Con Beatriz Molinuevo
Es evidente que constituir una sociedad a medias con otro es comprar un pleito. El bloqueo en la toma de decisiones se producirá cuando surja una controversia entre los dos socios que no sea nimia y la cosa terminará con la disolución y liquidación de la empresa común. A menudo con muchos gastos por medio y una gran pérdida de valor si los activos y las inversiones hechas en común valían más juntas que por separado. Se explica así que los contratos de joint-venture sean muy complejos y prevean toda suerte de mecanismos para deshacer los empates y evitar la disolución desincentivando las conductas oportunistas de uno y otro socio para quedarse con la empresa al menor coste posible.
Si la gente hace eso (seguir constituyendo empresas al 50 %) será porque la alternativa es peor. La alternativa es, naturalmente, dar la mayoría a uno de los socios y controlar su comportamiento a través de las normas legales y estatutarias. Si el Derecho de sociedades y el Derecho contractual fueran suficientes para reducir al mínimo el riesgo de expropiación del minoritario por el mayoritario, asistiríamos a un mayor número de joint-ventures en las que el reparto accionarial no sería 50/50.
Además, ya es casualidad que las aportaciones que hacen las dos matrices al negocio común valgan lo mismo como para que resulte natural que el reparto de las acciones de la filial común se haga al 50 %.
Este rompecabezas es el que tratan de resolver Hauswald/Hege en este paper de 2002.
Comienzan por explicar, que la primera razón por la que se decide llevar a cabo una joint venture, es por el mayor valor que resulta de la complementariedad de los activos tangibles o intangibles de ambas sociedades. Sin embargo, no está claro en qué medida las características de las empresas implicadas, (como los costes de sus recursos, los requerimientos de incentivos, o la distribución de la información), implicarían una participación accionarial simétrica como la forma óptima de organización de la joint venture, puesto que, en esta sinergia, la contribución de ambos socios suele ser distinta y muy heterogénea y, por ende, no debería dar lugar a una distribución simétrica de las acciones de control. Esta distribución sólo tendría sentido en aquellos casos de auténtica coincidencia, lo que en la práctica no se suele dar.
No obstante, las empresas, aun presentando atributos realmente diferentes, siguen prefiriendo, en la mayoría de los casos, un reparto igualitario de la propiedad y un control conjunto, que el establecimiento de acuerdos asimétricos de reparto del Capital Social, (incluso avalados con cláusulas legales y estatutarias que refuercen la posición del socio minoritario).
La segunda cuestión, es la dificultad que un reparto igualitario supondría en la resolución de controversias. Los desacuerdos entre las partes, se resuelven en todas las jurisdicciones por la regla de la mayoría de votos, en proporción a las cuotas de participación en el capital social. En caso de control conjunto, esto resultaría en un empate continuo y los desacuerdos serían prácticamente irresolubles, llevando a un bloqueo permanente, que muchas veces no dejaría otra salida que optar por la drástica solución de la liquidación y disolución de la sociedad. Por tanto, parece que la opción más sensata es un reparto de los derechos de control diferente al reparto accionarial del 50-50. Sin embargo, un control mayoritario también implica grandes problemas, pues puede llevar a abusos difícilmente verificables por un tercero independiente como un Juez.
La lógica que se esconde detrás de este reparto accionarial y de control al 50-50, es que la potencial capacidad del socio mayoritario para extraer valor, afectaría al socio minoritario que tendría menos incentivos para contribuir, hasta el punto de que sólo un reparto igualitario del capital social podría maximizar la creación de valor conjunto. Sólo ese reparto igualitario de la propiedad al 50% ofrece suficientes garantías de protección para defenderse de conductas oportunistas por parte del mayoritario, pues de este modo, cada parte puede emprender las acciones legales que tengan la fuerza suficiente para dejar sin salida a la contraparte.
En otras palabras, los beneficios de control privados desincentivan la voluntad contributiva de los minoritarios, que se intentarán defender de este modo frente a los abusos ilegítimos de los mayoritarios, que desearan quedarse con la empresa al menor coste posible, provocando así que la asignación de los recursos sea ineficiente y que la sinergia de los activos no sea óptima (es decir, que el objetivo de la joint venture se vería en parte frustrado).
Se explica así que los contratos de joint-venture sean muy complejos y prevean toda clase de mecanismos (como mecanismos de resolución del contrato, entre otros) para mitigar las ineficiencias contractuales derivadas de las continuas situaciones de empate (provocadas por la multitud de controversias que aparecerán en la continua toma de decisiones que implica el contrato de sociedad -que como sabemos es imperfecto-), desincentivando así las conductas ilegítimas, y evitando que las disputas terminen en la liquidación y disolución de la sociedad.
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