En esta columna, (la foto es de la columna) unos investigadores de la educación en países en desarrollo cuentan su frustración. Intentaron mejorar el aprendizaje en las escuelas de preescolar en Ghana trabajando con los maestros y con los padres para que se abandonara el sistema clásico de enseñanza a base de que los niños repitan lo que dice el maestro, lo aprendan de memoria, lo regurgiten el día del examen y lo olviden a continuación (más o menos es lo que hice yo en algunas de las asignaturas de mi carrera de Derecho como la de Derecho Romano, Historia del Derecho o Derecho Administrativo II (“aguas, montes y minas”).
La autora explica que lo que avanzaban con los maestros – éstos se mostraron dispuestos a utilizar nuevas técnicas de enseñanza – lo retrocedían con los padres que exigían que se siguiera enseñando a sus niños de acuerdo con el método tradicional temerosos de que los muchos dineros que gastaban en la educación de sus hijos se desperdiciaran. La autora añade que deberían, tal vez, hacer como se hace en el sector sanitario: campañas de concienciación sobre las ventajas de practicar hábitos sanitarios.
Creo que el caso refleja muy bien que la gente no es tonta. Y que la gente de Ghana puede ser pobre pero no idiota. ¿Por qué habrían de confiar en los pedagogos? Confiar en los médicos y personal sanitario es racional porque se ven los resultados en comparación con utilizar los métodos tradicionales de tratamiento y curación de las enfermedades. Pero, ¿cómo podrían convencerse los padres que los nuevos métodos de enseñanza (según los cuales se enseñaba a los niños a razonar y esas cosas) producirían mejores resultados que los tradicionales? ¿Podrían los investigadores presentar a los padres pruebas de que el método tradicional produce adultos menos exitosos que el método que pretenden implantar? Hacemos bien en ser muy conservadores en lo que a la Educación se refiere.
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