Foto: Pedro Fraile
The corporation (both non-profit and for-profit) was developed in order to dedicate property to long-term, cooperative purposes
Ciepley explica la contraposición entre la organización familiar y la corporativa señalando que, en el mundo antiguo, las corporaciones imitaban al Estado (se constituían “ad exemplum rei publicae”) y que, en la Edad Media, el Estado se formó utilizando la forma organizativa de la corporación. Lo dice brillantemente:
En la antigua Roma, la corporación tomó prestada su forma jurídica del Estado. En palabras del Digesto de Justiniano, la corporación existe "según el modelo del Estado" (ad exemplum rei publicae). En concreto, al igual que el Estado, tiene un "tesoro" con bienes totalmente distintos de los bienes de las personas físicas. Y tiene "un abogado o síndico a través del cual, como en un estado, se tramita y se hace lo que debe tramitarse y hacerse en común", lo que equivale a decir que ni el estado ni la corporación pueden actuar por sí mismos, sino que deben hacerlo a través de representantes, es decir, a través de fiduciarios.
Un milenio más tarde, en la Europa medieval, el estado devolvió el cumplido y tomó prestada su forma jurídica de la corporación. De hecho, tanto la corporación del derecho romano como (derivada de ella) la corporación del derecho canónico, con sus estructuras y procedimientos de gobierno jurídicamente definidos, se convirtieron en importantes modelos constitucionales para el gobierno en general, con colectividades constitucionalmente organizadas a todos los niveles denominadas corporaciones. El Parlamento era una corporación, con el rey a la cabeza. El principal significado de esto es que, en contraste con la metáfora patriarcal tan dominante en las civilizaciones agrarias, en las que el gobernante es el paterfamilias y dominus de la nación, la metáfora corporativa, como rival de la patriarcal, distingue la propiedad (dominium), que recae en el conjunto corporativo, del control (jurisdictio y administratio), que recae en el gobernante. Esto convierte efectivamente a los gobernantes en titulares de cargos, cuya autoridad deriva del cuerpo corporativo, al menos por consentimiento si no siempre por elección, y ayudó a respaldar la difusión de consejos, parlamentos y otros órganos representativos por toda la Europa medieval... El Estado constitucional y la corporación son instituciones hermanadas, y no se puede contar la historia de una sin la otra.
Obsérvese que Ciepley está comparando dos formas de organización. Una organización, en su sentido más básico, es un mecanismo para adoptar decisiones en un grupo (en la expresión de Ciepley: “governance technology”) La forma más elemental de tomar decisiones es atribuir el poder correspondiente a un individuo dentro del grupo. Y si hay lazos de parentesco entre los miembros y se trata de sociedades patriarcales, es inevitable que el que tome las decisiones sea el pater familias. Con el aumento del tamaño de la familia, se forman clanes o linajes y es necesario descentralizar la toma de decisiones, esto es, poner en marcha una organización que vaya más allá del pater familias.
Y, obsérvese también, que las decisiones se refieren al patrimonio, a los bienes. La res publica es un concepto patrimonial: los bienes y derechos que pertenecen a todos.
El interés de Ciepley en este trabajo se refiere a la relación entre el patrimonio gobernado y los individuos que toman las decisiones sobre dicho patrimonio: una relación fiduciaria.
No debe sorprender que, tras dos milenios de influencia recíproca entre el modelo de organización del Estado y la corporación comercial, el gobierno por medio de fiduciarios de uno reproduzca el del otro y, en particular, que los deberes fiduciarios de los gestores de las corporaciones comerciales sean, debidamente reconstruidos, de la misma naturaleza que los deberes fiduciarios de los gobernantes políticos
y esta relación fiduciaria se “despersonaliza”. Los que toman las decisiones se deben, no a los miembros de la corporación, sino a ésta, a Roma, al Imperio, a la Iglesia, a la ciudad, a la Corona, al gremio, a la Universidad… o a la sociedad anónima. De esa forma, la corporación podía conseguir el objetivo para el que se crea (“dedicar bienes a objetivos cooperativos de largo plazo”) “trasladando” los deberes de los que administran tales bienes desde los miembros al “objetivo” despersonalizado.
Pero este 'traslado' de los deberes fiduciarios tiene sus límites en la naturaleza de la corporación constituida por los particulares. En la sociedad anónima, la constitución de la corporación va unida inseparablemente a la celebración de un contrato de sociedad en el sentido del art. 1665 CC (creación de un fondo común con las aportaciones de los socios con el ánimo de obtener y repartir los rendimientos) entre los accionistas fundadores o entre los que suscriben las acciones en el caso de fundación sucesiva (art. 41 ss LSC). El accionista ostenta así la doble cualidad de miembro de la corporación y socio de la sociedad. Y las reglas societarias y las reglas corporativas representan dos sistemas dispares de adoptar decisiones: por consenso y por mayoría mediante acuerdos de los órganos corporativos (órganos colegiados) con división de tareas y fungibilidad de los individuos. La sociedad es el gobierno de los hombres y la corporación es el gobierno de las reglas (de las leyes). El objetivo de la sociedad es idéntico a la suma de los objetivos individuales de cada uno de los socios y está a disposición de los socios que pueden alterarlo o variarlo. Los socios son parte del contrato y forman el patrimonio – el conjunto de bienes que se dedicará al objetivo cooperativo – con sus aportaciones y lo hacen (art. 1665 CC) con ánimo de partir entre sí las ganancias. El régimen jurídico de la sociedad anónima ha de explicarse teniendo en cuenta este "doble vínculo" que los accionistas tienen con la corporación-sociedad anónima. Y es lo que, creo, olvida Ciepley.
Ciepley cree que la sociedad anónima se crea para “dedicar bienes a objetivos cooperativos de largo plazo”, “es contradictorio que sustituyamos” el deber fiduciario hacia la corporación por un deber fiduciario hacia individuos concretos, “especialmente cuando el interés de estos individuos es de corto plazo y pecuniario”. Si hacemos tal cosa “deformamos la institución… transformándola de dispositivo de acumulación y especialización de bienes en dispositivo de liquidación y extracción de bienes". Pero, esto último es precisamente el fin común presunto de un contrato de sociedad según el art. 1665 CC o el 116 C de c. Ciepley y todos los institucionalistas han de negar que los accionistas, cuando constituyen una sociedad anónima, celebran entre sí un contrato de sociedad en el sentido de los dos preceptos indicados. Porque si los accionistas tienen este 'doble vínculo' con la sociedad anónima (son socios de una sociedad y son miembros de una corporación, o sea, de una organización) y han de negar que el contrato - y, por tanto, los intereses de los socios - prevalece sobre la corporación, que no es más que una estructura para adoptar decisiones más eficiente que la estructura societaria. A mi juicio, los asociados - los miembros de una asociación - no tienen este 'doble vínculo'. Los promotores de una asociación no celebran entre sí un contrato de sociedad en el sentido de los artículos 1665 CC y 116 C de c. No ponen en común bienes. Ponen en marcha una organización a la que otros se adherirán como miembros. Y éstos - los asociados - sólo tienen un vínculo con la corporación; carecen de derechos sobre el patrimonio, precisamente, porque no han celebrado un contrato entre ellos del que surjan obligaciones recíprocas de contenido patrimonial.
Ciepley dice que
los accionistas no se sitúan como destinatarios de los deberes fiduciarios del consejo de administración... Todos los indicios apuntan a que los consejeros son fiduciarios del propósito con el que se constituyó la corporación, de manera semejante a como lo son del interés general de la nación los funcionarios públicos... "los consejeros... deben deberes fiduciarios a las corporaciones, no a los accionistas".
La posición de socio y la posición de miembro de una corporación son diferentes y la combinación de rasgos de ambas es lo que hace peculiar la sociedad anónima. La despersonalización que logra la corporación no es completa en el caso de las corporaciones societarias porque, en cada momento, los accionistas son – siguen siendo – domini o Herren del patrimonio organizado corporativamente y pueden hacer con él, societariamente, lo que les venga en gana. No así los miembros de una corporación fundacional. Los asociados no son titulares del patrimonio de la asociación. Los asociados dejan de serlo por su propia voluntad y no reciben cuota de liquidación alguna cuando abandonan la asociación. Y los mutualistas, tampoco. No pueden transmitir la posición de asociado precisamente, porque la condición de miembro no tiene contenido patrimonial o lo tiene en medida limitada (no es una titularidad residual).
Limitar los derechos de los accionistas – a base de decir que los administradores deben lealtad a la “sociedad anónima” y no a los accionistas – aduciendo que, históricamente, las corporaciones se constituían sólo para propósitos específicos y como efecto de una graciosa concesión real, eclesiástica o parlamentaria es un argumento fácilmente refutable.
La exigencia de una carta fundacional para erigir una corporación tiene su origen nada menos que en los inicios del Imperio Romano (Augusto prohibió la constitución de collegia sin autorización del emperador o del Senado) y su longevidad se debe a que la idea de que los individuos tienen “derechos” y que entre ellos se encuentra el de formar patrimonios y organizaciones por su sola voluntad es una idea recientísima en la Historia y con un origen occidental muy evidente. Pero en el siglo XXI deberíamos abandonar cualquier teoría de las personas jurídicas y de las corporaciones que no reconozca la capacidad de la autonomía privada para formar patrimonios, dedicarlos a fines supraindividuales de largo plazo y organizarlos – gobernarlos – como plazca a los que formaron ese patrimonio o promovieron la constitución de la corporación.
Por tanto, no hay argumentos “filosóficos” o “politológicos” que exijan ignorar que la sociedad anónima es una corporación de carácter societario y que una fundación o una asociación no lo son. Y hay toda clase de argumentos dogmáticos para preservar la distinción y extraer las consecuencias. Una, muy importante, es que los administradores de una sociedad anónima soportan deberes fiduciarios frente a los accionistas. Eso sí, articulados por el contrato social – los estatutos – y lo que dispongan – en su condición de socios, no de miembros – los accionistas. Salvo que los accionistas decidan actuar como socios, hay que entender que, por defecto, actúan como miembros de una corporación. De manera que, por regla general, los administradores deben lealtad a la “corporación” y las mismas reglas sobre la toma de decisiones que se aplican a las corporaciones fundacionales se aplican a las corporaciones societarias. Hasta que dejan de aplicarse porque los accionistas hacen valer su condición de socios y exigen la aplicación de las reglas societarias de gobierno del patrimonio.
Es correcto decir, sin embargo, que en las corporaciones fundacionales, los directivos de una asociación o los patronos de una fundación deben lealtad a la asociación o a la fundación y no a individuos determinados.
En realidad, Ciepley no discute una concepción como la que estoy exponiendo en estas líneas. Su ‘enemigo’ es otro: critica tanto la primacía de los accionistas como las doctrinas ‘combinatorias’ según las cuales los administradores deben atender a los intereses de todos los grupos implicados o ‘interesados’ en la sociedad anónima: trabajadores, clientes, proveedores, comunidades locales, entorno natural..
La contraposición entre un "deber fiduciario personal” (un fiduciario ha de adoptar las decisiones que, de buena fe, crea que van en el mejor interés de su principal) y un deber fiduciario “gubernativo” o “purpose fiduciary” “que implica un mandato para promover un propósito o propósitos estipulados en lugar de promover los intereses de una persona o personas concretas" no debe entenderse como una contraposición. Más bien, lo que ocurre es que el "purpose" es la abstracción del interés común a todos los individuos que forman el grupo cuyo bienestar es objeto de los deberes fiduciarios. Como en una corporación los miembros son fungibles (para hacerlos fungibles se sustituyen a los 'hombres' por 'reglas', esto es, por 'órganos' y 'cargos' que se perpetúan en el tiempo porque sólo cambian los individuos que los ocupan), los que ocupan los cargos se 'deben', no al bienestar de individuos concretos sino a la maximización del objetivo que llevó a la constitución de la corporación. Pero cuando la corporación ha sido constituida para llevar a cabo una actividad empresarial invirtiendo los fondos que han aportado los socios, la maximización del objetivo que llevó a la constitución de la corporación sociedad anónima es maximizar el valor del patrimonio social y distribuirlo entre los socios.
Por tanto, decimos que los administradores de una sociedad anónima o los vocales de la junta directiva de una asociación han de promover el interés social o corporativo porque los miembros de la corporación – los accionistas o los asociados – son fungibles. Porque la corporación, como organización, se caracteriza por la ausencia de intuitu personae, de modo que no podemos dar instrucciones a los fiduciarios sobre qué intereses de qué individuos ha de promover al adoptar decisiones sobre el patrimonio. Por eso sustituimos como “principal” a individuos, incluso considerados colectivamente, por un “propósito” u objetivo común a todos ellos.
Pero el grado de “despersonalización” de los “principales” es muy diferente. Las sociedades de personas son formas organizativas de patrimonios para destinarlos a fines de largo plazo en las que, no hay duda, los administradores son fiduciarios de los socios concretos (cuando existen administradores y no son todos los socios administradores). En las corporaciones societarias como la sociedad anónima, el grado de despersonalización de la membrecía no es absoluto. La sociedad por acciones puede ser una “sociedad anónima” pero cada accionista es socio y titular de derechos plenos sobre el patrimonio social. No habrá intuitu personae pero hay intuitu pecuniae. No solo beneficiario de los rendimientos (como ocurre en el caso de un private trust). Por tanto, es cierto que la posición del accionista y del beneficiario de un trust no puede ser más diferente. Pero en lo que es diferente no es en los deberes fiduciarios del trustee respecto del beneficiary en comparación con los deberes fiduciarios de los administradores de una sociedad anónima respecto de los accionistas. En este punto, la única cuestión relevante es que en el caso de la sociedad anónima, los beneficiarios son muchos, a menudo muchísimos, y cambiantes y sus circunstancias personales son irrelevantes.
Por tanto, tiene razón Ciepley en que, en todas las corporaciones, la membrecía (o el grupo de beneficiarios en el caso de las fundaciones) es cambiante lo que no deja otro remedio que “objetivizar” al destinatario de los deberes fiduciarios de los administradores sustituyendo los intereses individuales por el “interés social”. Los administradores han de maximizar el bienestar de los ancianos, la producción científica en España, los éxitos deportivos del equipo de fútbol, o los beneficios que genera la fabricación de paneles solares. Esta objetivización no se produce en las sociedades de personas. No tiene razón, sin embargo, cuando dice que la concepción de la sociedad anónima del análisis económico del Derecho conduce a afirmar que los “administradores tienen deberes fiduciarios respecto de personas específicas, los accionistas”. Esta aseveración encierra una falacia. Si los accionistas son “anónimos” y cambiantes, es imposible que los administradores conozcan la “función de utilidad” de cada accionista. Por tanto, no pueden tomar decisiones en lo que consideren que es el mejor interés de “personas específicas”. Han de “destilar” los intereses que tienen en común todos – pero solo – los accionistas en cualquier momento y adoptar las decisiones que crean, de buena fe, que mejor avanzan esos intereses. Y, dado que una acción es igual que otra acción e igual que otra acción y que las características, necesidades y deseos de los titulares de esas acciones son irrelevantes porque cambian cada vez que se vende y se compra una acción, el deber fiduciario lo es respecto de las “acciones” lo que no puede significar otra cosa que el deber fiduciario se concreta en hacer todo lo que el administrador crea, de buena fe, que puede aumentar el valor de dicha acción.
Ciepley, David A, Corporate Directors as Purpose Fiduciaries: Reclaiming the Corporate Law We Need (July 25, 2019)