En esta columna, Rajan recensiona un libro de Sandel sobre lo que éste último considera una excesiva extensión de los mercados, esto es, de libre intercambio utilizando el dinero como medida de valor . La columna es tan breve que no merece la pena resumirla. Al analizar la venta de órganos humanos, Rajan se pregunta si el problema no está tanto en que nos parezca inaceptable el comercio de órganos humanos o si, más bien, el problema es que no soportamos vivir en un mundo en el que alguien está en una situación tan mala que vender un órgano resulta la única opción. Y concluye que, al final, si la distribución del dinero fuera más legítima (todos aceptáramos que otro tiene más dinero que yo porque “se lo ha ganado”), los mercados podrían extenderse con menos reproche.
Hay quien considera que las transacciones que nuestros códigos civiles califican como con causa ilícita incluyen muchos casos en los que, lo que está detrás, es una “externalidad moral”. Nos repugna que haya gente que tenga que vender sus órganos para sobrevivir. Nos repugna que alguien acepte un préstamo usurario porque no tiene más remedio si quiere llegar a la semana siguiente.
Y, por eso, los prohibimos. Pero la externalidad moral conduce – como nuestra Ley de Usura – a prohibir los préstamos usurarios, no los préstamos en general. Es decir, el Derecho hará bien en no prohibir absolutamente determinado tipo de transacciones porque “no-queremos-vivir-en-una-sociedad-donde-alguien-tiene-que-hacer-eso-para-sobrevivir”. Hará bien en prohibir sólo aquellas transacciones de ese tipo en las que, teniendo en cuenta las circunstancias en que tuvo lugar, hay que deducir que el consentimiento de esa persona no le protegió. De ahí que la Ley de Usura – y el Tribunal Supremo acaba de recordarnos que esa es la interpretación correcta – exija la presencia de un estado de necesidad en la persona que sufre la usura. De hecho, la tradicional prohibición de la usura era una prohibición de los préstamos para subvenir necesidades personales
Parece, pues, que, muy a menudo, la solución adecuada es una regulación intensa del mercado correspondiente (piénsese en el trabajo infantil). Recordarán que, no hace mucho, el dueño de un laboratorio farmacéutico español señalaba que la prohibición de comprar sangre en nuestro país le obligaba a importar plasma de otros países donde la compra de sangre está permitida. Si me dejaran – decía este señor – yo pagaría a los parados por su sangre y todos estaríamos mejor.
¿Cuál es el problema? Que, a menudo, solo hay dos alternativas: o la prohibición absoluta o la permisividad absoluta. Porque las soluciones intermedias no son factibles. La propuesta del dueño de Grifols fue criticada porque reduciría la donación de sangre. Es decir, abandonarían el mercado como oferentes los que actualmente donan sangre. Bueno, tampoco es tan terrible ¿no? Es un efecto que se produce siempre que se comercializa un producto que, hasta ese momento, se intercambiaba “fuera” del mercado. El perejil no se compraba en las fruterías. Se regalaba. Pero no hay ningún problema porque sea objeto de intercambio monetario. Muchos fruteros dejarán de regalarlo pero otros utilizarán el regalo como estrategia de ventas. Si pagar por la sangre aumenta mucho la oferta de sangre, podemos prescindir de los donantes sin graves daños para la Sociedad. Otra cosa – pero menor – es que no podamos controlar otros efectos colaterales (la probabilidad de que sangre vendida esté contaminada es mayor que la de la sangre donada pero con los adecuados controles, es un riesgo asumible).
Con los órganos humanos, el juicio se vuelve más complicado. Si permitimos la venta de órganos, lo habremos de hacer con mucho cuidado, es decir, permitiendo que se vendan sólo en la forma y manera que ahora se donan para asegurar que el donante no resulta dañado gravemente por la donación. Porque una vez que la compraventa es lícita, la enorme demanda insatisfecha generará una oferta cuyo control es muy costoso: acabarán raptando y asesinando niños para extraer sus órganos o acabarán, en el mejor de los casos, vendiendo sus órganos los más pobres en condiciones que no garantizan su salud posterior. Se dirá que esto ya ocurre, pero, como siempre, se trata de minimizar esos efectos y, parece obvio, el número de asesinatos de niños para extraerles los órganos o el de pobres que acabarán muriendo como consecuencia de la extracción del órgano será muy superior en un mundo en el que los órganos puedan venderse.
El caso de los “vientres de alquiler” es un caso intermedio pero en el que los resultados más horripilantes (mujeres esclavizadas para que gesten y den a luz hijos de otros) pueden descartarse razonablemente. Una solución razonable puede ser la de impedir que alguien haga negocio con eso. De este modo, con un mercado “menos perfecto” reducimos el nivel de una actividad que nos parece peligrosa. Se explica así que haya muchas normas que prohíben la actuación con ánimo de lucro o la intermediación en determinados mercados (en España, hasta hace bien poco, en el mercado de trabajo) o que los intermediarios estén sometidos a una vigilancia muy severa (adopciones).
Pero los Códigos son mucho más sutiles. Por ejemplo, el juego no se prohíbe. Pero tampoco se concede acción al ganador en el lance para exigir el pago al perdedor. Sin embargo, si el perdedor paga, la atribución al ganador tiene “causa” y el perdedor no puede exigir que le devuelvan lo pagado.
Por tanto, el problema casi nunca es de prohibición absoluta o permisividad absoluta de un tipo de intercambio voluntario. El problema es que las soluciones intermedias (prohibición relativa, permisividad relativa) implican una regulación de los correspondientes mercados que es muy costosa de diseñar y, sobre todo, de aplicar. No hay que recordar que el mercado financiero está hiperregulado o que la regulación sobre el lavado de dinero es muy estricta y eso no impide enormes niveles de ilegalidad.
Y, cuando no se puede elegir lo mejor, hay que conformarse con soluciones menos buenas. Por esa razón, muy a menudo, hay prohibiciones que parecen excesivas a primera vista.
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