martes, 2 de junio de 2015

Y más sobre el art. 160 f) LSC

Segismundo Álvarez y Jaime Sánchez han publicado un cuidado trabajo sobre el artículo 160 f) LSC que resulta admirable por la claridad - refutabilidad - de su análisis y lo ponderado de sus valoraciones. Lo resumimos a continuación con algunos comentarios en los que subrayaremos las discrepancias. De las cuestiones tratadas por los autores nos hemos ocupado en el blog, especialmente, en esta entrada y en otras que se indicarán más abajo.

Finalidad de la norma


El objetivo de la norma, al atribuir la competencia a la Junta sobre la enajenación o adquisición de activos esenciales según los autores es “fomentar la participación accionarial”, objetivo que los autores distinguen del propio de las modificaciones estructurales que sería “salvaguardar los derechos de los socios evitando la alteración de los elementos esenciales de las sociedad”. Esta distinción explicaría por qué la regla del 160 f LSC tiene más sentido para las sociedades cotizadas donde la dispersión del capital eleva los costes de agencia entre accionistas y administradores. 

A nuestro juicio, tal finalidad no se compadece ni con la regulación legal – la competencia de la junta se ha extendido a todo tipo de sociedades de capital – ni con el origen de la norma en la jurisprudencia alemana que se elaboró en relación con una sociedad no cotizada ni con su origen inmediato en el Código de Buen Gobierno, que asimila. También en las sociedades no cotizadas hay costes de agencia y, a menudo, la única protección de los socios minoritarios frente al socio mayoritario – que controla la gestión social – pasa por obligar a éste a tomar decisiones relevantes en el seno de la Junta, órgano en el que no puede impedir la participación de los socios minoritarios. La analogía entre la adquisición/enajenación de activos esenciales y la liquidación de la sociedad y algunas de las demás competencias atribuidas a la junta en el art. 160 (modificaciones estructurales y “cesión global de activo y pasivo”; “disolución de la sociedad”) o las recogidas en el art. 511 bis LSC (filialización, “operaciones de efecto equivalente a la liquidación”) es obvia. Por tanto, es muy discutible que “el fundamento” de tal atribución de competencia sea distinto en uno y otro caso. De hecho, más adelante en el trabajo, los autores parecen estar de acuerdo en que el sentido de la norma es someter a los socios las decisiones análogas a modificaciones estructurales que afectan de modo importante a los socios en cuanto titulares residuales.

Gravamen de los activos esenciales


Hay acuerdo ya casi general en que el art. 160 f LSC no incluye el gravamen de activos esenciales. Solo la enajenación o adquisición. Los autores explican acertadamente que la constitución de un derecho real sobre los activos esenciales puede quedar incluido en el precepto cuando prive a la compañía del “uso y disfrute del activo esencial” (p. ej., un usufructo). Pero no queda incluida ni la pignoración o hipoteca ni la atribución a la sociedad de una opción de compra sobre un activo propiedad de un tercero que hubiera de considerarse esencial para la actividad de la optante. Por el contrario, si la sociedad otorga una opción sobre un activo propio – esencial a un tercero que éste puede ejercer libremente, estaríamos ante una transacción que ha de ser aprobada por la junta de la sociedad que concede la opción. Los autores consideran que “lo determinante es que afecte de forma profunda a la actividad o al control, no tanto que nominalmente sea o no una enajenación. Por ejemplo, un arrendamiento a largo plazo de la fábrica principal lo requerirá, mientras que no será necesario en una operación de sale and lease-back, en la que se enajena el activo pero la sociedad lo mantiene en arrendamiento con opción de compra”.

Filialización y subfilialización


Que el activo sea titularidad de una filial no evita la competencia de la junta de la matriz si ese activo es “esencial” para el grupo y se produce una adquisición o enajenación. De nuevo, esta conclusión nos parece discutible. El hecho de que el art. 511 bis se refiera específicamente a las operaciones de “filialización” (“La transferencia a entidades dependientes de actividades esenciales desarrolladas hasta ese momento por la propia sociedad, aunque esta mantenga el pleno dominio de aquellas”) indica que la atribución de competencia a la Junta, en el caso de filialización, tiene como finalidad la de proteger a los accionistas – atribuyéndoles la competencia para decidir al respecto – en los procesos de formación de grupos lo que, a contrario, significa que, una vez que se ha constituido el grupo, y los activos han sido asignados a una filial, serán las reglas y principios del Derecho de Grupos los que deberán proveer a la protección de los derechos de los accionistas minoritarios de la matriz. Por tanto, la referencia del art. 160 f) a la “aportación a otra sociedad” ha de entenderse armónicamente con el art. 511 bis y entender que los procesos de filialización, cuando afecten a activos esenciales de la sociedad que se convierte en matriz requieren de acuerdo de la junta de la matriz. Los autores son de esta opinión y, añaden, el acuerdo de la Junta es necesario “aún si los estatutos prevén que la sociedad puede desarrollar su objeto de forma indirecta” (es decir, a través de filiales).

Discrepamos en relación con la subfilialización. Los autores consideran que también las operaciones por las que los activos esenciales pasan de estar en la filial a estar en una sociedad-nieta requieren acuerdo de la junta de la matriz. Argumentan que “la operación podría encuadrarse como aportación de activo esencial (las participaciones) si esa filial tiene un carácter esencial para la sociedad”. 

Pero, desde nuestra perspectiva – en las operaciones de filialización se trata de proteger a los accionistas de la matriz en los casos de constitución o formación de grupos de sociedades – no procede extender la participación de los accionistas de la matriz a estos supuestos. La pérdida de control sobre esos activos por parte de los socios de la matriz se ha producido ya con la filialización y la subfilialización no modifica la situación: esos activos están controlados por los administradores de la matriz en cuanto son ellos los que participan en la junta de la filial (a la que sí se le aplica el art. 160 f y, por tanto, corresponde a la junta de la filial – en la que puede haber socios externos o minoritarios – la decisión sobre la “subfilialización”, es decir, para la filial, simplemente, “filialización”).

La presunción del 25 %


Que el 25 % es un umbral extraordinariamente bajo para presumir que se trata de un activo esencial ha sido destacado por todos los autores que se han ocupado de la norma. Y coincidimos con los autores en que 
la presunción a nuestro juicio no es útil como un criterio para determinar el carácter esencial y una operación no debe incluirse en el ámbito de aplicación de la norma solo porque supere —incluso claramente— el umbral de la presunción . Será necesario además, como sucede en casi todos los demás ordenamientos, acudir a criterios cualitativos, a pesar de la incertidumbre que eso genera.
Estamos de acuerdo: las operaciones sometidas al art. 160 f y, por tanto, al acuerdo de la Junta, - tanto en sociedades cotizadas como no cotizadas – son las que tengan “efectos equivalentes a las modificaciones estructurales” en cuanto a su 
trascendencia para los derechos económicos y políticos de los socios… los administradores no pueden tomar decisiones sobre activos esenciales que pongan en peligro la continuidad y rentabilidad de la actividad de la sociedad a largo plazo sin el consentimiento de la junta general… se requerirá el acuerdo para operaciones que impliquen que la sociedad deje de realizar actividades comprendidas en el objeto social o que adquiera activos que modifiquen sustancialmente la actividad de la sociedad, pero solo si son cuantitativamente relevantes. También deben incluirse las operaciones sobre activos esenciales que comprometan esa obtención de ingresos de manera sostenida, aunque se realicen a precio de mercado y no alteren el objeto social (por ejemplo, la venta de la marca principal de la empresa). A estas operaciones hay que añadir aquellas que sin implicar la modificación del objeto ni la reducción —drástica de la actividad— produzcan un cambio sustancial en el control por los socios, como la filialización de la actividad más importante”.

Como se deduce de lo anterior, los autores parecen estar básicamente de acuerdo con la posición que expusimos en una entrada anterior y que ha sido expuesta por Recalde en el Comentario al precepto de reciente publicación: modificaciones sustanciales o sustituciones de facto del objeto social y liquidaciones de facto de la sociedad además de la sustitución del ejercicio directo del objeto social por su ejercicio a través de filiales. El art. 511 bis LSC confirma esta interpretación al incluir los supuestos de filialización y “las operaciones cuyo efecto sea equivalente al de la liquidación de la sociedad”. La inclusión de la política de remuneraciones en el caso de las sociedades cotizadas responde a razones de mera técnica legislativa.

El acuerdo de la junta


Estamos de acuerdo con los autores en cuanto a los requisitos del acuerdo de la Junta. Se trata de un acuerdo ordinario que “deberá constar en el orden del día y entendemos que de forma separada ( art. 197 bis LSC)”; los administradores deberán proporcionar a los socios la información pertinente; no caben las autorizaciones genéricas pero 
debe admitirse que informada la JG de un determinado plan de actuación se deje la determinación concreta del o los negocios a los administradores, señalando siempre unos parámetros objetivos, como por ejemplo, un rango de precios para una o varias enajenaciones. Sería el caso, por ejemplo, de la venta del conjunto de los activos inmobiliarios de un banco, o de un proceso de venta por subasta”. 
Según los autores 
“en el caso de que la enajenación de un activo esencial suponga, además, una modificación sustancial del objeto social se dará además el derecho de separación de los socios que no hubieran votado a favor aplicando analógicamente el art. 346.1 a) LSC aunque no estemos formalmente ante una modificación estatutaria de la cláusula del objeto social”. 
A nosotros nos parece preferible entender que, si no hay alteración formal de los estatutos sociales – modificación formal del objeto social – no hay derecho de separación. Es decir, se aplican las normas generales sobre acuerdos sociales pero no las específicas para determinadas modificaciones estatutarias, porque no estamos ante una modificación estatutaria y reglas como el derecho de separación están previstas – con independencia de que se acepte o no que hay un derecho de separación por justos motivos – para modificaciones estatutarias formales, es decir, modificaciones respecto de las cuales puede afirmarse que tienen lugar en un momento determinado y conforme a un procedimiento preciso. Piénsese en el traslado del domicilio social al extranjero o en la modificación de las reglas sobre transmisibilidad de las acciones. En ambos casos, podría producirse una modificación “de facto” sin que nadie afirme que hay un derecho de separación del socio disconforme. Por tanto, preferimos reservar la aplicación de las reglas específicas a los supuestos de hechos específicamente previstos en la Ley.

En relación con la aplicación de la business judgment rule a la decisión de los administradores sobre si “el activo que se compra, enajena o aporta es esencial”, en otra entrada sostuvimos que tal decisión estaba amparada por la protección de la discrecionalidad empresarial. Fernández del Pozo ha sostenido lo contrario aduciendo que “la decisión se refiere a una cuestión de distribución de competencias entre órganos”. 

Lo cierto es que, en la otra entrada no abordamos el tema de modo completo, limitándonos a refutar la afirmación de Fernández del Pozo acerca de si se trataba de una decisión – la de adquirir o vender un activo esencial – “estratégica o de negocio”. Creemos que vender o comprar un activo esencial es una decisión estratégica, sin duda, por lo que estamos, en principio, en el ámbito de la protección de la discrecionalidad empresarial. Lo que no explicamos – y hay que aclararlo – es que Fernández del Pozo tiene razón cuando hace referencia a que el art. 160 f LSC es una norma sobre distribución de competencias, lo que es relevante cuando se trata de aplicar la business judgment rule. No modificamos la anterior entrada porque en ella nos referimos exclusivamente al carácter estratégico de la decisión de vender o comprar el activo esencial, no a la  cuestión, más difícil, de si la protección de la regla de la discrecionalidad se extiende a la decisión de someter o no la operación a la aprobación de la junta.

En efecto, no hay duda de que se aplica la business judgment rule a la decisión de los administradores de proceder a la enajenación o adquisición, de manera que no habrá responsabilidad de éstos si resulta, a posteriori, que “fue una mala idea” vender o adquirir el activo. 

Pero la respuesta puede ser distinta respecto de la decisión de los administradores de someter o no a la Junta la aprobación de la operación. Es probable que, al respecto, el juicio de responsabilidad deba realizarse sobre la base del artículo 225 LSC. Es decir, habrá que examinar si los administradores actuaron negligentemente al apreciar que se trataba de un activo esencial y, por tanto, que su enajenación o adquisición requería de la aprobación de la Junta.  La razón que justifica esta conclusión es que el art. 225 LSC obliga a los administradores a cumplir las leyes, incluido por tanto, el art. 160 f LSC. Y, lo que habrá que comprobar es si la infracción del art. 160 f LSC (porque los administradores decidan que el activo no era esencial y no sometan la operación a la aprobación de la junta o, a pesar de creer subjetivamente que era un activo esencial, deciden prescindir de la autorización de la junta) fue negligente. A tal efecto, habrá que examinar si objetivamente podía sostenerse que no se trataba de un activo esencial y si los administradores se asesoraron convenientemente y si actuaron de buena fe, esto es, creían subjetivamente que no se trataba de un activo esencial. La conclusión de los autores puede compartirse porque 
“como el criterio del art. 160 LSC es tan poco preciso puede haber casos dónde el carácter esencial o no del activo no sea evidente y quizás tenga sentido que en estos supuestos opere la regla de protección de la discrecionalidad empresarial si se cumplen los requisitos para la aplicación de la misma” 
aunque, en realidad, la imprecisión de la norma, lo que provoca es que el juicio de culpabilidad de los administradores conduzca a considerar que no actuaron negligentemente cuando consideraron que no se trataba de un activo esencial si tomaron la decisión de buena fe y a través del procedimiento adecuado lo que implica, sin duda, recabar el asesoramiento correspondiente.

Efectos externos de la falta de acuerdo de la Junta


Los autores consideran que la falta de autorización de la Junta no perjudica a los terceros siempre que éstos reúnan los requisitos del art. 234 LSC. Es decir, el tercero ha de haber actuado de buena fe – ignorancia de la inexistencia de la autorización – y sin culpa grave – no pudo darse cuenta desplegando la mínima diligencia exigible a cualquiera de que se trataba de un activo esencial para la sociedad vendedora o adquirente -. El tercero no tiene ningún deber de “investigación patrimonial de la sociedad” con la que contrata.

Los autores fundan esta conclusión – que es contraria a la que hemos sostenido en la entrada citada al comienzo de ésta – en que la cuestión de los efectos externos de la falta de autorización de la Junta no está regulada en la Ley. Hay, por tanto, a su juicio, una laguna en la ley que debe ser rellenada aplicando analógicamente el art. 234 LSC: 
“en realidad el legislador, al convertir una especialidad de las cotizadas en una norma de aplicación general, no ha contemplado en ningún momento ni el efecto general sobre el sistema ni en particular el efecto frente a terceros, y que existe una verdadera laguna legal que entendemos que ha de ser integrada si es posible a través de una interpretación analógica del art. 234 LSC”. 
La identidad de razón que justifica la aplicación analógica la encuentran los autores en que 
“en ambos casos se trata de proteger el tráfico y los derechos adquiridos por terceros de buena fe. Es cierto que en un caso se trata de un exceso de los administradores respecto del objeto social —que consta en los estatutos y figura en el Registro Mercantil— y en el otro de un exceso respecto de las competencias establecidas en la ley y, por lo tanto, podría pensarse que está justificado no exigir a los socios que consulten el contenido del registro cada vez que contratan, pero que en cambio les es exigible el conocimiento de la ley. Pero la realidad es que —como se ha visto— una cosa es conocer la ley y otra muy distinta, y mucho más difícil, es determinar cuándo un activo es esencial. Se trata de un concepto jurídico indeterminado, sin que sea sencillo para el tercero saber si opera la presunción, y sin que la no aplicación de esta le proteja. Por tanto, la dificultad para el tercero de determinar si un activo es esencial es al menos tan grande como la de determinar si un acto está comprendido en el objeto social. Además, coincidimos con Fernández del Pozo que un juez podría tratar de justificar atendiendo al efecto espíritu y finalidad de la Primera Directiva que no es otro que el de la seguridad jurídica y la protección de los terceros que contratan con la sociedad, una interpretación analógica del art. 234 que cubriera la laguna del art. 160 f). La exposición de motivos de la Primera Directiva indica claramente que uno de sus aspectos esenciales era conseguir la protección de terceros que «deberá quedar garantizada por disposiciones que limiten, todo lo posible, las causas de invalidez de los compromisos contraídos en nombre de la sociedad» (énfasis añadido). En conclusión, entendemos que existe una laguna legal e identidad de razón que permite la aplicación analógica del art. 234 LSC a este supuesto, por ser lo más adecuado no solo al conjunto de nuestro sistema sino también a la normativa comunitaria”.

A nuestro juicio, no hay identidad de razón entre el supuesto del art. 234.2 (actuación de los administradores no cubierta por el objeto social tal como se describe en los estatutos) y el del art. 160 f LSC que permita extender la consecuencia jurídica del art. 234 – la sociedad queda vinculada – a la infracción del art. 160 f) LSC. 

La regla del art. 234.2 LSC se justifica porque muchos de los actos realizados por los administradores con terceros y que obligan al patrimonio separado que es la persona jurídica son actos “incoloros” respecto del objeto social descrito en los estatutos sin que, ni siquiera tras haber leído los estatutos, los terceros puedan saber si el acto está dentro del objeto social o no. Por ejemplo, la compra de material de oficina, la venta de un inmueble, la adquisición de acciones, la contratación de los servicios de un abogado o un enfermero. De ahí que sea razonable presumir que, salvo que haya <> (culpa grave) que indiquen al tercero que los administradores están actuando ultra vires, se imponga a la sociedad el riesgo de tal actuación. La reducción de los costes de transacción que la norma logra beneficia, al fin y al cabo, a la propia sociedad que, si no existiera el art. 234.2 LSC, tendría que exhibir repetidamente a los terceros no ya una certificación del registro en la que conste el nombramiento y vigencia del cargo del administrador sino también las pruebas de la inserción de la operación económica en el objeto social. Por tanto, el art. 234.2 LSC es una norma que beneficia a la propia sociedad de forma semejante a las normas que establecen una adquisición a non domino, las cuales benefician a los dueños (al verus dominus que se ve privado de su propiedad en beneficio del adquirente de buena fe) porque aumentan el valor de liquidación de sus bienes al hacerlos más fácilmente transmisibles (de esta cuestión nos hemos ocupado ampliamente aquí y el trabajo más interesante al respecto es el de Barak Medina que puede leerse aquí y es la base que permite a Arruñada dar una explicación en la misma línea de la existencia de los registros). Pero esta ponderación no es trasladable a la enajenación o adquisición de un activo esencial por parte de la sociedad.

En realidad, la operación que realizan los autores implica llevar a cabo, previamente a la aplicación analógica del art. 234.2 LSC, una reducción teleológica de la norma que establece la eficacia anulatoria de los defectos en la formación de la voluntad de las personas jurídicas. Es decir, a nuestro juicio, no hay una laguna abierta sino, a lo más, una laguna oculta. 

Cuando, por ejemplo, una sociedad expresa su consentimiento para fusionarse con otra, no hay duda alguna de que las normas sobre distribución de competencias determinan quién y cómo manifiestan el consentimiento de la sociedad a la fusión (aprobación del proyecto de fusión por los administradores y por las juntas de las sociedades implicadas). Y, para reducir teleológicamente el ámbito de aplicación de las normas sobre la formación de la voluntad de las personas jurídicas hay que justificar su necesidad. El art. 234.2 LSC es, en este sentido, una norma excepcional. La norma general sobre la capacidad de los administradores para vincular el patrimonio social está en el art. 234.1 LSC que afirma con rotundidad que “La representación se extenderá a todos los actos comprendidos en el objeto social delimitado en los estatutos”. Si del art. 234.2 LSC pudiera extraerse una regla según la cual, las personas jurídicas tienen capacidad general, habría que haber prescindido de la culpa grave y de la buena fe del tercero y el art. 234.1 LSC debería rezar algo distinto. Debería decir: “La sociedad quedará obligada frente a terceros por cualquier actuación de los administradores inscritos en el registro mercantil”. Pero no es eso lo que dice la regla general que, repetimos, está en el art. 234.1, no en el art. 234.2 LSC. El legislador no ha querido proteger ilimitadamente el tráfico y sacrificar, en todo caso, el interés de los socios en tomar decisiones que afectan de forma “esencial” al patrimonio separado que es la persona jurídica. Por tanto, no hay buenas razones para no aplicar las reglas generales sobre la representación y poner a cargo del tercero la averiguación y la obtención de garantías respecto del carácter no esencial del activo o respecto de la obtención de la autorización de la Junta. Como los autores reconocen, en fin, la primera directiva no es un obstáculo a la conclusión que sostenemos puesto que deja a salvo la distribución de competencias establecida por la ley.

Segismundo ÁLVAREZ ROYO-VILLANOVA/Jaime SÁNCHEZ SANTIAGO, La nueva competencia de la junta general sobre activos esenciales: a vueltas con el artículo 160 f) LSC, Diario La Ley, Nº 8546, Sección Doctrina, 25 de Mayo de 2015, Ref. D-207, Editorial LA LEY

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Después de más de 100 años con sociedades en vigor, no entiendo cómo el legislador redacta estas normas con mensajes crípticos.
Si no está claro lo que el legislador quiere decir, el efecto que debe provocar en perjuicio de terceros es el efecto mínimo. Deben seguir imperando los principios de buena fe y protección a terceros que ya están en el Código de las Siete Partidas, que seguían en la Novísima Recopilación, que sigue el código civil en más de 150 artículos, y que enseñaron y proclamaron Federico de Castro y Díez Picazo.
Los terceros no tienen porqué saber derecho mercantil ni ser Catedráticos de Derecho Mercantil. Y si contratan con alguien a quien el ordenamiento jurídico otorga capacidad para contratar, y operan de buena fe, es decir, con un ánimo de confianza en el tráfico (que no en le legislación) y sin culpa grave, es decir sin que exista una acción u omisión intencionaday de evidente intensidad de evitar enterarse de lo que pasa: no es la "diligencia de un buen padre de familia" ni la "diligencia de un buen comerciante", ni la "diligencia normal del tráfico", sino voluntad intencionada de no informarse de nada: culpa grave, sólo si la culpa es grave, es cuando puede ser imputada a los terceros que no hayan obrado de buena fe.

Anónimo dijo...

*quería decir en el último inciso: "sólo si la culpa es grave, es cuando la extralimitación del objeto social (y no un acto neutro, o conexo, sino extralimitado) puede ser imputada a los que hayan obrado, con culpa grave de "buena fe""

Anónimo dijo...

Jesús, gracias por tus palabras sobre nuestro trabajo, incluimos algunos comentarios.

FINALIDAD DE LA NORMA: El preámbulo dice que la finalidad tanto del art. 161 como del 160 f) LSC es “abrir cauces para fomentar la participación accionarial”. No negamos, por lo tanto, que en las sociedades no cotizadas haya costes de agencia que puedan tratar de evitarse mediante el control del órgano de administración por la JG, pero entendemos que en este caso lo que se persigue sobre todo es someter a los socios decisiones que alteran los presupuestos básicos del contrato de sociedad, particularmente en cuanto a su relevancia para los derechos económicos y políticos esenciales de los socios. Esto es importante para determinar el ámbito de aplicación de la norma y condiciona, nuestra postura favorable a restringir la relevancia de la presunción legal.
SUBFILIALIZACIÓN Es razonable lo que dices, pero también es cierto que si bien el control inicial sobre el activo ya no era directo, se aleja un paso más de los socios. Como señala el Tribunal Supremo alemán en los casos Gelatine el órgano de administración de la filial ya no es controlado por el de la matriz, que, a su vez, es controlado por la JG y si podría dar lugar a la aplicación de la doctrina Holzmüller. En cualquier caso quizás no se pueda responder de manera genérica sino teniendo en cuenta las circunstancias del caso (por ejemplo, para evitar que se burle la aplicación de la norma a través de operaciones indirectas una vez que el activo se ha aportado a nivel de la filial).
DERECHO DE SEPARACIÓN: Dices que "reglas como el derecho de separación están previstas para modificaciones estatutarias formales.". Coincidimos con Fernández del Pozo que está es quizás una concepción excesivamente formalista. Nosotros no defendemos el derecho de separación en todos los casos en que estemos ante la necesidad de acuerdo de JG de conformidad con el art. 160 f) LSC sino en aquellos en que la adquisición, enajenación o aportación del activo esencial suponga una sustitución o una modificación del objeto social aplicándose analógicamente el art. 346.1 LSC como ha hecho nuestra jurisprudencia en casos similares. Además si la interpretación del artículo debe hacerse en el sentido restrictivo que hemos comentado este derecho de separación operaría en casos limitados.
EFECTOS EXTERNOS DE LA FALTA DE ACUERDO DE LA JG: Estamos de acuerdo en el planteamiento general del problema: no hay en la ley una regla general “según la cual las personas jurídicas tienen una capacidad general”. Efectivamente el legislador “no ha querido proteger ilimitadamente el tráfico”.
Pero el art. 234.2 LSC revela que el legislador sí quiere proteger –limitadamente- el tráfico, cuando se trata de un tercero de buena fe. Y entendemos que –igual que sucede en relación al objeto- en determinados casos la diligencia normal del tráfico no va a permitir al tercero descubrir si es un activo esencial.
A nuestro juicio, en algunos casos el carácter esencial será tan “incoloro” como los actos que exceden el objeto social. Los mismos ejemplos que utilizas para este caso son aplicables a un activo esencial: la compra de una furgoneta, la venta de un inmueble, la adquisición de acciones, el arrendamiento de un local, etc. Todas estas operaciones pueden entrar en el ámbito de aplicación del art. 160 f) LSC en función de las circunstancias, y la lectura de esa norma no permite determinar al tercero con facilidad cuál es la situación.
Teniendo en cuenta además la incertidumbre sobre cómo van a aplicar los tribunales la norma, y, en particular, qué trascendencia van a dar a la desafortunada presunción legal como criterio orientador del carácter esencial, entendemos que el daño al tráfico y a la seguridad jurídica de no proteger al tercero de buena fe es igual de grave que para los actos que exceden el objeto social.

Segismundo Álvarez y Jaime Sánchez

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