Rafael de Penagos
En su columna “Airlines, Stock splits and voting”, Levine aborda la cuestión – que hemos tratado a menudo – de si la utilización exclusiva de métricas financieras para medir si los administradores sociales están cumpliendo con sus deberes fiduciarios está convirtiendo a las empresas – especialmente a aquellas cuyas acciones cotizan en Bolsa – en “monstruos” que maltratan a sus trabajadores, clientes y proveedores a los que sacrifican en el altar de la maximización de los beneficios de la empresa.
Las líneas aéreas son un chivo extraordinariamente útil para lanzar este tipo de planteamientos. Lástima que estén completamente equivocados. El sistema capitalista se basa en la idea de que la persecución irrestricta de su interés por parte de las empresas maximiza el bienestar social. No esperamos de la bondad del presidente de British Airways o de su amor por los viajeros disfrutar de la mejor relación posible calidad-precio en nuestros billetes de avión. Lo esperamos de la competencia entre British Airways, Lufthansa y Ryanair. Cuanto más estricto sea el control financiero de los gestores de las compañías, más seguros estaremos de que no se está produciendo una asignación ineficiente de los recursos.
Por tanto, es la competencia en el mercado de producto (no el Derecho de sociedades, no el derecho del mercado de valores, no el Derecho en general) la que garantiza la maximización del excedente y del bienestar del consumidor. Si los consumidores quieren viajar en avión como viajaban en coche-cama en los trenes de antaño, los consumidores viajarán en avión como viajaban en coche-cama en los trenes de antaño. El problema es que los consumidores no quieren viajar en avión como viajaban en coche-cama en los trenes de antaño. Y lo dicen, cada día, cuando adquieren billetes de avión concentrándose en el precio.
Y si el servicio que se ofrece es miserable; si el espacio entre asientos es cada vez más reducido y si viajar en avión se ha convertido en una experiencia desagradable, no nos quejemos. Eso es lo que queremos. Porque la business class y la first class de hoy es mejor de lo que lo ha sido nunca. Pero la gente no quiere pagar lo que cuesta.
Cuestión distinta es que se aprecie que hay un fallo de mercado. Que, dadas las características del mercado de producto, es muy probable que, por ejemplo, los trabajadores del sector ganen sueldos miserables y tengan que acabar siendo asistidos por la caridad o por el Estado; que la competencia en los precios está poniendo en peligro la seguridad de los vuelos; que los viajeros sufren de enfermedades si viajan muy a menudo en avión o que los bajos precios se pueden establecer a costa de hacer la vida más desagradable a cientos de miles de personas que viven en zonas cercanas a los aeropuertos.
La competencia no resuelve esos problemas. Si acaso, los agrava. Esos problemas los resuelve la regulación. Y, como hemos dicho muchas veces, los administradores sociales están obligados a conseguir el nivel de beneficios más elevado posible que sea compatible con el cumplimiento de todas las obligaciones que impone a la compañía la regulación vigente y los contratos que la compañía haya celebrado con todos los interesados-partícipes en la empresa social (en la empresa aeronáutica, en este caso).
Si la competencia hace que el servicio al cliente sea espantoso para todos porque las empresas, sabiendo que los consumidores sólo miran el precio del billete, no valoran la mayor o menor calidad de éste, harán bien los administradores de la compañía aérea en minimizar los gastos en atención al cliente. Y si la Sociedad a través del Estado considera que esos niveles de atención al cliente son intolerables, puede establecer niveles mínimos obligatorios como hace, por ejemplo, la Unión Europea en materia de retrasos y de overbooking.
Y, de nuevo, no se puede confundir a la sociedad y al Derecho de Sociedades incluidas las normas que regulan el gobierno de las sociedades anónimas, el corporate governance con la empresa y el Derecho que regula las relaciones entre los distintos factores de la producción (trabajadores, proveedores, financiadores) y las relaciones entre las empresas, los consumidores.
Levine, en realidad, llama la atención sobre una cuestión mucho más concreta pero que resulta, también, interesante: si la inmensa mayoría de las acciones de sociedades que cotizan en bolsa están en manos de inversores institucionales, es probable que se haya reforzado la homogeneidad de los accionistas. Es decir, que si una acción de Telefonica siempre ha sido igual que una acción de Telefonica, igual que una acción de Telefonica, en el pasado, los accionistas podían tener intereses diferentes e incluso contrapuestos en algún sentido. Por ejemplo, respecto a la política de dividendos (los pequeños ahorradores quieren dividendos porque fiscalmente no les perjudica y sufragan sus gastos ordinarios con los rendimientos de sus acciones, mientras que inversores profesionales prefieren los “home made dividends” porque realizan transacciones frecuentes en el mercado vendiendo y comprando acciones y, en fin, los accionistas significativos no pueden vender rápidamente porque “moverían” la cotización dada su elevada participación en el capital de una compañía).
Que los accionistas tengan intereses homogéneos es una bendición, ya que reduce los costes de gobierno de la compañía (los costes de agencia). De hecho, Hansmann dice que los accionistas son los titulares residuales de la sociedad anónima (y no los trabajadores o los clientes o los proveedores o los que prestan dinero a la compañía), en parte, porque sus intereses son homogéneos, lo que reduce sus costes de acción colectiva en el control de los que gestionan la compañía, lo que permite que sean muchos los accionistas, lo que permite acumular enormes cantidades de dinero para financiar cualquier proyecto, lo que aumenta la diversificación, lo que reduce la aversión al riesgo de los inversores…
En la actualidad, los accionistas de las sociedades cotizadas son, básicamente, instituciones de inversión colectiva. Hay cuatro de ellas (Vanguard, Blackrock, State Street, Fidelity) que, prácticamente, son dueñas de las principales bolsas. Y su único objetivo (o sea, el único objetivo de los cientos de millones de John, Mary, Juan, Dietrich, Jacques… que tienen sus ahorros en los fondos de inversión gestionados por esas cuatro empresas) es trasladar a sus clientes las ganancias que se obtienen en toda la Economía o, en otros términos, permitir a todos los ciudadanos participar en las ganancias que obtienen las empresas de una Economía invirtiendo sus ahorros en ella y hacerlo diversificadamente que es la única ventaja que se obtiene de la canalización de esos ahorros a través de los mercados de capitales.
Y si esos son tus accionistas – dice Levine – ¿qué tiene de raro que los gestores de las compañías se conviertan en obedientes sirvientes que tratan de convertir sus empresas en máquinas de generar el máximo de beneficios posible? Cuando los dueños de una compañía – los accionistas – son los que la fundaron o los miembros de una familia o los habitantes de una ciudad, es posible que quieran que los administradores sociales maximicen algo distinto de los beneficios o que sacrifiquen beneficios a corto plazo para lograr, en mayor medida, otros objetivos (que no haya paro en el pueblo; que se hable de las rosquillas del pueblo allende el mar o que todos los miembros de la familia tengan un buen trabajo y se lleven bien entre sí). Cuando, como ocurre hoy con las sociedades cotizadas, todas tienen a los mismos accionistas, todas acabarán maximizando los beneficios.
Y eso no es malo para el bienestar social. Si la Sociedad quiere que las líneas aéreas dejen más espacio entre asientos o inviertan más en sistemas informáticos robustos, no tiene que recurrir al Derecho de Sociedades o al Derecho del Mercado de Valores. Tiene que recurrir a la regulación.
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