa sea cualquier otro (contribuir al bienestar de la Humanidad o fabricar los mejores almohadones del mundo, en otra próxima entrada explicaremos por qué esta forma de describir el interés social en términos financieros ha distorsionado el concepto y le impide cumplir adecuadamente su función, pero para tener una idea de qué es lo que pensamos al respecto, vayan leyendo esto). La decisión es suya. Los intereses de los demás grupos están asignados a los contratos de estos grupos con la sociedad y al sector del Derecho que regula tales contratos (Derecho Concursal respecto de los acreedores, Derecho del Trabajo respecto de los trabajadores…). Frente a esta concepción contractualista, la única alternativa ha sido la de afirmar que los administradores sociales tienen que o pueden tener en cuenta los intereses de los grupos distintos de los accionistas cuando adoptan decisiones discrecionales en la gestión empresarial. Pero esta alternativa no ha tenido éxito porque se limita a describir, no proporciona criterios de enjuiciamiento de las decisiones de los administradores y es muy costosa en términos de costes de agencia: al permitir a los administradores tener en cuenta cualesquiera intereses distintos de los de los accionistas, se elevan enormemente los costes de los accionistas para controlar a los administradores que siempre podrán justificar su decisión – perjudicial para el valor de la empresa a largo plazo y, por tanto, para los accionistas – en la conveniencia de atender al interés de un grupo determinado.
Quizá por ello sea fructífero ensayar una explicación más detallada en el marco del paradigma contractualista y utilizando sus propias categorías, esto es, costes de transacción o, en términos de la doctrina de los property rights, delimitación defectuosa de los derechos sobre la empresa. Desde este punto de partida, la cuestión puede plantearse en los siguientes términos: todos los contratos que articulan las relaciones entre los distintos grupos de interesados en la empresa (stakeholders) son incompletos. Si una justificación hay para asignar la posición de titular residual – propietario (titular de los derechos de decisión y titular de los rendimientos de los activos no asignados a otros, Hansmann) a los que aportan el capital de riesgo – los accionistas – es, precisamente, que su contrato del que surge la persona jurídica – el contrato de sociedad – es el más incompleto de todos. Los que aportan el capital de riesgo asumen, específicamente, el riesgo de la empresa, es decir, que algo salga mal y su inversión se pierda. Soportan el riesgo residual. Y muchas cosas pueden salir mal cuando se pone en marcha una empresa porque el futuro es incierto. Los demás contratos son menos incompletos y, a menudo, muy detallados por lo que la protección de los financiadores, trabajadores, proveedores, clientes etc es mayor. El contrato es más completo y su cumplimiento (enforcement) también más completo.
Pero si aceptamos que todos los contratos son incompletos, que los derechos de las partes no están perfectamente definidos y que las partes no pueden hacer valer sin coste tales derechos, el resultado es que hay muchas posibilidades de expropiación recíproca: los proveedores pueden expropiar a la sociedad/empresa, los trabajadores, los financiadores. Y, a menudo, lo hacen. Los accionistas pueden reaccionar limitadamente. No sólo porque sus mecanismo de retorsión, como los de cualquier contratante son limitados, sino porque, además, actúan a través de agentes (los administradores) que pueden tener su propia agenda y pueden compincharse con las contraparte de la sociedad para repartirse el botín de la expropiación de los accionistas. Recuérdese la parábola del administrador infiel. A menudo, el administrador es, simplemente, tonto o desganado o, quizá, incapaz de garantizar que la contraparte cumplirá el contrato porque ejerce un control limitado sobre la conducta de estas contrapartes como, seguramente, le ocurrió a la Compañía de las Indias Orientales con sus agentes y empleados de Asia o como le ocurría al empresario vasco que no quisiera aceptar las reclamaciones de los sindicatos de su empresa. Con el paso del tiempo y la reiteración de las expropiaciones, el contrato puede considerarse mutado. El reparto de la ganancia común derivada de cualquier contrato de intercambio celebrado voluntariamente se modifica en beneficio de la parte cuyo cumplimiento no puede ser exigido estrictamente. Y, según los casos, la contraparte llega a convertirse en el titular residual, bien de los derechos de decisión, bien de los rendimientos de los activos sociales. No será frecuente que tales mutaciones deban llevarnos a concluir que los titulares residuales de la empresa han dejado de ser los socios-accionistas y han pasado a serlo los trabajadores, los financiadores o cualquier otro grupo de stakeholders. Si la empresa no es insolvente, lo más probable – como en el caso de la Compañía de las Indias Orientales – es que los empleados se convirtieran en titulares residuales de una nueva oportunidad de negocio (el comercio intraasiático) que había surgido tras la celebración de los contratos entre estos agentes y la Compañía y que, naturalmente, deberían haber pertenecido a la Compañía, puesto que constituía, claramente, una business opportunity de la Compañía. Es más, los barcos que se utilizaban en ese comercio, los almacenes y la marinería eran sufragados por la Compañía.
¿Cuál es la consecuencia para la teoría de la empresa? A nuestro juicio, que el carácter de contrato de duración y enormemente incompleto del contrato de sociedad (que genera la persona jurídica y regula las relaciones entre los accionistas que se autoatribuyen la posición de titulares residuales o propietarios) y el carácter incompleto y de duración de muchos de los contratos que la persona jurídica celebra con los otros grupos de stakeholders impide su “perfecta ejecución”. Y, en consecuencia, los demás stakeholders pueden apropiarse de modo permanente de una parte más o menos sustancial de los rendimientos – o del poder de decisión – asignados (por defecto) a los titulares residuales. No es que los titulares residuales hayan dejado de ser los accionistas. No es que los administradores no deban perseguir el interés social entendido como interés común de los accionistas a la maximización del valor de la empresa. Es que el carácter incompleto y la imperfecta enforceability de los contratos con los demás stakeholders permite a éstos apoderarse permanentemente de una parte de los rendimientos residuales que deberían corresponder a los accionistas. En consecuencia, bien puede decirse que el contrato ha quedado modificado o, trayendo la categoría correspondiente del Derecho Constitucional, que se ha producido una mutación de la “constitución” de la empresa.
El legislador, naturalmente, tiene mucho que ver en el asunto. Si se reconoce a los trabajadores derecho a participar en las decisiones empresariales; si se atribuye a los administradores la potestad para repartir dividendos o si se prohíbe a los accionistas dar instrucciones a los administradores, se incrementan las posibilidades de que los administradores se conviertan en titulares residuales del poder de decisión sobre los activos sociales y de los rendimientos de la empresa. Pero el legislador, en general, pone a disposición de los particulares distintos tipos societarios para que sean los particulares los que decidan a quién desean asignar estos derechos residuales – la posición de propietarios –. Así, si quieren que sean los trabajadores, podrán constituir una cooperativa; si los clientes, una mutua; si los proveedores, una cooperativa o una agrupación de interés económico etc. Lo que se afirma aquí es que, también en la sociedad anónima o limitada, en la que el legislador asigna la posición de propietario al que aporta el capital de riesgo, los contratos con los demás stakeholders pueden contribuir a que, de facto, deban compartir la posición de titulares residuales con éstos. Y, a menudo, esta mutación es beneficiosa para el interés de la Sociedad en general (como se ha sostenido en relación con el private trade en cuanto se explotó el comercio intraasiático) y para el interés de los accionistas (como parece resultar de las estratosféricas retribuciones de los administradores sociales en los EE.UU. cuyos accionistas parecen estar mejor que sus correspondientes japoneses o alemanes aunque éstos tengan administradores sociales peor pagados). En sentido contrario, los accionistas pueden estar expropiando a sus trabajadores o a sus financiadores. Pero esta expropiación no “entra” en la discusión acerca de la teoría de la empresa.
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