Si el mecanismo contractual funciona correctamente, ambas partes del contrato han de estar mejor celebrando el contrato que absteniéndose de hacerlo. Caso de que la ganancia de uno sea a costa del otro – que el contrato sea un juego de suma cero o resultado negativo – el contrato no se celebraría. El que va a salir perdiendo, simplemente, rechazaría la oferta.
El mecanismo contractual falla cuando existe una importante asimetría informativa (una de las partes conoce el valor de lo intercambiado mucho mejor que la otra) y el que dispone de menor información no-sabe-que-dispone-de-menos-información. Si lo supiera, simplemente, descontaría que la otra parte está intentando engañarle y se negaría a contratar u ofrecería un precio mucho más bajo que el demandado por el que sabe más, de modo que éste tendría incentivos para revelar toda la información relevante. En otro caso, tenemos un “mercado de limones” y el mercado colapsa.
En el sector financiero, los costes de información respecto de las características de los productos que se ofrecen son más elevados que en los intercambios de productos de consumo. La asimetría informativa es muy intensa porque, a menudo, el producto ha sido diseñado por una de las partes, se difunde en los mercados muy rápidamente y los que los adquieren confían en exceso en que sus asesores actúan como fiduciarios y, por tanto, velan por su interés. La extensión en los mercados de un producto dota al mismo de un áurea de inocuidad (si lo “vende” Goldman Sachs y el Santander, no puede ser un producto tóxico).
Las innovaciones financieras pueden ser, sin embargo, altamente tóxicas. Para que se extiendan en el mercado, sin embargo, los que las producen han de poder ocultar que su venta al que adquiere el producto no mejora la asignación de los recursos (no aumenta la riqueza de la Sociedad) porque no hay ninguna razón que justifique que el que adquiere el producto deba valorarlo más que el que lo vende. Ni el producto vale más en manos del que lo adquiere, ni el producto asigna los riesgos (diversifica) de manera que los asuma el que está en mejores condiciones de controlarlo o de prevenir el siniestro, ni la adquisición del producto genera sinergias de ningún tipo. La mayoría de los derivados – los que son puramente especulativos – no aumentan el bienestar social, son meras apuestas por lo que deberían prohibirse o considerar a los que los ponen en circulación como casas de apuestas sometidas a la regulación correspondiente.
¿Cómo engañan a los adquirentes los que ponen en circulación estos productos? Ocultando las características del producto “negativas”, esto es, aparentando que el coste-precio del producto es inferior al verdadero. ¿Por qué el “verdadero” es mayor? Porque estos productos asignan el riesgo a la contraparte pero ocultan tal asignación. Transfieren up front las ventajas (por ejemplo, permiten al cliente disponer libremente de una cantidad de dinero o generan ingresos para el cliente desde el momento de celebrar el contrato) y mantienen embalsados los riesgos hasta el final del contrato de modo que, si se convierten en siniestros, el cliente acaba sufriendo pérdidas que superan en mucho los beneficios que se le transfirieron al celebrar el contrato. Es claro, pues, que los que diseñan estos productos se aprovechan de los sesgos cognitivos de los humanos, singularmente, el descuento hiperbólico y se dirigen a los que tienen esos sesgos más marcados: los “superoptimistas” o a los que “disfrutan” de mayor discrecionalidad en el manejo del dinero de otros y cuyos contratos con sus principales no consiguen reducir los costes de agencia correspondientes (gestores de private equity o de fondos de inversión que adquieren estos productos porque los beneficios inmediatos son los determinantes de su remuneración).
En el caso de las innovaciones financieras tóxicas, el mercado competitivo no expulsa a los que ocultan el verdadero coste del producto. Al contrario, dado que el producto es fácilmente replicable (son créditos al fin y al cabo y, por lo tanto, puras cláusulas contractuales) su extensión en el mercado se produce inmediatamente porque todos los competidores tienen incentivos para imitar al pionero rápidamente, antes de que las pérdidas se revelen y los compradores puedan rechazarlos. Basta con que haya un número limitado de compradores superoptimistas que desprecien el riesgo para que el producto se extienda ante la consideración de que es una “oportunidad” que desaparecerá una vez que los mercados precien adecuadamente el producto.
Y lo que es peor, los competidores del innovador tóxico no tienen forma de revelar a los consumidores los verdaderos costes del producto, porque, si ofrecen el mismo producto sin el componente tóxico (el riesgo de pérdidas a la terminación del contrato), el precio “aparente” de su producto es mayor y, por tanto, los costes de informar a los consumidores también lo es, lo que conduce a los competidores a imitar al innovador.
Pongamos un ejemplo. Un banco ofrece a los consumidores un producto financiero denominado hipoteca inversa y consistente en un préstamo con garantía hipotecaria (un inmueble del cliente libre de cargas porque su precio ha sido completamente pagado) estructurado como sigue: el consumidor recibe el 25 % de la cantidad prestada en el momento de la celebración del contrato. El 75 % restante es invertido por el banco en productos financieros de terceros (bonos, acciones o derivados). Durante la vida del préstamo, el consumidor no paga ni intereses ni capital (Pik). Al vencimiento del préstamo, el consumidor ha de devolver el capital y los intereses. En términos efectivos, el consumidor no tendrá que devolver nada si los productos financieros adquiridos por el banco con el 75 % que no entregó al consumidor han ofrecido una rentabilidad suficiente como para cubrir el 25 % del capital que se entregó a la celebración del contrato y los intereses. En otro caso, el consumidor ha de pagar la diferencia entre la suma del capital y los intereses y el valor de la inversión realizada por el banco con el 75 % que retuvo. El producto financiero proporciona al consumidor una ventaja fiscal en relación con el impuesto de sucesiones.
¿Por qué este producto constituye una innovación tóxica? Porque transfiere el riesgo al que está en peor situación para valorarlo y diversificarlo. De manera que reduce el bienestar social.
En efecto, cuando alguien pide un préstamo con garantía hipotecaria, el bienestar social aumenta porque – si se destina a la compra de una vivienda – el comprador disfruta desde el primer día de la vivienda y el precio que paga – los intereses del préstamo – es inferior a la utilidad que extrae de poder utilizar la vivienda determinado por el coste de oportunidad de alquilar una vivienda. El consumidor, al determinar la cantidad que solicita a préstamo, realiza un cálculo del riesgo de no poder devolver el crédito porque sus ingresos futuros disminuyan. Es obvio que el consumidor puede calcular estos riesgos mejor que el banco ya que tiene los incentivos y la información más completa al respecto. Tiene incentivos para trabajar y obtener ingresos y tiene información sobre su capital humano y su capacidad para generar tales ingresos. El préstamo hipotecario permite al consumidor adelantar el consumo – como cualquier préstamo – y hacerlo respecto de una decisión de consumo que, en general, es racional porque se trata de un “consumo” – la adquisición de una vivienda que satisface una necesidad vital generalmente sentida y que contribuye a una “vida buena”. No tengo que explicar que el crédito hipotecario se vuelve ponzoñoso para el bienestar social en medio de una burbuja de los precios de la vivienda.
En el caso de la hipoteca inversa, sin embargo, la decisión de inversión del préstamo (el 75 %) no la adopta el consumidor, sino el banco que, fija, igualmente, el nivel de riesgo de la misma sin asumir, por el contrario, las consecuencias. Las consecuencias las soportará el consumidor. Para hacer más atractivo su producto, el banco tiene incentivos para maximizar el riesgo de la inversión ya que, a más riesgo, más rentabilidad, un mayor nivel de riesgo le permitirá aumentar la cantidad (el 25 %) que ofrece entregar inmediatamente al consumidor.
Y, además, el banco tiene incentivos para ocultar al consumidor el nivel de riesgo asumido en las inversiones del 75 %, ya que ese alto nivel de riesgo es una “mala cualidad” del producto y ya sabemos – desde Rubin al menos – que los productores nunca publicitan los rasgos de sus productos “negativos”. Así como Lotería Nacional no publicita la ínfima probabilidad de ganar un premio y los productores de huevos no hacen referencia al colesterol que contienen éstos, tampoco los que venden productos de inversión hacen referencia a que los activos adquiridos para su cliente son de un elevadísimo riesgo.
Para empeorar las cosas, el que recibe un préstamo con garantía hipotecaria sabe que, si no paga puntualmente las cuotas, perderá la casa y demás bienes (art. 1911 CC) que pasarán a manos del banco, de manera que tiene los incentivos adecuados para tomar decisiones económicas personales correctas. Por ejemplo, no ir de vacaciones al extranjero durante esos años o trabajar más horas o amortizar anticipadamente una parte del préstamo con ingresos inesperados para reducir el capital y los intereses futuros
Así pues, el producto financiero es una innovación tóxica porque provoca una asignación ineficiente de los riesgos sin mejorar sustancialmente la asignación del capital. Dado que la vivienda que sirve de garantía hipotecaria está libre de cargas, hay que suponer que el 25 % que se entrega al consumidor no se destina a pagar el precio de la vivienda, de manera que no podemos estar ni medianamente seguros de que “valga más” en manos del consumidor.
Y la competencia en el mercado no resuelve el problema. Los competidores del banco pionero no tienen incentivos para revelar el carácter tóxico del producto ni para ofrecer un producto similar pero sin sus peores rasgos – el alto grado de riesgo de la inversión del 75 % – porque si lo hicieran, su producto sería menos atractivo en su “precio inicial”, es decir, no podrían ofrecer un 25 %.
Si añadimos el atractivo fiscal (los herederos del prestatario heredan un inmueble con cargas y, por tanto, de menor valor) se comprende inmediatamente que estos productos deben prohibirse.
“Desde una consideración de sus efectos sobre el bienestar social, todos estos gastos son, naturalmente, un puro desperdicio. Y lo que es peor, las innovaciones tóxicas pueden permitir la extensión de estos engaños rentables en todo el sector en detrimento e los consumidores y, como son imprescindibles los costes adicionales elevados para inducir a los consumidores a comprar un producto tóxico, pueden facilitar la aparición de todo un sector en la Economía dedicado a la producción de bienes que despilfarran la riqueza… En el equilibrio inicial, el sector no realiza prácticas engañosas y una empresa inventa y empieza a ofrecer un producto con características ocultas. Como ni los consumidores ni los competidores conocen estas características ocultas (una cara protección frente a los descubiertos bancarios por ejemplo), la empresa innovadora empieza a ofrecer el producto. En este punto, los competidores deben decidir si desvelan los rasgos ocultos del producto o imitan al innovador. Nuestra teoría sugiere que la preferencia de los competidores es la de imitar el producto engañoso”