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El éxito del capitalismo, entendido como la descentralización de las decisiones de producción y consumo, es indudable. No ha habido en la historia de la Humanidad un sistema de organizar la producción de bienes que garantice mejor el bienestar y la riqueza de más individuos. Las críticas al capitalismo se centran en que sufre crisis periódicas y en que genera una enorme desigualdad. Los economistas, naturalmente, responden inmediatamente ¿comparado con qué? Y claro, hasta hoy no hay más término de comparación que los regímenes socialistas, ninguno de los cuales ha logrado sacar de la pobreza a sus pueblos y conservar la libertad individual y política simultáneamente. En cuanto a la desigualdad, de nuevo, ¿comparado con qué? Los regímenes socialistas se convertían rápidamente en oligocracias donde una minoría cercana al partido disfrutaba de unas condiciones de vida mucho mejores que la población en general. Y, comparado con el capitalismo previo a la Revolución Industrial (si se acepta que, en la medida en que buena parte de la producción y el consumo se determinaba por decisiones de mercado, no por la costumbre o por decisiones jerárquicas, también los sistemas económicos del Antiguo Régimen eran capitalistas) no hay duda de que la desigualdad ha disminuido, aunque sólo sea porque se ha reducido la pobreza y una gran parte de la población mundial vive muy por encima de los niveles de subsistencia.
Lo peor del capitalismo es que, en el proceso de creación de riqueza (no son mejoras de Pareto) muchos pierden. De ahí que
“los principales defensores del capitalismo sean los que se han beneficiado de su desarrollo, o esperan beneficiarse y sus principales opositores son los que han perdido – o creen que perderán – conforme el sistema se desarrolle. en el medio, están los reformistas que quieren salvaguardar lo mejor del capitalismo suavizando, al mismo tiempo, sus aspectos más ásperos”
La edad de oro del capitalismo es el período que va de 1850 a 1914. Los cien años de la Pax Britannica que extendió por todo el mundo el libre comercio, el patrón oro y la libertad de emigración. El siglo XX fue el siglo en el que liberalismo y capitalismo fueron puestos en cuestión de forma más vigorosa. El siglo de las guerras internacionales y el siglo de los totalitarismos. Quizá la reputación que Gran Bretaña ha conseguido mantener hasta el siglo XXI se debe a que, salvo para los que no contaban (indios, chinos, africanos y la mayor parte de la población de Sudamérica), este período de tiempo se añoró en el siglo XX como, por ejemplo, reflejan las memorias de Stefan Zweig. De las grandes potencias, sólo Gran Bretaña – y, por supuesto, los EE.UU – han mantenido, hasta hoy, la confianza profunda en la libertad de empresa y el capitalismo como fundamentos del orden social. Sólo Gran Bretaña deshizo el entramado de instituciones que transformaron los Estados europeos en –casi- socialistas a partir de la segunda guerra mundial. El caso de Alemania es notable porque – como Corea o Singapur en el siglo XX – bajo el gobierno de Bismarck se convirtió en el primer y más exitoso ejemplo de capitalismo de estado. Bismarck – se nos cuenta – gobernó primero sin legitimación democrática y luego tras ganar las elecciones. Gobernó en asociación con los grandes productores de hierro y acero y los terratenientes del Este; aplacó a comerciantes y artesanos otorgándoles rentas monopolísticas y a los trabajadores montando el “Estado social”, el seguro de enfermedad y el sistema de pensiones. Fomentó la investigación – especialmente en física y química – lo que proporcionó a Alemania el liderazgo mundial hasta el siglo XXI y rearmó Alemania. Los capitalismos de Estado sólo son posibles (¿o son la causa?) en sociedades muy consensuales. Pero el éxito fue atronador:
El sistema de capitalismo de Estado de Bismarck generó un crecimiento rapidísimo de la economía alemana. La producción se triplicó entre 1870 y 1913, mientras que sólo se había duplicado en Francia y Gran Bretaña. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Alemania producia tanto acero como el resto de Europa junto, más del 90 por ciento de la producción mundial de tintes sintéticos y disponía de la industria farmacéutica más avanzada y exitosa del mundo
Sólo Japón logró imitar (Meiji) con éxito a Alemania. Y la concentración en la industria armamentística condujo, como es sabido, a la guerra y a todos los desastres del siglo XX.
Entre los descontentos: los agricultores y los pequeños comerciantes, “crecientemente perjudicados por el capitalismo y aterrorizados por el socialismo”. Estas fueron las bases sociales del fascismo y del nazismo. El antisemitismo se explica porque “la amenaza de un nuevo, desconocido y más competitivo mundo, especialmente, de un mercado mundial fue atribuido un grupo especialmente cosmopolita: los judíos. La vuelta al mundo preindustrial sería posible si Europa se deshiciera de los judíos.
Tras la primera guerra mundial, los enemigos del capitalismo a la derecha y a la izquierda se reforzaron y el resultado “fue desastroso”. Y las élites que defendían la vuelta a la situación prebélica fueron incapaces de lograrlo, sobre todo, cuando se desató la Depresión del 29. El capitalismo se pasó de moda y “el futuro parecia pasar por economías semiautárquicas, autoritarias, centralizadas del tipo sugerido por el comunismo y el fascismo”. En el sur de Europa, el partido comunista venció al socialdemócrata en la captación de los votos de los trabajadores (pero se mantuvo dentro del sistema democrático) y
“la fuerza de los comunistas ayudo a que movimientos de extrema derecha se apropiaran del gobierno en países como Italia y Portugal y condujo a una década de conflicto y guerra civil en España que acabó en un autoritarismo de derechas todavía más brutal”
Tras el demencial intento del nazismo y el fascismo por conquistar el mundo aprovechando la crisis del capitalismo, el capitalismo tuvo un renacimiento en su aceptación generalizada por las potencias victoriosas de la segunda guerra mundial. El rápido crecimiento de la postguerra abrió una nueva edad de oro del capitalismo, ahora con paz social “y expansión del estado del bienestar en la mayor parte de los países capitalistas”. No era la pax britannica sin embargo, ni siquiera la pax americana. La mitad del mundo acabó dominada por el totalitarismo vencedor – también – en la segunda guerra mundial.
Bretton Woods representa el intento por volver a la situación previa a la gran guerra europea con las lecciones aprendidas de la segunda guerra mundial. La apertura comercial fue limitada y gradual, el dolar americano sustituyó al patrón oro y los países pudieron desarrollar sus políticas comerciales, industriales y monetarias con gran autonomía. Y, dicen los autores, Bretton Woods murió de éxito porque favoreció la integración internacional y, con ello, dificultó la eficacia de las políticas nacionales. El sistema salta en los años setenta en los que desaparece la convertibilidad en oro del dolar.
En esta época, los “escépticos” frente al capitalismo eran los países en vías de desarrollo y los contrarios, naturalmente, los países del bloque soviético más China.
La última etapa del capitalismo ha sido la de su globalización tras la caída del comunismo en Europa y la conversión al mismo de China o Vietnam y de buena parte de los países en vías de desarrollo que habían desarrollado políticas socialistas y autárquicas tras la segunda guerra mundial (India, especialmente): se intensifica el comercio internacional y China se convierte en la gran fábrica del mundo.
Así llegamos a 2007
“finalmente y, de nuevo, en estrecho paralelismo con la previa ortodoxia representada por el patrón oro, el consenso de Washington generó sus propios zelotas: en este caso, los que creían en mercados perfectamente eficientes, actores perfectamente racionales y en una desregulación que ponía en cuestión incluso la supervisión prudencial de los bancos o las garantías elementales de la seguridad pública. El mercado solo podía proporcionar bendiciones a la humanidad: habría crecimiento rápido y sostenido, los mercados corruptos se convertirían en mercados limpios, las ganancias se limitarían al producto marginal y, sobre todo, se lograría una valoración y asignación precisa del riesgo en mercados que funcionarían sin fricciones. Esta vez, si que sería diferente, pero no lo fue”
Los autores repasan la crisis financiera de 2007 y los efectos sobre la reacción social frente al capitalismo: las derechas se radicalizaron y aparecen la xenofobia y el nacionalismo político y económico (proponiéndose una vuelta a la autarquía y a la desintegración del comercio internacional). Las izquierdas denuncian la ineficiencia de la regulación para controlar al “capitalismo salvaje” y la desigualdad. Y también, entre las izquierdas como entre la extrema derecha, se propone volver al capitalismo de Estado.
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