Antaño había mucha gente bondadosa. Diré incluso mas: hasta los malos se fingían buenos porque eso era lo debido... De ahí la hipocresía y falsedad, los grandes defectos del pasado denunciados por el realismo critico de finales del siglo XIX. El resultado de esas denuncias fue sorprendente: las personas bondadosas desaparecieron. Hemos de tener en cuenta que la bondad no es solo una cualidad innata, sino que debe cultivarse y esto ocurre cuando hay demanda de ella. La bondad era para nosotros una cualidad pasada de moda, en vías de extinción y la persona de buen corazón una especie de mamut. Todo cuanto nos enseñaba la época, la expropiación de los kulaks, la lucha de clases, las denuncias y la búsqueda de motivos ocultos en cada acto, educaba cualquier clase de sentimientos, pero no la bondad.
La bondad, igual que la benevolencia, había que buscarlas en lugares perdidos, sordos a la llamada de la época. Únicamente las gentes pasivas conservaban estas cualidades legadas por los antepasados. Un ≪humanismo≫ al revés se manifestaba en todo y en cada uno había hijos que maldecían sinceramente a sus ejecutados progenitores. Después de muerto Mandelstam, viví un cierto tiempo en un suburbio de Kalinin (Tver) donde residían varias esposas que no fueron enviadas al campo de concentración sino al destierro por casualidad. Allí instalaron a un joven de catorce anos, pariente o allegado de Stalin. Lo cuidaba una tía que vivía cerca, también desterrada, y su antigua preceptora. Los padres del joven desaparecieron como tragados por el abismo. El joven se pasaba el día maldiciendo a sus padres, traidores a la clase obrera y enemigos del pueblo... Había hallado una formula en consonancia con la concienzuda educación recibida. ≪Stalin es mi padre; no necesito a ningún otro≫ y recordaba al héroe de los libros de lectura soviéticos: Pavlik Morozov, quien a su debido tiempo supo denunciar a sus padres. A ese joven le atormentaba la idea de no haber descubierto oportunamente la criminal actividad de sus padres y no figurar, a causa de ello, en las antologías soviéticas. La tía y la preceptora solo podían callar. Sabían lo que haría su pupilo en el caso de que dijeran una sola palabra. Pues bien, ese chiquillo, después del año 1937, se quedo a vivir allí libremente, pero la excepción solo confirma la regla. A Voronezh no volvieron a enviar mas deportados. ≪Nos parece que todo marcha como es debido y que la vida continua, pero es únicamente porque funcionan los tranvias≫, dijo Mandelstam...
«Si toda el hampa se reúne en un mismo sitio, la quitan de golpe como si fuese nata...». Resultó ser más perspicaz que los ingenuos del artículo cincuenta y ocho entre los cuales había muchos viejos universitarios que recordaban con toda firmeza que cada individuo responde personalmente por sus delitos y que por un mismo delito nadie es juzgado dos veces. Y como, en general, no se sabían responsables de ningún delito, se figuraban constantemente que, pese a todo, conseguirían obtener justicia —así no podría continuar eternamente—, pero acababan por ser metidos de nuevo en el furgón que se llamaba «la negra Marusia» o el «cuervo»...
cuando leía libros sobre la revolución francesa, me hacía con frecuencia la siguiente pregunta: «¿Es posible salvarse en una época de terror?». Ahora sé con firmeza que no es posible. El que haya respirado ese aire está perdido, incluso si por casualidad conserva la vida. Los muertos están muertos, pero todos los demás, verdugos, ideólogos, ayudantes, adeptos entusiastas, los que cerraban los ojos y se lavaban las manos e incluso aquellos que por las noches rechinaban los dientes, todos ellos son también víctimas del terror. Cada capa de la población en dependencia de cómo iba dirigido el golpe contra ella, pasaba su propia forma de la terrible enfermedad que se llama terror; y hasta la fecha no se ha recobrado aún, sigue enferma y no es apta para una vida cívica normal... En el período que lleva el nombre de «ezhovschina», las detenciones se producían en oleadas, con sus descensos y crecidas. Tal vez en las cárceles ya repletas no hubiera más sitios y a nosotros, los que estábamos aún en libertad nos parecía a veces que el momento culminante había pasado y venía el descenso. Después de cada proceso la gente lanzaba un suspiro de alivio, diciéndose: ya es el final... Con ello quería decir: gracias a Dios, estoy a salvo, según parece... Pero luego se alzaba una nueva ola y esa misma gente se apresuraba a escribir artículos llenos de maldiciones a los «enemigos del pueblo». ¡Cuántas cosas escribieron contra aquellos que ya habían sido fusilados, para correr a continuación su misma suerte...! «Stalin no necesita cortar cabezas —decía Mandelstam—, ellas mismas se caen como las flores de los dientes de león»...
Resulta, por lo tanto, que en nuestro país no hubo ni un solo stalinista y que todos luchaban valientemente. Yo puedo testificar que entre mis amigos no luchó nadie: la gente intentaba, simplemente, pasar desapercibida. La gente que no había perdido la conciencia se comportaban precisamente así. También para eso había que tener auténtico valor...
En Kíev, durante un bombardeo, comprendí que también lo insoportable tiene fin pese a todo; pero en aquel entonces no comprendía aún que solía acabarse frecuentemente a la par de la vida humana. En cuanto al terror de la época estalinista, sabíamos perfectamente que podía intensificarse o debilitarse, pero que no podía acabar. ¿Por qué iba a terminar? ¿A santo de qué? Todos estaban ocupados, todos hacían lo que se les había encomendado, todos sonreían, todos cumplían sin rechistar las disposiciones y volvían a sonreír. La ausencia de la sonrisa significaba descontento o temor y nadie se atrevía a reconocerlo: si una persona tiene miedo significa que se siente culpable de algo, que no tiene la conciencia limpia... Todo aquel que servía al Estado —y en nuestro país cada vendedor de kiosko es un funcionario y, además, responsable— se hacía pasar por un bonachón sonriente, como si dijera: todo cuanto ocurre nada tiene que ver conmigo, realizo un trabajo responsable y estoy ocupado a más no poder... soy útil al Estado, no me molesten... mi vida está tan limpia como un cristal... si se han llevado al vecino, habrá motivos para hacerlo... La máscara se quitaba en casa tan sólo, pero no siempre: ante los hijos había que ocultar su propio espanto, no quiera Dios que en la escuela se les escape algo... Muchos se habían adaptado tan bien al terror que aprendieron a extraer beneficios del mismo: acusar al vecino por ocupar su habitación o su puesto era algo completamente normal. Pero la máscara presupone la sonrisa únicamente y no la risa. También la alegría parecía sospechosa y suscitaba un mayor interés entre los vecinos: «¿Dc qué se reirán tanto? ¡No estarán burlándose!»... La simple alegría desapareció y no podrá conseguirse que vuelva.
... Para que Tatka no se contagiara del espíritu religioso de su abuela, Tania la llevaba consigo al Museo de la catedral de Isaak y un día, en presencia nuestra, se produjo un drama auténtico: la niña no creyó en la interpretación de un texto evangélico y al explicarle que debía confiar en la experiencia colectiva de los mejores que denunciaban el engaño de los peores, que no debía de ser tan suficiente, estalló en sollozos. Según el comentario que ella vio en el Museo, resultaba que el Evangelio predicaba, ni más ni menos, que la veneración ante la riqueza. La niña, que era muy inteligente, comprendió que esto no podía ser así. Tatka, a escondidas, acudió a su tío para que Je explicara quién tenía razón: su abuela o su padre y madrastra. Es probable que a partir de entonces se encariñase tanto con su tío... En 1937, Enukidze fue detenido, pero Tania iba al unísono de la época y me explicó: «Algo habrá hecho seguramente: ¡el poder corrompe tanto!»... Al despedirme le dije (a Tania): «Si por la noche sustituyen a los bolcheviques por fascistas, usted ni se dará cuenta»... Tatka murió en un hospital, en Vologda, al cual llegó cuando se pudo salir del bloqueado Leningrado. El día de su muerte, la acompañaba su tía, Sara Lébedieva y el día que antecedió a su muerte, Tania se las ingenió para llevarse del hospital toda su ropa, ya que dentro les ponían las ropas del hospital... En aquel entonces, todos vivíamos cambiando las ropas por pan y Tania consideró conveniente utilizar los trapitos de Tatka con el fin de obtener pan para ella y su hijo, en vez de enterrarlo en la tierra. Era muy racional, pero no había con qué sepultar a Tatka.
«Dadnos al hombre, que la acusación ya la encontraremos»... Los principios y los objetivos del terror masivo se diferencian radicalmente de las tareas habituales de los órganos de seguridad. El objetivo del terror es atemorizar. Para sumir al país en un estado de continuo terror, debe elevarse hasta una cifra astronómica el número de las víctimas y limpiar en cada piso varias viviendas. Los restantes habitantes de la casa, de la calle, de la ciudad, allí donde barrió la escoba, serán ciudadanos ejemplares hasta el final de sus días. No hay que olvidar, sin embargo, a las nuevas generaciones que no creen en sus padres, por lo que hay que renovar periódicamente la depuración. Stalin vivió una larga vida y cuidaba que las oleadas del terror aumentaran de vez en cuando su amplitud y fuerza. Los partidarios del terror tienen, sin embargo, un fallo constante; no se puede exterminar a todos y siempre quedará un testigo entre la semi demente muchedumbre....
La conversación con Varia era diferente. Nos mostraba su libro escolar en el cual, por orden de la maestra, se recubrían con grueso papel las fotografías de los líderes caídos en desgracia. Varia tenía grandes deseos de cubrir la fotografía de Semashko. "De todas formas tendremos que taparlo, más vale hacerlo ahora, inmediatamente..." La redacción de la Gran Enciclopedia Soviética enviaba una lista de los artículos que debían ser recortados o borrados...Viktor se dedicaba a ello. A cada nueva detención, pasaba revista a los libros que tenía en la casa y volaban a la estufa las obras de los dirigentes represaliados. Pero en las nuevas casas donde no había estufas, ni fogones, los libros prohibidos, los diarios, las cartas y demás literatura subversiva se cortaba con tijeras en menudos trocitos y se tiraban por el retrete. La gente sabía reaccionar debidamente.... Hace poco tuve un sueño porque junto a la casa se detuvo un auto. Soñé que me despertaba Mandelstam: «Vístete... Esta vez vienen pot ti». Yo me resistía y le dije: «Basta ya. No pienso levantarme para ir a su encuentro. No me importa,..». Y dándome la vuelta, me quedé dormida, esta vez sin soñar. Fue una rebelión psicológica. Aquello también era una forma de colaboración: vienen para llevarte a la cárcel y tú te levantas voluntariamente de la cama y te vistes con manos temblorosas. ¡Basta! Ya estamos hartos. Ni un solo paso para facilitarles la misión. Que nos lleven en angarillas, que nos maten allí mismo, en la casa... ¡No me da la gana de ir voluntariamente!...
La entrega de ese certificado de defunción no era algo corriente, sino una excepción. La muerte cívica, la deportación o, más exactamente, la detención, porque el simple hecho de ser detenido equivalía a la deportación y a la condena, se equiparaban, al parecer, a la muerte cívica y a la desaparición total de la vida. Nadie comunicaba a la familia cuando moría el recluso en el campo o en la cárcel. La viudedad y la orfandad comenzaban en el momento de la detención. A veces, en la fiscalía, al informar a una mujer que su marido había sido condenado a diez años, le decían: puede casarse... Nadie se preocupaba de cómo concordar esa amable invitación con la condena oficial que no significaba, ni mucho menos, una pena de muerte....
«Osip Emiliévich hizo bien en morirse —me dijo más tarde Kazarnovski—, en caso contrario lo habrían mandado a Kolyma». El propio Kazarnovski estuvo desterrado en Kolyma y en 1944 se presentó en Tashkent. Vivía sin permiso de residencia y sin cartilla de racionamiento para el pan, se escondía de los milicianos, tenía miedo de todos y de cada uno, bebía hasta caer sin sentido y por falta de calzado llevaba dos diminutos chanclos de mi difunta madre. Le servían, porque no tenía dedos en los pies: se le habían helado en el campo y él mismo se los cortó con el hacha para no tener gangrena. Cuando los condenados eran llevados al baño, en el húmedo aire de los vestuarios se helaba la ropa y hacía el mismo ruido que si fuera de hojalata. Hace poco asistí a la siguiente discusión: quién sobrevivía en el campo, el que se esforzaba por trabajar o aquel que lo evitaba. Los trabajadores acababan agotados y los segundos morían por falta de alimento. Para mí, que carecía de argumentos en favor de una u otra teoría, que no tenía observaciones propias ni ejemplos, era evidente que morían tanto los unos como los otros. Los pocos que lograban sobrevivir constituían una excepción; dicho de otro modo, esa discusión hacía recordar al valiente guerrero del cuento ruso que en el cruce de tres caminos, cada uno de los cuales supone una amenaza para su vida, no sabe cuál de ellos elegir. La característica principal e inmutable de la historia rusa es que tanto para el guerrero como para el que no lo es, cualquier camino supone una amenaza para su vida, que sólo podrá salvar por casualidad. Esto no me sorprende, pero sí el hecho de que algunos individuos, pese a su debilidad, hayan resultado de hecho unos titanes, que no sólo conservaron la vida, sino también una mente clara y buena memoria. Conozco a personas así y me gustaría citar sus nombres, pero todavía no vale la pena y por ello nombraré tan sólo a uno que todos conocen: Solzhenitzin...
«¿Será posible que yo exista realmente y que la muerte verdadera llegará?».
... La mayoría de mis conocidos pereció en el campo al poco de llegar. Los intelectuales podían sobrevivir difícilmente en aquellas condiciones y, además, ¿para qué vivir? ¿A qué prolongar una vida cuando la muerte significa una liberación? ¿Qué le hubieran aportado a Margulis, a quien protegían los presos comunes porque les contaba por las noches novelas de Dumas, unos días más de existencia?
Debo confesar que soy una optimista incorregible: a semejanza de aquellos que a principios del siglo creían que la vida tenía que ser, no podía dejar de ser, no se atrevería a no ser mejor que en el siglo XIX, también yo ahora estoy absolutamente segura de que nos hallamos en vísperas de un nuevo triunfo del humanismo y de una gran alza de los valores humanos. Esto se refiere tanto a la justicia social, como a la cultura, como a lo que se quiera. Mi optimismo no se ha visto afectado siquiera por la cruel experiencia de la primera mitad de nuestro increíble siglo. Incluso al revés: lo pasado por nosotros apartará durante mucho tiempo a los hombres de teorías, seductoras a primera vista, según las cuales el fin justifica los medios y que «todo está permitido. Hemos comprobado los caminos del mal. ¿Sentiremos, acaso, deseos de volver a ellos? ¿No suenan ahora con fuerza mayor las voces que hablan de la conciencia y de la bondad?...
Nadiezhda Mandelstam, Contra toda esperanza: Memorias