No es, al menos, completamente erróneo decir que la mayor aportación del Tribunal de Justicia a la causa europea ha sido su jurisprudencia en relación con las libertades de circulación. Al considerar los preceptos correspondientes del Tratado como directamente aplicables y, por tanto, suficientes para enjuiciar la compatibilidad con el Tratado de las regulaciones estatales que discriminaban a favor de los nacionales o restringían de cualquier otra forma el comercio entre los Estados miembro, el Tribunal de Justicia contribuyó sobremanera a la tutela de los derechos fundamentales de carácter económico de las empresas. Los fabricantes franceses de licores o cerveza podían venderlos en Alemania a pesar de las restrictivas regulaciones alemanas; los inversores alemanes pueden adquirir empresas en España aunque eso no le guste al Gobierno español cuando se trata de determinados sectores y las empresas pueden incorporarse donde quieran y no en el Estado donde tienen su principal centro de actividades. Un médico francés puede prestar sus servicios en Italia aunque no tenga una consulta permanente allí y las empresas de cualquier país de Europa se pueden postular para obtener contratos públicos de cualquier autoridad “adjudicadora” europea. Y, al tutelar esos derechos de los individuos, contribuyeron a la formación de un mercado europeo, aunque sea discutible cuál es la relación entre libertades y creación del mercado y si deben equipararse las libertades de circulación a los derechos fundamentales. El ascendiente de la jurisprudencia europea sobre los políticos en Bruselas generó un círculo virtuoso en el que las demás instituciones europeas reforzaron la dinámica hacia la creación del mercado único.
Este trabajo sobre el judicial restrain en los EE.UU (Aziz Z. Huq, “When Was Judicial Self-Restraint”) argumenta que es un error considerar exclusivamente la Warren court (entre 1950 y 1970) como la época en la que el Tribunal Supremo norteamericano se mostró más dispuesto a limitar el poder de los órganos legislativos democráticos en aras de salvaguardar la Constitución. Y que más que de “raise and fall” del activismo judicial o del judicial restrain, habría que hablar de ciclos históricos cuyos altibajos se deben, probablemente, a causas distintas cada uno de ellos.
Lo interesante para la comparación es que, según el autor, antes de que Warren presidiera el Tribunal Supremo, hubo una época de hiperactividad de la corte en su función fiscalizadora de la constitucionalidad de las normas legales de origen estatal o federal. Y esta época fue la que siguió a la guerra civil norteamericana. Cuando el autor analiza en qué consistió esta explosión de sentencias anulando leyes de los Estados, comprueba que los demandantes eran siempre los mismos: empresas manufactureras que querían expandirse nacionalmente, empresas de transporte y algunos bancos. Y su queja era, precisamente, que las leyes estatales ponían obstáculos a la formación de un mercado nacional norteamericano. Bien puede decirse, pues, que es una buena idea asignar a los jueces la protección de los derechos económicos de los individuos. Y que en la defensa de estos derechos frente a las regulaciones legales que protegen intereses particulares (sea de los incumbent nacionales o regionales, sea de grupos organizados de comerciantes o empresarios que pretenden extraer rentas de los políticos) es donde, probablemente, los jueces hacen su aportación menos discutible al bienestar general.
In this light, the changing pattern of postbellum judicial behavior might be explained as the product of an interaction between two forces. First, economic historians have emphasized the way in which not only transportation companies such as railroads, but also corporations that manufactured goods for new internal consumer markets, such as the sewing machine manufacturer I.M. Singer & Company, began expanding nationally through the 1860s and 1870s in ways that strained against “state trade barriers” and that aspired toward a national common market. Second, these corporations made their demands for expanded markets not only directly before the federal courts but also in the political sphere. Historians such as Howard Gillman have argued that the postbellum Republican Party was increasingly sympathetic to the plight of nascent national industries, and consequently made increased efforts to rework the federal judicial power through appointments and jurisdictional changes so the bench could “play an important role in promoting a policy of economic nationalism.” Following the lead of earlier historians, Gillman has also emphasized the catalytic role of statutory changes to federal court jurisdiction in 1875, which opened those courts to a newly emerging class of national corporations. Even prior to that, a wave of Republican appointments also began reworking the rules for ascertaining the diversity of corporate litigation “to allow corporations to sue and be sued more easily in national courts.”. The net result of these forces was that I.M. Singer and the other corporate players with national ambitions could press their claims against state laws in federal courts before judges “deeply influenced by the interests and ideologies that emerged during postbellum industrialization” and who were also willing to “ameliorate the uncertainties created by the diffuse pattern of state incorporation laws.” This convergence of political and economic forces thus may have conduced to a postwar uptick in invalidations. Judicial activism in its original state, in other words, may well be best read to be a side effect of economic nationalization... judicial activism in its formative days was committed to… the construction and deepening of the emergent American common market
Y la labor de la doctrina académica puede que sea
Individually irrelevant, (pero) collectively they generate the volume and diversity of scholarly production to feed public debate about the Court. The social value of a piece of constitutional theory is therefore its option value as political rhetoric
Desde esta perspectiva, hay que lamentar la escasa atención que nuestros constitucionalistas (los de España pero también los del resto de Europa continental) han prestado a esta importantísima función judicial y que no hayan aportado suficientes argumentos a los tribunales, europeos o nacionales, sobre el valor que, para el bienestar general, tiene la protección de las libertades económicas frente a las actuaciones de los poderes públicos que protegen y avanzan intereses particulares, eso sí, vestidos convenientemente de apelaciones a la protección de los más débiles, los más pequeños o a los riesgos reales o imaginarios de la libertad de los particulares para terceros o la comunidad. En el camino, las libertades económicas no están tuteladas con el recurso de amparo (ni el derecho de propiedad, ni la libertad de empresa, ni la libertad de ejercicio de una profesión u oficio, ni la libertad contractual) lo que reduce – recuérdese quiénes eran los demandantes en los casos norteamericanos post-guerra civil – la legitimación activa y reduce el papel de los jueces como garantes de estos derechos. También en el camino, Europa es un hogar poco acogedor para los que emprenden y arriesgan, donde no se erigen ya estatuas a los que crean riqueza, sino a los que la redistribuyen o se la apropian (y pueden pagárselas