Esta dificultad se resolvió a finales de la Edad Media y principios de la Ead moderna. Lo que surgió y resultó ser de gran importancia es que la fragmentación política no impidió que existiera una unidad intelectual y cultural, un mercado de ideas más o menos integrado que permitió a Europa beneficiarse de los rendimientos crecientes asociados a la actividad intelectual.
La unidad cultural europea se basaba en la herencia grecorromana (con el uso generalizado del latín como lingua franca de los intelectuales) y la estructura de la Iglesia cristiana. Si bien durante la mayor parte de la Edad Media, la actividad intelectual (tanto en número de participantes como en la intensidad de los debates) fue poco densa en comparación con lo que ocurriría a partir del siglo XVI, fue transnacional. Hacia 1500, las fronteras nacionales importaban poco en la delgada pero viva comunidad de intelectuales de Europa. Muchos de los intelectuales más relevantes se desplazaron por Europa a pesar de la naturaleza lenta e incómoda de los viajes. Dos de los líderes más prominentes del humanismo del siglo XVI, el nacido en Valencia, Juan Luis Vives y Erasmo de Rotterdam, encarnan este fenómeno perfectamente: Vives estudió en París, vivió la mayor parte de su vida en Flandes, pero también fue miembro del Corpus Christi College en Oxford y sirvió por un tiempo como tutor de la hija de Enrique VIII, María; Erasmo vivió entre Leuven, Inglaterra y Basilea, pero también pasó tiempo en Turín y Venecia. En el siglo XVII esa movilidad entre intelectuales se hizo aún más pronunciada.
Y las autoridades políticas – fragmentadas – podían hacer poco para cortar el flujo de las ideas. Ni siquiera la Iglesia católica podía hacerlo una vez que se desató la reforma protestante. La imprenta ayudó. Y esta dispersión de las ideas por toda Europa se refleja con especial intensidad en el ámbito del Derecho, incluyendo el Derecho privado (la legitimidad de los “tratos y contratos” que hacían los comerciantes preocupados por la salvación de su alma y por ganar dinero) y el Derecho público (con las discusiones acerca de la relación entre el Concilio y el Papado).
La comunidad intelectual europea tenía lo mejor de ambos mundos: las ventajas de una comunidad académica transnacional integrada superpuesta a un sistema de estados competitivos. Este sistema produjo muchos de los ingredientes culturales que allanaron el camino para el Gran Enriquecimiento: la creencia en el progreso social y económico, un creciente interés por la innovación científica e intelectual y el compromiso con un programa baconiano de conocimiento al servicio del crecimiento económico. Sus científicos adoptaron la idea de la ciencia experimental como herramienta principal y aceptaron el uso de matemáticas cada vez más sofisticadas como un método de entender y codificar la naturaleza. También produjo el Iluminismo europeo, en el que la creencia en el progreso se tradujo en un programa político coherente, un programa que, a pesar de sus muchos errores, sigue dominando las políticas y economías europeas.
Estos dos elementos crearon
“una dinámica que se reforzaba a sí misma y con propiedades catalíticas que hizo que el crecimiento económico impulsado por el conocimiento no sólo fuera posible sino sostenible”
Joel Mokyr, The persistence of technological creativity and the Great Enrichment: Reflections on the 'Rise of Europe'
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