Por eso, mi invitación a los estudiantes que están en estos días decidiendo dónde poner la cruz es que superen las pasajeras servidumbres de las salidas o entradas y no hagan demasiado caso a los listados de predilecciones de su tiempo. Escribe esto alguien que también estudió lo que nadie quería y que celebra cada día la soberanía de haberlo hecho
Como me temía, la columna de esta profesora de Historia de la Lengua de la Universidad de Sevilla me ha disgustado mucho. Me parece irresponsable. Tras citar unos versos de una poetisa completamente desconocida – ¡cómo no! – mantiene la tesis de que los jóvenes de diecisiete años que andan, dice, bastante despistados a su edad, deberían escoger carreras como las filologías, humanidades o Derecho si sienten que esa es su vocación aunque sea probable que, cursando esas carreras no encuentren trabajo mas que de azafata del AVE o de reponedor en Carrefour. Y digo que es un consejo irresponsable porque lo emite una profesora de una de esas carreras. ¿Lo hace porque teme quedarse sin alumnos si todos nuestros jóvenes optan por carreras más prometedoras en lo laboral? No creo. Por eso no digo que el consejo sea interesado. Es sólo irresponsable. Porque el problema, como narraba David Lodge en su novela “Intercambios” es que nuestros estudiantes vocacionales de filología o filosofía o comunicación audiovisual no estudiarán esa carrera en Cambridge sino en una universidad mediocre que, probablemente, no esté entre las 250 mejores del mundo. Si no puedes estudiar esa carrera en la mejor universidad del mundo de las que la ofrezcan, mejor que estudies algo que te garantice, al menos, un trabajo no demasiado mal pagado. Y no te preocupes, joven de 18 años, uno puede zambullirse en la lengua y la literatura inglesa a los treinta, a los cincuenta o a los ochenta años. Pero uno no puede aprender a esas edades las habilidades que necesitará para trabajar cuando tenga veintitrés o veinticuatro.
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