miércoles, 3 de mayo de 2017

Los costes sociales de la decadencia de la sociedad cotizada

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La decadencia de las sociedades cotizadas en el siglo XXI

La sociedad anónima surgió históricamente como una “bomba de capital” para acumular los recursos necesarios para hacer posible el comercio trasatlántico, para el cual, los instrumentos de financiación y agrupación de comerciantes que habían sido utilizados hasta entonces para el comercio intraeuropeo resultaban inadecuados. Desde el inicio, la sociedad anónima se ligó a la distribución entre el público de las acciones, esto es, a la existencia de un mercado para las acciones. Era lógico que si el objetivo era acumular capital y diversificar riesgos, el número de accionistas fuera elevado y también que surgiera allí donde el Estado no podía o quería hacerse cargo de la financiación y ejecución de estas empresas. Por ejemplo,
Sólo en Amsterdam, 1143 inversores se suscribieron acciones de la VOC (la Compañía de las Indias Orientales) por VALOR DE 3.679.915,6 de florines. De acuerdo con una cláusula en la primera página del folleto de suscripción, los accionistas podrían transferir sus acciones a un tercero y, en esta misma página se establecía el procedimiento de transmisión: el comprador y el vendedor deben ir a la sede de la compañía de las Indias Orientales donde el contador, después de que dos administradores de la compañía hubieran aprobado la transferencia, transfería la acción del vendedor a la cuenta del comprador en el libro registro de acciones
En el siglo XXI, pareciera que volvemos a los tiempos de Roma. La financiación de las nuevas empresas no requiere recurrir al público ni agrupar a muchos inversores que puedan diversificar invirtiendo en muchas de ellas. Hay tantos multimillonarios y hay tanto capital a la caza de buenas oportunidades de inversión que basta un intermediario – una empresa de capital riesgo o un venture capitalist – para que las nuevas empresas logren financiar su crecimiento sin límites aparentes. La aparición de intermediarios que gestionan los ahorros del público y que no encuentran en la bolsa suficiente oferta como para invertir todos los fondos que los particulares les entregan (inversores institucionales) ha completado el grupo de inversores riquísimos que, en lugar de adquirir acciones en bolsa, financian directamente a la compañía en sus fases previas a la salida a bolsa. Es el caso de muchas compañías tecnológicas que, por otra parte, no parecen necesitar de capital para crecer extraordinariamente.

En el trabajo que resumimos a continuación, se da cuenta de esta evolución en términos de la reducción del número de sociedades cotizadas. En EE.UU. cada vez hay relativamente menos sociedades cotizadas y las que salen a Bolsa no lo hacen para captar capital  ¿Tienen algo que ver los costes regulatorios de ser una sociedad cotizada o es que se han reducido los beneficios de estar en bolsa? La autora cree lo segundo.

Como es sabido, el Derecho del Mercado de Valores se basa en una idea bastante simple: el que quiera recurrir al ahorro público puede hacerlo libremente (no se necesita una autorización administrativa otorgada discrecionalmente para emitir acciones u obligaciones) pero ha de proporcionar al público información estandarizada sobre su negocio y sobre las características de las acciones u obligaciones que pretende vender. La eficiencia de estas reglas se encuentra en que, imponiendo obligaciones de información, se reducen los costes de los inversores que, individualmente, carecen de incentivos para informarse sobre la “calidad” del “producto” que se les ofrece. Esto es así desde, por lo menos, los años 30 del siglo XX. Este modelo de regulación constituyó una revolución que permitió que la sociedad anónima – cuya supervivencia estuvo en peligro varias veces en los siglos XVIII y XIX por su utilización para especular y engañar a los inversores vendiendo castillos en el aire – se afianzara definitivamente como la forma societaria de la gran empresa. El público podía confiar porque las sociedades que recurrían al ahorro del público tenían que ser transparentes y la información producida se ponía a disposición de todo el mundo en registros públicos.

Esta información genera una dinámica virtuosa: el público tiene más información, los especialistas pueden analizarla y hacer prospección sobre la futura evolución de las empresas que les llevan a adquirir o vender acciones, lo que lleva a que los mercados de valores puedan incorporar esa información y ser, por tanto, “informativamente eficientes”, lo que beneficia al público ahorrador que puede diversificar invirtiendo en índices etc. También las autoridades públicas se benefician porque disponen de más información sobre las grandes empresas lo que reduce los costes de hacer cumplir las regulaciones generales y las fiscales en particular.

Las compañías en el siglo XXI parecen no necesitar salir a Bolsa porque pueden obtener el capital que necesitan de unos cuantos inversores privados. Si no necesitan del público en general para financiarse, ¿por qué habrían de salir a Bolsa? Normalmente, para dar liquidez a los inversores iniciales, esto es, a los fundadores de la compañía, a los que participaron en las primeras “rondas” de financiación y a los directivos y empleados que recibieron acciones como parte de su remuneración pero, crecientemente, pueden organizarse para dar liquidez a estos inversores privados.

La pregunta inmediata es

¿a quién le importa? el free riding de las empresas no cotizadas

Los inversores institucionales pueden ir a la montaña (e invertir en esas compañías a través de fondos de private equity) si la montaña no viene a ellos. Pero puede haber externalidades negativas. Así, por ejemplo, las compañías cotizadas están obligadas a dar mucha información sobre sí mismas al público. Esta información beneficia a terceros que “no pagan” por obtenerla. Entre estos terceros están, naturalmente, los competidores de la compañía que, por no estar en bolsa, no tienen que publicar información. Por ejemplo, dice la autora, la existencia de compañías cotizadas en el mismo sector es un instrumentos muy útil para valorar las no cotizadas. Si Carrefour cotiza, es más fácil saber cuánto vale El Corte Inglés o Mercadona. No se olvide que el “producto” de los mercados de valores son “precios” y que determinar el precio de una empresa es muy costoso pero los beneficios – para los intermediarios financieros – de “acertar” más en dicha valoración son elevadísimos. La autora se refiere a un trabajo que indicaría el elevado valor de poder determinar con más precisión el valor de las empresas.

Cuando todas las grandes empresas eran cotizadas – nos dice la autora – no existía “competencia desleal”: la compañía que no publicaba información no competía significativamente con las compañías que sí lo hacían obligadas por las normas del mercado de valores. Las primeras eran pequeñas y las segundas muy grandes: “era poco probable que ambas estuvieran en competencia directa en el mercado de productos o en el mercado de capitales”.

Esto ha cambiado y ahora existe el riesgo de que las obligaciones de información que se imponen a las sociedades cotizadas constituyan una pena o carga que se impone a las sociedades cotizadas y una subvención para las que no cotizan. Estas y los inversores que adquieren sus acciones en mercados privados están comportándose como gorrones (free riding) respecto de las compañías cotizadas que soportan un régimen de transparencia mucho más severo. Este free riding no dañaba a las compañías cotizadas en el pasado porque éstas no competían por el ahorro con las compañías no cotizadas, de manera que el beneficio para las no cotizadas no se lograba a costa de un daño para las cotizadas. El público en general no invertía en compañías no cotizadas. Veremos – nos dice la autora – que tal no es el caso hoy. Hoy, las sociedades cotizadas son conscientes de que sus competidores se aprovechan de la información que están obligadas a revelar y tratan de minimizar la información que hacen pública
“casi el 40 % de las empresas que realizan una OPV u OPS consiguieron autorización de la SEC para no hacer públicas determinadas informaciones en sus folletos y estas autorizaciones se han vuelto moneda corriente en las actualizaciones de los folletos. Más del 15 % de una muestra aleatoria de pequeñas empresas cotizadas expurgaron la información de sus folletos, en particular, la relativa a contratos con proveedores o clientes – o remuneración de empleados -  y más del 25 % revelaron que habían ocultado tal información en el pasado, lo que sugiere que las empresas están realmente preocupadas porque tal divulgación beneficie a sus competidores”
Y hace referencia a un estudio que indicaría que las empresas se benefician de la información que publican sus competidores lo que unido a que las empresas no cotizadas rara vez ponen a disposición del público voluntariamente información relevante indicaría que estos efectos beneficiosos para los competidores son relevantes y, sobre todo, que se genera una espiral viciosa en cuanto aumenta el número de competidores que permanecen fuera de la bolsa y que se aprovechan de un número cada vez menor – relativamente – de competidores que sí cotizan.

Si es así, dice la autora, se reducen los incentivos para estar en bolsa y se genera una dinámica viciosa que conduce a que cada vez haya menos información empresarial disponible para todos. Y también, nos dice la autora, menos información disponible para los inversores particulares en estas empresas de enorme tamaño que no cotizan. Es decir, se trata de una dinámica que conduciría al colapso del mercado. Es lo que cabe esperar si se tiene en cuenta que la información es un bien público (public good) que, como tal, no se produce en las cantidades óptimas porque el que produce información no puede apoderarse de todos los beneficios que la información genera.

Téngase en cuenta, además, que el régimen societario (el corporate governance) viene determinado, cada vez más, por la cotización. Las sociedades cotizadas están sometidas a una regulación más estricta en el fondo y en los procedimientos de toma de decisiones que las sociedades no cotizadas (v., arts. 495 ss LSC).

Si, como parece, las compañías no necesitan recurrir al público para financiarse y les bastan unos cuantos “senadores” para hacerlo, las consecuencias pueden ser muy relevantes. El resultado puede ser
  • un nivel subóptimo de información empresarial
  • un aumento del volumen de incumplimientos normativos por parte de empresas de muy gran tamaño (ya que es más difícil descubrir si están cumpliendo o no con todas las reglas que les son aplicables y porque la reputación, como instrumento de control de los costes de agencia pierde valor ya que las apropiaciones indebidas o los comportamientos incorrectos por parte de los que gestionan las compañías no reciben un escrutinio tan intenso ni se reflejan en una caída inmediata de la cotización, además de que las autoridades públicas encargadas de hacer cumplir esas normas han de establecer mecanismos para obtener la información que, hasta ahora, les proporcionaba el mercado de valores: “la información pública puede resultar menos útil como guía para la toma de decisiones tanto por parte de las autoridades públicas como por parte de otros particulares”. Un buen ejemplo que indicaría que la autora no anda descaminada nos lo proporciona la reciente discusión sobre los problemas competitivos de la presencia de accionistas comunes en empresas oligopolísticas. Si las principales aerolíneas tienen a los mismos accionistas significativos, se incrementa el riesgo de colusión tácita entre ellas en perjuicio de los consumidores. Pues bien, este riesgo es más elevado, sea cual sea el mérito de estos estudios, si esas compañías oligopolísticas no cotizan en cuanto obtener información sobre ellas sea más costoso.
  • Resulta más costoso determinar la solvencia de estas compañías de forma que pueden elevarse los costes de la quiebra porque no se adopten medidas tempranas para evitarla o planes de liquidación de las compañías que reduzcan la pérdida de valor asociada a los procesos concursales. Recuérdese que los costes de la quiebra pueden no ser todos privados e internalizados por acreedores y deudores. En general, la asignación eficiente del capital – dice la autora – puede verse dañada: casos como Theranos o Zenefits pueden multiplicarse.
  • una creciente desigualdad económica en cuanto el acceso a la información se concentra en los grandes inversores y en los intermediarios financieros que tienen la “llave” de acceso a esas compañías
  • una reducción de la transparencia en las relaciones entre las grandes empresas y los poderes públicos
  • la aparición de mercados no regulados de las acciones de esas compañías donde la explotación de los inversores es más probable (incluyendo a los trabajadores de esas compañías que, normalmente, reciben acciones y que, si la sociedad cotiza, tienen acceso a la liquidez que el mercado proporciona).
  • la reducción de la liquidez de las inversiones, liquidez que está en la base de las instituciones de inversión colectiva (fondos de inversión)
Y, en general, la reducción o pérdida de los beneficios sociales de los mercados de valores, de manera que se “sobrecarga” a la competencia en los mercados de productos y a la regulación genérica de la actividad económica para lograr minimizar las externalidades que, sobre acreedores de estas compañías y sobre el público en general – consumidores – genera la actividad empresarial.

La autora reproduce la discusión que tuvo lugar a finales del pasado siglo sobre la bondad de la imposición de obligaciones de información a las sociedades cotizadas. La cuestión se planteaba, como se recordará, en los siguientes términos: si los inversores quieren que las empresas les proporcionen información ¿por qué no habrían de proporcionarla las empresas voluntariamente? ¿Por qué hay que obligar imperativamente a las empresas a producir y facilitar la información? “los emisores de alta calidad producirán y diseminarán la información como una señal de su calidad y los inversores deducirán que si una empresa no da esa información es porque es un emisor de mala calidad”. La respuesta de los partidarios de las obligaciones de información fue que los inversores padecen un problema de acción colectiva y un problema de efectos externos a los que ya hemos hecho referencia y que, en consecuencia, el nivel de información disponible sería subóptimo desde el punto de vista del bienestar social tanto desde el punto de vista de su cantidad como de su “calidad” (estandarización de manera que se reduzcan los costes de los inversores para procesar esa información y adoptar decisiones racionales). Además, los inversores dispersos – en cuanto socios de la sociedad anónima – sufren costes de agencia respecto de los administradores sociales que no soportan los accionistas significativos que tienen incentivos para vigilar lo que hacen los administradores.

Las explicaciones


que encuentra la autora para esta evolución no se encuentran en que hayan aumentado los costes de ser una sociedad cotizada – costes regulatorios – sino, entre otros factores, que la desregulación financiera en los últimos veinte años ha hecho más atractiva la captación de fondos de los inversores a través de “mercados privados”, esto es, completamente desregulados a cuyas transacciones se aplica, simplemente, el Código Civil y el Código de Comercio además de la aplicación de las normas de Derecho de Sociedades para la emisión y transmisión de acciones. De manera que los beneficios derivados de cotizar en lo que a la emisión de acciones y obligaciones y a su transmisión (captación de fondos y liquidez de las inversiones) se han reducido mucho en comparación con los costes y con la posibilidad de captar capital y de liquidar las inversiones de estos mercados “negros”, cuyos costes se han reducido gracias a la desregulación. Se refiere a los requisitos para que una emisión de acciones caiga bajo la supervisión de la SEC – de nuestra CNMV – v., arts. 25 ss. LMV). En particular, en la medida en que las instituciones de inversión colectiva se consideren como inversores cualificados, las acciones o bonos que acaban en manos del público en general indirectamente, esto es, a través de instituciones de las que el público es partícipe o miembro (por ejemplo, los particulares pueden comprar participaciones en un fondo de inversión que invierte en compañías no cotizadas), no quedan sometidas al Derecho del mercado de valores. La regulación del crowdfunding facilitó aún más la aparición de estos mercados particulares (v., LFFE, arts. 25 ss, que, no obstante, someten a condiciones semejantes pero más ligeras la captación de fondos del público por esta vía) y la elevación del número máximo de accionistas que una sociedad no cotizada podía tener hasta 2000, hizo el resto junto con – en opinión de la autora – una definición restrictiva de “valor negociable” que permitió, en los EEUU que préstamos de financiación empresarial fácilmente transmisibles no tuvieran tal consideración. En fin, el valor de la liquidez que proporcionan los mercados de valores se ha reducido en la medida en que las compañías o instituciones financieras pueden actuar como market makers de las acciones de esas compañías.

Añádase que, en tanto permanezcan fuera de la Bolsa, las compañías pueden organizar su gobierno corporativo como tengan por conveniente. Aunque en EE.UU. la libertad de configuración estatutaria es mayor que en Europa, hemos asistido al debilitamiento o supresión de los deberes fiduciarios de los administradores frente a los accionistas. Los que invierten en esas compañías – se pregunta la autora – ¿están protegidos de forma que no necesitan de la imposición de obligaciones de información y de los deberes de lealtad? Parece que, cuando estas compañías emiten deuda, los acreedores pueden protegerse de igual manera que cuando prestan a una sociedad cotizada. Si las compañías no cotizadas no sufren un mayor coste de capital que las semejantes cotizadas, la respuestas a esas preguntas debe ser afirmativa.


¿El continuóse del empezóse?


Pero quizá, una explicación más simple se encuentre en la evolución histórica de la sociedad anónima y los mercados de capitales. Quizá, en el costoso y lento ascenso de la sociedad anónima, hemos llegado a su triunfo absoluto. Los mecanismos puestos en vigor desde finales del siglo XIX y, sobre todo, en el siglo XX para reducir los costes de agencia (incluyendo las obligaciones de información en la emisión de nuevas acciones – folleto –, la prohibición de manipulación del mercado y del insider trading, la auditoría obligatoria, la regulación del gobierno corporativo etc) no son ya tan necesarias como lo fueron a principios del siglo XX en el que los “robber barons” se apropiaban descaradamente de buena parte de las inversiones de los ahorradores. Los mercados de producto y los mercados financieros se han vuelto tan competitivos y sofisticados que hacen poco valiosos los demás mecanismos de reducción de los costes de agencia hasta el punto de que sus costes los hacen ineficientes. Quizá es lo que está empezando a pasar también con el derecho de voto. La salida a bolsa de Snap – con acciones en manos del público que carecen de derecho de voto – es una indicación de que los distintos mecanismos de reducción de los costes de agencia son sustitutivos entre sí y no sólo complementarios. Añádase una larga temporada de tipos de interés muy bajos y escasez de inversiones rentables y riesgo limitado y se comprenderá que el florecimiento de los mercados de capital desregulados no es un fenómeno que deba extrañarnos.

Elisabeth de Fontenay, The Deregulation of Private Capital and the Decline of the Public Company (April 11, 2017). Hastings Law Journal

1 comentario:

Anónimo dijo...

Quizás habría que equiparar los requisitos para emitir acciones sin voto a los que se exigen a las sociedades cotizadas, porque el recurso, sin contrapartidas, es muy "goloso".

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