jueves, 17 de marzo de 2016

El acierto del Tribunal Constitucional al corregir su error previo


En esta entrada, damos cuenta de la Sentencia del Tribunal Constitucional que ha modificado su doctrina acerca de la licitud de la prueba de un incumplimiento laboral obtenida mediante una grabación videográfica cuando las cámaras habían sido instaladas cumpliéndose con la Ley de Protección de Datos. Dice el Tribunal Constitucional, ahora, que la prueba así obtenida es legítima y, por tanto, que no se infringe ningún derecho fundamental del trabajador – el derecho a la autodeterminación informativa art. 18.4 CE – porque no se haya informado individualmente o a través de la representación de los trabajadores de la posibilidad de utilizar esas imágenes grabadas para probar incumplimientos contractuales. En esta otra entrada hacíamos una crítica de la doctrina anterior del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo. Y en esta, una valoración ética de dicha doctrina.

Ahora queremos añadir un argumento a favor de la nueva sentencia del Tribunal Constitucional que éste no ha empleado en su sentencia de 3 de marzo de 2016 y que, creemos, tiene cierta potencia valorativa.

Como se expuso en esas entradas, la doctrina ahora abandonada se basaba, no en la infracción del derecho a la intimidad del trabajador, sino en que la prueba del incumplimiento contractual se había logrado infringiendo el derecho del trabajador a la “autodeterminación informativa”, un derecho fundamental autónomo que el Tribunal Constitucional ha extraído del art. 18.4 CE. Aún cuando hablar de derecho autónomo sea discutible, aceptemos tal doctrina y aceptemos que, como tipo de peligro, se trata de un derecho fundamental reconocido como una forma de protección preventiva del derecho al honor y a la intimidad de los particulares. Como los efectos de tales infracciones no pueden eliminarse completamente calificando simplemente como instrumental el derecho a la autodeterminación informativa, conviene adelantar la protección de los bienes jurídicos implicados, calificando como infracción de un derecho fundamental el mero incumplimiento de las normas legales dictadas para proteger a los individuos frente al tratamiento informático de datos personales.

Así las cosas, un Tribunal Constitucional respetuoso con la autonomía privada y, a la vez, garantista, debería reconocer que si el legislador ha considerado legítima la obtención y tratamiento de los datos de terceros que no tienen una relación contractual con el que realiza esa recogida y tratamiento de los datos, y el legislador ha considerado que no se requiere el consentimiento concreto cuando los datos se recogen en el marco de una relación contractual y para servir al cumplimiento de esos contratos, no se entiende por qué los trabajadores deben gozar de una protección añadida respecto de cualquier individuo que se relaciona con el que recoge los datos contractual o extracontractualmente. En otros términos: ¿qué tiene de especial el contrato de trabajo en relación con un contrato de compraventa o de préstamo que obligue al empleador y no al vendedor o al prestamista a cumplir requisitos no establecidos en una ley, cuando esos requisitos no se exigen si el individuo cuyos datos se recogen y se tratan es cualquier otro particular?

Dicho de otra forma: ¿en qué se diferencia la posición de la dependienta ladrona respecto de la de un cliente que entra en la tienda donde están instaladas las cámaras? ¿en qué se diferencia la posición del funcionario de la Universidad de Sevilla respecto de la de un estudiante que pasa a diario delante de las cámaras instaladas en los espacios de uso público de la Universidad?

El legislador, para proteger el derecho a la autodeterminación informativa del cliente o del estudiante ha establecido que ha de advertirse mediante un distintivo la existencia de cámaras que pueden grabar las imágenes de esos clientes o estudiantes (lo que, sobre todo, permite al cliente o estudiante ejercer sus derechos de acceso, rectificación y remoción de sus datos frente al que gestiona el registro de datos). Es más, ha establecido que hay un interés legítimo del dueño de la tienda y de la Universidad en grabar esas imágenes, por lo que no exige el consentimiento del grabado. Para conjurar los riesgos correspondientes a la falta de consentimiento, el legislador exige que la instalación de las cámaras, la recogida de imágenes y su tratamiento se sometan al principio de proporcionalidad.

¿Alguien tiene alguna duda de que, en un proceso penal, una compañía podría utilizar las imágenes grabadas para probar la comisión de un delito por uno de los clientes? ¿Alguien tendría alguna duda de que si el funcionario de la Universidad de Sevilla hubiera apuñalado a un estudiante en el vestíbulo donde se encontraba la cámara, la grabación sería una prueba válida para condenarle aunque fuera la única prueba de la comisión del delito por su parte? ¿Cómo puede ser una prueba válida para meter en la cárcel a alguien y no serlo para dar por terminado un contrato?

Por tanto, la cuestión es si es necesario reconocer un plus de protección a los trabajadores en relación con sus imágenes recogidas en el establecimiento universitario o comercial. Esta es la pregunta que, a nuestro juicio, la antigua doctrina del Tribunal Constitucional no contesta. Y no lo hace porque concibe la relación laboral como una relación de Derecho Público y el despido disciplinario como una sanción.

Pues bien, si analizamos la cuestión en estos términos, la respuesta no se deja esperar: no hay motivo alguno para considerar ilícita la prueba en el caso de un trabajador cuando se considera lícita para todos los demás individuos del mundo. ¿Por qué este privilegio para los trabajadores? Muy al contrario, como refleja el art. 10.2 a) II RD 1720/2007, y dada la frecuencia con la que se producen hurtos por parte de los trabajadores y ausencias injustificadas del puesto de trabajo, los estándares de exigencia al que recoge y trata los datos deberían ser inferiores, no más estrictos, en el caso del contrato de trabajo. Y la razón es fácil de explicar: los intereses legítimos del empleador y de la Sociedad en general pueden ser dañados con más probabilidad por un empleado que por un tercero. Piénsese,  en Homer Simpson y su trabajo en la central nuclear por poner un ejemplo disparatado. El interés de la central en vigilar, segundo a segundo, lo que hace Homer en su puesto de trabajo es evidente.


La contradicción valorativa resultaría insoportable si, en el caso del contrato de trabajo, los requisitos sean más exigentes que en el caso de un contrato de préstamo (donde, en particular, la reputación de solvencia de uno puede verse en peligro y donde se facilitan muchos datos personales al prestamista para inducirle a concedernos el préstamo).

Es evidente – y así lo dijimos en la entrada inicial – que, en la medida en que el trabajador pasa ocho horas al día en el establecimiento del empleador, el riesgo de infracción de su derecho es mayor, en el sentido de que, en ocho horas, uno acaba desarrollando conductas que son muy “privadas”. De ahí que deba considerarse ilícita cualquier recogida o tratamiento de datos obtenidos en espacios donde el trabajador tenga una expectativa de intimidad. Pero tal conducta por parte del empleador está igualmente prohibida por la legislación general sobre protección de datos.

Pero lo que no se entiende – y supone una contradicción valorativa – es por qué Zara puede recoger mi imagen cuando entro en una tienda simplemente a echar un vistazo y no puede recoger la de su cajera. Aún más. A un cliente ocasional de Zara le puede pasar inadvertido el distintivo, pero es altamente improbable que a un empleado que va todos los días por la tienda le pase inadvertido. Por lo demás, y como expusimos en la primera entrada, el plus de protección que ofrece al trabajador que le digan personalmente – o a sus representantes – que hay cámaras en la tienda y que le pueden grabar resulta ridículo si el trabajador no puede hacer nada para evitarlo.

Aún más. Imaginemos que, en uso de la libertad contractual, un trabajador y su empleador pactan que el empleador no pondrá cámaras en el lugar de trabajo, de manera que, si las pone, no se incumpliría la regulación legal pero se incumpliría el contrato de trabajo que vedaba tal conducta al empleador. Aún en ese caso, si las cámaras graban al empleado cometiendo una infracción grave del contrato de trabajo, el contrato debería poder ser terminado por el empleador con independencia de que el trabajador pudiera exigir el cumplimiento de la cláusula o pedir la indemnización de daños por incumplimiento por la instalación de las cámaras.

La Sentencia de 3 de marzo de 2016 pone las cosas en su sitio: no hay un privilegio laboral en materia de protección de datos. Si el empleador cumple con las reglas legales generales – incluidas las aplicables en el caso de que la recogida y tratamiento de datos tenga lugar con ocasión de la celebración o cumplimiento de una relación contractual – podrá utilizar las informaciones recogidas como prueba del incumplimiento del contrato laboral por parte del trabajador.

Rivera solicita la ilegalización del PP (tranquilidad: ha sido un sueño)

Por Dámaso Riaño

Hoy me he despertado sobresaltado por un sueño. Como suele ocurrir, mi recuerdo tenía algo terriblemente real, a pesar de que la mezcla de protagonistas, palabras y encuadres era sorprendente y confusa.

Todo ocurría un día de abril de este año. En la tribuna de oradores del Congreso, Albert Rivera. El tono era solemne y durísimo. Leía la Ley de Partidos (sí, la Ley con la que se ilegalizó Batasuna):

“El Congreso de los Diputados o el Senado podrán instar al Gobierno que solicite la ilegalización de un partido político, quedando obligado el Gobierno [lo de obligado lo repetía subiendo el tono] a formalizar la correspondiente solicitud de ilegalización, previa deliberación del Consejo de Ministros, por las causas recogidas en el artículo 9 de la presente Ley Orgánica.”

“La disolución judicial de un partido político será acordada por el órgano jurisdiccional competente en los casos siguientes:

a) Cuando incurra en supuestos tipificados como asociación ilícita en el Código Penal.

c) Cuando de forma reiterada y grave su actividad vulnere los principios democráticos [esto también lo repetía] o persiga deteriorar o destruir el régimen de libertades o imposibilitar o eliminar el sistema democrático, mediante las conductas a que se refiere el artículo 9.”

También leía varios pasajes del Código Penal, algunos incorporados en la última reforma del PP:

“Son punibles las asociaciones ilícitas, teniendo tal consideración: 1º Las que tengan por objeto cometer algún delito o, después de constituidas, promuevan su comisión [más énfasis].”

“las personas jurídicas [y entre ellas los partidos, añadía] serán penalmente responsables:

a) De los delitos cometidos en nombre o por cuenta de las mismas, y en su beneficio directo o indirecto, por sus representantes legales o por aquellos que actuando individualmente o como integrantes de un órgano de la persona jurídica, están autorizados para tomar decisiones en nombre de la persona jurídica u ostentan facultades de organización y control dentro de la misma.

b) De los delitos cometidos, en el ejercicio de actividades sociales y por cuenta y en beneficio directo o indirecto de las mismas, por quienes, estando sometidos a la autoridad de las personas físicas mencionadas en el párrafo anterior, han podido realizar los hechos por haberse incumplido gravemente por aquéllos los deberes de supervisión, vigilancia y control de su actividad atendidas las concretas circunstancias del caso.”

Después repasaba artículos de prensa, informes policiales, confesiones de un tal Luis, de una tal Rita, de un tal Paco, de otro Paco distinto, discursos de Aznar y dictámenes de constitucionalistas famosos. Y mientras leía y agitaba todo eso miraba a la bancada popular y luego a la del Gobierno, oscilando entre unos y otros, casi esperando a que se despistaran para volver a señalarles con el dedo. ¡Usted, sí, usted!

Tras una pausa larga Rivera miraba a los demás grupos, como si el tercio de diputados del PP ya no estuviera, como si su foco se hubiera apagado para siempre. Y lo que les pedía era muy simple: que el Congreso diera instrucciones al Gobierno para que solicitara la ilegalización del PP. Pedía en definitiva que se ordenara a Rajoy que presentara la demanda de ilegalización del PP. La Brigada Aranzadi contra sí misma, el PP enfrentado a su obra más perfecta.

El discurso estaba medido al milímetro. Cada palabra, cada silencio; la intensidad justa. Referencias al derecho de la democracia a defenderse, a ETA, a la necesidad de recuperar la unidad de los demócratas frente al terrorismo y proyectar su fuerza contra los corruptos. Y para que no le tacharan de loco explicaba que su propuesta no tenía nada de original: la legislación italiana sobre arrepentidos, pensada para combatir el terrorismo de los setenta, se había reutilizado años después para cercar a la mafia y a los políticos corruptos del Tangentopoli. Manos Limpias. La épica ciudadana.

Porque el discurso era el prólogo de uno de esos grandes momentos de construcción emocional del país. Enlazaba con la matanza de los abogados de Atocha, el 23F y Miguel Ángel Blanco, y trazaba una línea de continuidad. Rivera hablaba al Congreso pero también y sobre todo a quienes estaban fuera. Llamaba a la gente a recuperar la decencia, a dar un puñetazo en la mesa. A ratos pedía aplicar la Ley de Partidos a los partidos corruptos, y a ratos pedía apoyo para reformar esa Ley si su texto actual no lo permitía. Porque el debate no era ya si-la-actividad-del-PP-había-vulnerado-de-forma-reiterada-y-grave-los-principios-democráticos. Era todo más sencillo. La pregunta era si la realidad –un Presidente del Gobierno que es también el capitán de un gran barco pirata– era soportable un minuto más. No, no lo era. No podía serlo. Rivera había venido a decir sólo eso.

El discurso acababa con una ovación larga, sonora. Casi todos los diputados sonreían. También Pablo Iglesias, aunque en sus ojos se veía la rabia del ciclista que se desfonda en la última rampa, la impotencia corrosiva de ver cómo alguien a quien desprecias perfecciona tu jugada maestra y te la roba para siempre. Rivera estaba haciendo de Iglesias, pintando la raya que separa a héroes y villanos, y esa raya era la Ley de Partidos. ¡Cómo no se le había ocurrido a él!

Los aplausos seguían y seguían, y aquello parecía que iba a acabar con invasión de campo como en Evasión o Victoria, pero Rajoy ni se inmutaba. Él miraba como siempre, con esa especie de perplejidad suya. Luego parecía que por fin entendía algo y se le veía decirle a su vecina:

“esto nos pasa por no habernos abstenido el otro día. Hala vámonos hija”.

Y se iban, aunque ella miraba para atrás en el último momento y hacía un gesto, como sugiriendo que igual volvía.

* * *

P.s. Al final entraba Iceta a lo Tejero y gritaba “¡quieto todo el mundo!”. Pero enseguida decía que era broma y hacía su baile.

miércoles, 16 de marzo de 2016

Hayek y el interés social

Gracias a Alberto Neira, he encontrado este ensayo que Hayek escribió en 1960 “The Corporation in a Democratic Society: In Whose Interest Ought It To and Will It Be Run?” (en inglés, pero hay traducción española). En el ensayo, Hayek quiere que los administradores de las grandes empresas se limiten a dar un uso rentable al capital que han puesto en sus manos los accionistas, objetivo que él ve como más estricto que el más generalmente aceptado de maximizar el valor de la empresa a largo plazo. Veremos que, no obstante esta distinción, el resultado al que llega Hayek es el mismo que los que proponen esta segunda definición del interés social. Lo que no habíamos leído antes es que Hayek era contrario a la legitimidad de los grupos de sociedades y que consideraba que, siendo todos los accionistas individuos, deberían decidir individualmente sobre el reparto de beneficios.

A Hayek le preocupa, como siempre, el poder. Si los mercados competitivos “desapoderan” a las empresas que intercambian su producción en ellos porque todas ellas son precioaceptantes, ¿resuelven los mercados competitivos el problema del poder por parte de los que controlan esas empresas? Hayek cree que ese poder se reduce si “los que lo ejercitan sólo pueden usarlo para un objetivo concreto y no tienen derecho a usarlo para otras finalidades por muy deseables que sean”.

Analiza, a continuación, la legitimidad de que las empresas se gestionen en interés de los cuatro grupos más significativos de stakeholders: los que las gestionan, los trabajadores, los accionistas y la Sociedad – el público – en general. Es obvio que nadie defiende que las empresas deban gestionarse en interés de sus administradores. Pero casi tan obvio es que no deberían gestionarse en interés de sus trabajadores. porque no se trata del

interés de los trabajadores en general, sino de los intereses particulares de los empleados de una determinada empresa y es bastante obvio que eso no va en interés de la Sociedad en su conjunto o de los trabajadores en general

El problema de los trabajadores – dice Hayek – es que los mercados laborales no son suficientemente competitivos como para proteger a los trabajadores y “liberarlos” de su dependencia de la empresa para la que trabajan. La libertad la proporciona, naturalmente, poder cambiar de trabajo.

Su concepción de la empresa es la de una “agregación de activos materiales”. Aquí, Hayek está solo. Esa no es la concepción neoclásica de la empresa (unidad de producción para intercambiar lo producido en el mercado) ni la concepción contractual (la empresa es un nexo de contratos y nexo para contratar).

Pero su concepción se explica desde la propia de los mercados competitivos. Si la competencia nos permite descubrir quién puede producir qué a menor coste, el objetivo individual de cada empresa debe ser el de dar a esos activos el uso más eficiente, es decir, producir el máximo al menor coste unitario.

Del bienestar de los trabajadores, pues, debe ocuparse el mercado de trabajo, no los gestores de la empresa.

Que las empresas no pueden destinar los fondos que los accionistas ponen a cargo de los gestores a actividades filantrópicas es obvio. Lo que no es obvio es el argumento de Hayek – un argumento kantiano –:

“eso convertiría a las empresas de instituciones que atienden las necesidades expresamente establecidas por personas determinadas en instituciones que determinarían los intereses a los que esas personas deben atender”.

Y sólo si los administradores se limitan a poner los recursos que les entregan los accionistas a su uso más productivo, está justificado que pidamos al Estado que no interfiera en la actividad de las empresas, porque si los administradores han de servir al interés social de la compañía, su discrecionalidad lo es sólo en sentido débil – pueden tomar las decisiones que consideren oportunas siempre que puedan justificarse como eficientes – y no en sentido fuerte – que implicaría poder elegir los fines en los que se emplean los recursos. Dice Hayek que, en tal caso, los administradores sociales carecerían de legitimidad y que el gobierno de las empresas debería corresponder a los “representantes del interés público”.

“Cuanto más aceptable sea la idea de que las empresas deben servir intereses públicos, más persuasiva se vuelve la afirmación según la cual, si el Estado es el vigilante del interés público, el Estado debería poder decirle a las empresas lo que tienen que hacer”

A continuación, analiza

las reglas del Derecho de Sociedades

y examina si habría que cambiarlas. Sorprende que Hayek se muestre partidario de la estandarización de los estatutos de las sociedades anónimas. Lo que tiene todo el sentido si se tiene en cuenta que los costes de información de los inversores son elevados respecto a desviaciones respecto del contenido estándar de los estatutos sociales.

Su propuesta es que los accionistas puedan decidir individualmente qué se hace con la parte que les corresponda de los beneficios obtenidos por la compañía. Hay que tener en cuenta que, en EE.UU., son los administradores los que deciden sobre el reparto de beneficios. En Europa, son los socios pero por mayoría. Hayek parece partidario de una regla como la que rige en las sociedades de personas, donde el derecho al reparto de los beneficios es un derecho individual. Y aquí está la diferencia entre la concepción de Hayek y la más generalizada del interés social:

“El interés de los gestores en controlar el máximo de recursos posible les llevaría a maximizar los beneficios de la compañía, no los beneficios por unidad de capital invertido. Sin embargo, es este último el que debería ser maximizado si queremos asegurar el mejor uso posible de los recursos”

Es decir, que el interés social debería concebirse no ya como el interés común de los accionistas, sino como el interés individual de cada accionista en lo que tiene de “común” a todos los accionistas. Las dos categorías son idénticas, sin embargo, si las posiciones de accionista son homogéneas y se impone un deber de igualdad de trato. Pero no son iguales si cada accionista decide, individualmente, si quiere que le entreguen los beneficios que le corresponden o que le den más acciones. Parece que Hayek estaba pensando en el scrip dividend.

Y, desde la perspectiva del accionista individual, Hayek manifiesta su sorpresa ante

¡los grupos de sociedades!

“Debo admitir que nunca he entendido del todo la racionalidad o justificación de permitir que una compañía tenga derechos de voto en otras compañías en las que posee acciones… (la existencia de grupos de sociedades) convierte la institución de la propiedad en algo muy distinto de lo que se supone que es. La compañía pasa de ser una asociación de personas con un interés común (esa es la definición de sociedad del Derecho alemán) en una asociación de grupos cuyos intereses pueden entrar en severos conflictos”

En realidad, Hayek se refiere al problema de la presencia de un accionista mayoritario, es decir, a sociedades controladas por un accionista. Pero en su concepción, el control por un accionista – individuo no es tan grave en términos de conflictos de interés como el control por un accionista-sociedad. La razón no es clara. Dice Hayek que ese riesgo de conflictos de interés entre el accionista de control y los demás es menor en el caso de un accionista-individuo porque “requiere disponer de enormes recursos” (límites de riqueza de los individuos y concentración de riesgos)… pero, además, porque tales maniobras serían transparentes y serían vistas como deshonestas”.

Acción individual de responsabilidad: el Tribunal Supremo mejora su análisis

Se trata de un caso más de reclamación, por el comprador de una vivienda, de la devolución de las cantidades entregadas a cuenta del precio contra una promotora. Como estas sociedades están quebradas, la demanda se dirige, también, contra los administradores. Algunos abogados se olvidan de que, conforme a la más reciente doctrina del Tribunal Supremo, también pueden dirigirse contra el banco hipotecante y financiador de la construcción cuando es el banco el que ha recibido el dinero en la “cuenta especial” al efecto. Y otros abogados se olvidan de que esta responsabilidad de los administradores por no contratar el aval o el seguro que garantice la devolución de las cantidades citadas no tiene nada que ver con la responsabilidad por deudas del artículo 367 LSC, de manera que, si no se dan los presupuestos de ese precepto (que no se darán porque cuando se contrajo la obligación, normalmente, la promotora no estaba en causa de disolución), la demanda debe desestimarse.

Lo correcto es demandar a los administradores porque el daño sufrido por el comprador de la vivienda es directamente imputable a su conducta, en el caso, a su omisión. En efecto, si el administrador hubiera hecho lo que debía, de conformidad con la ley, el comprador habría podido recuperar las cantidades entregadas a cuenta. Sólo necesitamos asegurarnos de que tal obligación pesaba sobre el administrador porque, es obvio, en principio, la obligación corresponde a la sociedad promotora. Dado el tamaño de estas compañías y la “división del trabajo” dentro de ellas, no se violenta el lenguaje si se dice que, en una persona jurídica así, la obligación de contratar el aval o el seguro concernía personalmente al administrador.

Por tanto, si no metemos el Derecho de Sociedades de por medio, la respuesta es obvia: el administrador, que venía obligado por Ley a contratar tal seguro o aval, incumplió la obligación de forma imputable subjetivamente y, por tanto, ha de indemnizar el daño causado (art. 1902 CC). Se trata de un caso de responsabilidad extracontractual porque ningún contrato une al administrador con el comprador. El vendedor que vendió la casa al comprador fue la sociedad promotora.

En otra entrada explicamos que el Supremo no parecía entender adecuadamente lo que se acaba de exponer. En la Sentencia de 3 de marzo de 2016, (ver algunos pasos en la entrada del blog de Cazorla) se enmienda a sí mismo aunque lo hace con elegancia y mesura, de manera que no puede decirse – como acabamos de decir del Tribunal Constitucional – que haya una modificación de fondo de la doctrina del Tribunal Supremo.

Pero, como decimos, lo único importante, realmente, es estar seguros de que la obligación incumplida pueda considerarse como personal de los administradores. Por eso, en la otra entrada poníamos la comparación entre este tipo de demandas contra pequeñas promotoras cuyos administradores “hacen de todo” con las demandas contra una gran organización donde este tipo de tareas – asegurase que las cantidades recibidas de los clientes están aseguradas – no corresponden a los administradores sociales sino a departamentos especializados. La pregunta que hay que hacerse – para poder condenar a los administradores ex art. 1902 CC – es si el ordenamiento impone personalmente a los administradores esa obligación para proteger un interés del tercero – en este caso el comprador – que demanda.

Repasamos lo que dice el Supremo. Tan importante es lo que dice como cómo lo dice y destacamos en negrita los pasos en los que, a nuestro juicio, el Supremo “arregla” su doctrina previa, evita las afirmaciones más polémicas y se acerca a la ortodoxia del derecho de la responsabilidad extracontractual.

3.- En casos como el presente, los administradores tienen la obligación de cumplir y respetar las normas legales que afectan a la actividad social o sectorial. El cumplimiento de este deber objetivo de cuidado, que consiste en no dañar a los demás, exige emplear la diligencia de un ordenado empresario y cumplir los deberes impuestos por las leyes (art. 225.1 LSC) en relación con los terceros directamente afectados por su actuación. La infracción de este deber supone un incumplimiento de una obligación de la sociedad, que es imputable a los administradores, por negligencia, en el ejercicio de sus funciones en el cargo, en su actuación como órgano social.

4.- En principio, del daño causado a terceros responde la sociedad, sin perjuicio de que ésta pueda repetir contra sus administradores una vez reparado, mediante el ejercicio de la acción social de responsabilidad ( art. 134 LSA y arts. 238 a 240 LCS ).

Pero el art. 241 LCS permite una acción individual contra los administradores, cuando en el ejercicio de sus funciones incumplen normas específicas que se imponen a su actividad social y tienden a proteger al más débil, en este caso, al comprador de una vivienda que anticipa su precio antes de serle entregada, y sufre directamente el daño como consecuencia del incumplimiento de sus obligaciones.

5.- Sobre tales bases, en el caso ahora sometido a nuestro enjuiciamiento, concurren todos los presupuestos para que deba prosperar la acción individual de responsabilidad, de acuerdo con la doctrina sentada por esta Sala en la sentencia antes indicada y las que en ella se citan ( SSTS 396/2013, de 20 de junio ; 15 de octubre de 2013 ; 395/2012, de 18 de junio ; 312/2010, de 1 de junio ; y 667/2009, de 23 de octubre , entre otras); que son:

  1. incumplimiento de una norma, en concreto, la Ley 57/1968, debido al comportamiento omisivo de los administradores;
  2. imputabilidad de tal conducta omisiva a los administradores, como órgano social;
  3. que la conducta antijurídica, culposa o negligente, sea susceptible de producir un daño;
  4. el daño que se infiere debe ser directo al tercero que contrata, en este caso, al acreedor, sin necesidad de lesionar los intereses de la sociedad; y
  5. relación de causalidad entre la conducta contraria a la ley y el daño directo ocasionado al tercero, pues, sin duda, el incumplimiento de la obligación de garantizar la devolución de las cantidades ha producido un daño a la compradora, que, al optar, de acuerdo con el art. 3 de la Ley 57/1968 , entre la prórroga del contrato o su resolución con devolución de las cantidades anticipadas, no puede obtener la satisfacción de ésta última pretensión, al no hallarse garantizadas las sumas entregadas.

El incumplimiento de una norma legal sectorial, de ius cogens, cuyo cumplimiento se impone como deber de diligencia del administrador, se conecta con el ámbito de sus funciones (arts. 225, 226, 236 y 241 LSC), por lo que le es directamente imputable.

A continuación, el Supremo recuerda que la acción individual no puede utilizarse para acabar con la autonomía patrimonial de las personas jurídicas y para extender sin criterio o límite la responsabilidad por las deudas sociales a los socios o a los administradores.

6.- No obstante, como hicimos en la sentencia 242/2014, de 23 de mayo , debemos advertir que no puede recurrirse indiscriminadamente a la vía de la responsabilidad individual de los administradores por cualquier incumplimiento contractual. Porque, como habíamos afirmado en la sentencia de 30 de mayo de 2008 , ello supondría contrariar los principios fundamentales de las sociedades de capital, como son la personalidad jurídica de las mismas, su autonomía patrimonial y su exclusiva responsabilidad por las deudas sociales, u olvidar el principio de que los contratos sólo producen efecto entre las partes que los otorgan, como proclama el art. 1257 CC . Por eso, dijimos en la meritada sentencia 242/2014 : «La responsabilidad de los administradores en ningún caso se puede conectar al hecho objetivo del incumplimiento o defectuoso cumplimiento de las relaciones contractuales, convirtiéndolos en garantes de las deudas sociales o en supuestos de fracasos de empresa que han derivado en desarreglos económicos que, en caso de insolvencia, pueden desencadenar otro tipo de responsabilidades en el marco de otra u otras normas. 5 Pero en el presente caso, la responsabilidad directa de los administradores proviene del carácter imperativo de la norma que han incumplido y de la importancia de los intereses jurídicos protegidos por dicha norma. Ello supone que incumbe a los administradores asegurarse del cumplimiento de esta exigencia legal, y que su incumplimiento les sea directamente imputable».

Finalmente, el Supremo se preocupa de justificar por qué la obligación de contratar el aval o el seguro era una obligación que incumbía personalmente a un administrador, que no lo era en el momento de la celebración del contrato de compraventa,

También en lo relativo a la condena al administrador Sr. Faustino , cuya falta de legitimación pasiva vuelve a invocarse en la oposición al recurso de casación, puesto que, si bien cuando se firmó el contrato de compraventa y se hicieron las entregas a cuenta, los administradores de "Nerer Inmobiliaria, S.L." eran los otros dos demandados, cuando el Sr. Faustino fue designado administrador y aceptó el cargo, la obra no estaba terminada, no se habían entregado las viviendas, ni se habían obtenido las cédulas de habitabilidad, por lo que la obligación de suscribir los avales o garantizar las cantidades entregadas seguía subsistente, a tenor de los arts. 1 , 3 y 4 de la Ley 57/1968, de 27 de julio , sobre percibo de cantidades anticipadas en la construcción y venta de viviendas. Y el incumplimiento de dicha obligación legal es lo que determina su responsabilidad frente al tercero perjudicado, en los términos expuestos.

El accidente en el colegio

“El 30 de octubre d 1978, Daniel Barth, un alumno de sexto en Chicago estaba jugando al fútbol en el patio del colegio y se dio un golpe en la cabeza al chocar con otro niño. Le llevaron a la oficina del director porque vomitó y tenía dolor de cabeza. Se llamó a la madre que dijo a los maestros que mandaran al niño al hospital de la Santa Cruz que estaba situado al otro lado de la calle del colegio. Se llamó a una ambulancia pero tardó una hora en llegar. A pesar de lo cerca que estaba el hospital del colegio y las instrucciones de la madre de Daniel, los maestros esperaron a la ambulancia. Para cuando Daniel fue atendido por los médicos, se había producido ya un daño cerebral irreversible, daño que podía haberse evitado si Daniel hubiera sido tratado dentro de la media hora siguiente al accidente.

¿Cómo pudieron ser tan idiotas los maestros – se pregunta uno – como para retrasar el envío del niño al hospital que estaba al lado si presentaba daños en la cabeza y simplemente porque la ambulancia no había llegado? ¿Por qué no se llevó al niño inmediatamente al hospital? Bueno, parece que los maestros no eran idiotas sino que se habían limitado a cumplir con una norma según la cual, los niños que deban ser trasladados a un hospital, han de trasladarse en ambulancia… A pesar de la existencia de tal norma… el jurado dictó un veredicto a favor de la madre de 2,5 millones de dólares a cargo de la administración educativa y de la ciudad de Chicago. Contra la primera por la negligencia en la conducta de los maestros y contra la segunda por la negligencia en enviar rápidamente una ambulancia”.


RONALD J. ALLEN Foreword: The Nature of Discretion, 1984

El Constitucional cambia su doctrina sobre la dependienta ladrona

Los hechos

a) La demandante de amparo venía prestando sus servicios para la empresa Bershka BSK España, S.A. El 21 de junio de 2012 fue despedida por transgresión de la buena fe contractual. El departamento de seguridad de INDITEX, a raíz de la instalación de un nuevo sistema de control informático de caja, detectó que en la tienda y caja donde prestaba sus servicios la demandante existían múltiples irregularidades, de lo que podría desprenderse una apropiación dineraria por parte de alguno de los trabajadores que trabajaban en dicha caja, entre ellos la demandante. Por ello encargaron a la empresa PROSEGUR COMPAÑÍA DE SEGURIDAD, S.A. que instalara una cámara de videovigilancia en la tienda donde prestaba sus servicios la demandante y que controlara la caja donde trabajaba.

La cámara se instaló, no comunicando a los trabajadores dicha instalación, si bien en el escaparate del establecimiento, en un lugar visible, se colocó el distintivo informativo.

b) El día 21 de junio de 2012 se comunicó a la demandante su despido. En la carta de despido constaba que era despedida disciplinariamente porque se había venido apropiando de efectivo de la caja de la tienda, en diferentes fechas y de forma habitual. En concreto, se señalaba los días y horas en los que se había apropiado del importe de 186,92 euros, habiendo realizado para ocultar dicha apropiación las operaciones falsas de devoluciones de venta de prendas.

La Sentencia del Tribunal Constitucional de 3 de marzo de 2016 ha desestimado el amparo solicitado por la trabajadora despedida. El caso, como se ve, es prácticamente idéntico a los dos que comentamos en este blog y el Tribunal Constitucional adopta una solución diametralmente opuesta. De lo que hay que alegrarse porque, como habíamos dicho en otra entrada en el Almacén de Derecho, si queremos aumentar los niveles de cooperación en nuestra Sociedad, es imprescindible que incentivemos el llamado “castigo altruista”, es decir, el castigo a los que incumplen las reglas aunque sea costoso para el que castiga, hacerlo. Dadas las cantidades sustraídas por la dependienta, es evidente que la empresa incurrió en gastos muy superiores para descubrir la apropiación indebida a las cantidades sustraídas.

Lo interesante del caso es que tanto el Juzgado como el TSJ desestimaron la demanda de la trabajadora.

El Constitucional, sin embargo, no da explícitamente su brazo a torcer y trata de distinguir el caso que resuelve de aquellos otros en los que una cajera de un supermercado “regalaba” productos a su novio y fue captada por las cámaras de vigilancia instaladas para vigilar a los clientes o el del funcionario de la Universidad de Sevilla al que las cámaras de vigilancia instaladas en lugares públicos de la Universidad y a través de las cuales se descubrió que incumplía sistemáticamente con sus obligaciones.

Dice el Constitucional que, en este caso,

En efecto, con arreglo a la STC 186/2000, de 10 de julio, concurría la situación precisa para el control oculto, esto es sin notificar expresamente la colocación de la cámara a los trabajadores, porque era, en principio, el único medio posible dicho control para satisfacer el interés empresarial de saber fehacientemente quien estaba realizando los actos defraudatorios de los que indiciariamente ya se tenían conocimiento”.

Debe añadirse, de otro lado, que el presente recurso de amparo tiene especial trascendencia constitucional [art. 50.1 b) de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional], pues las especificidades propias del caso permiten a este Tribunal perfilar o aclarar su doctrina en relación con el uso de cámaras de videovigilancia en la empresa [STC 155/2009, FJ 2 b)]. Se pretende, así, aclarar el alcance de la información a facilitar a los trabajadores sobre la finalidad del uso de la videovigilancia en la empresa: si es suficiente la información general o, por el contrario, debe existir una información específica (tal como se había pronunciado la STC 29/2013, de 11 de febrero).

Esta última es la sentencia del funcionario de la Universidad de Sevilla.

El Tribunal aborda la cuestión desde la perspectiva del derecho a la protección de datos personales. Comienza diciendo que, en el caso del contrato de trabajo, no hace falta el consentimiento específico del trabajador para la recogida y tratamiento de datos porque “el consentimiento se entiende implícito en la relación negocial” siempre que “el tratamiento… sea necesario para… el cumplimiento del contrato”. Cita el art. 10.3 b) del Real Decreto 1720/2007, de 21 de diciembre, que aprueba el Reglamento de la Ley de protección de datos. E interpreta el mismo diciendo que

“los datos necesarios para el mantenimiento y cumplimiento de la relación laboral… abarca, sin duda, las obligaciones derivadas del contrato de trabajo. Por ello un tratamiento de datos dirigido al control de la relación laboral debe entenderse amparado por la excepción citada, pues está dirigido al cumplimiento de la misma.

Pero, añade, que

“aunque no sea necesario el consentimiento en los casos señalados, el deber de información sigue existiendo, pues este deber permite al afectado ejercer los derechos de acceso, rectificación, cancelación y oposición y conocer la dirección del responsable del tratamiento o, en su caso, del representante (art. 5 LOPD)”

Sin embargo,

“a la hora de valorar si se ha vulnerado el derecho a la protección de datos por incumplimiento del deber de información, la dispensa del consentimiento al tratamiento de datos en determinados supuestos debe ser un elemento a tener en cuenta dada la estrecha vinculación entre el deber de información y el principio general de consentimiento.

Y añade, en fin,

En todo caso, el incumplimiento del deber de requerir el consentimiento del afectado para el tratamiento de datos o del deber de información previa sólo supondrá una vulneración del derecho fundamental a la protección de datos tras una ponderación de la proporcionalidad de la medida adoptada.

Parece un poco torturada la argumentación del Tribunal. No se requiere el consentimiento del trabajador, pero hay que informarle de que se van a tratar los datos. Parece contradictorio puesto que, cuando se recaban los datos, el trabajador puede deducir que se hace algún tratamiento de los mismos.

En la aplicación al caso, el Tribunal comienza citando el art. 20.3 LET que autoriza al empleador a tomar las medidas proporcionadas y respetuosas con la dignidad humana para vigilar y comprobar el cumplimiento del contrato de trabajo por parte del empleado. De manera que

Si la dispensa del consentimiento prevista en el art. 6 LOPD se refiere a los datos necesarios para el mantenimiento y el cumplimiento de la relación laboral, la excepción abarca sin duda el tratamiento de datos personales obtenidos por el empresario para velar por el cumplimiento de las obligaciones derivadas del contrato de trabajo. El consentimiento se entiende implícito en la propia aceptación del contrato que implica reconocimiento del poder de dirección del empresario.

En definitiva, la exigencia de finalidad legítima en el tratamiento de datos prevista en el art. 4.1 LOPD viene dada, en el ámbito de la videovigilancia laboral, por las facultades de control empresarial que reconoce el art. 20.3 TRLET, siempre que esas facultades se ejerzan dentro de su ámbito legal y no lesionen los derechos fundamentales del trabajador.

A partir de ahí, el Tribunal distingue entre el incumplimiento de las normas legales por el empleador y la infracción de un derecho fundamental.

Por ello, como hemos señalado, aunque no se requiere el consentimiento expreso de los trabajadores para adoptar esta medida de vigilancia que implica el tratamiento de datos, persiste el deber de información del art. 5 LOPD. Sin perjuicio de las eventuales sanciones legales que pudieran derivar, para que el incumplimiento de este deber por parte del empresario implique una vulneración del art. 18.4 CE exige valorar la observancia o no del principio de proporcionalidad. Debe ponderarse así el derecho a la protección de datos y las eventuales limitaciones al mismo justificadas en el cumplimiento de las obligaciones laborales y las correlativas facultades empresariales de vigilancia y control reconocidas en el art. 20.3 TRLET, en conexión con los arts. 33 y 38 CE. En efecto, la relevancia constitucional de la ausencia o deficiencia de información en los supuestos de videovigilancia laboral exige la consiguiente ponderación en cada caso de los derechos y bienes constitucionales en conflicto; a saber, por un lado, el derecho a la protección de datos del trabajador y, por otro, el poder de dirección empresarial imprescindible para la buena marcha de la organización productiva, que es reflejo de los derechos constitucionales reconocidos en los arts. 33 y 38 CE y que, como se ha visto, en lo que ahora interesa se concreta en la previsión legal ex art. 20.3 TRLET que expresamente faculta al empresario a adoptar medidas de vigilancia y control para verificar el cumplimiento por los trabajadores de sus obligaciones laborales (SSTC 186/2000, de 10 de julio, FJ 5; 170/2013, de 7 de octubre, FJ 3). Esta facultad general de control prevista en la ley legitima el control empresarial del cumplimiento por los trabajadores de sus tareas profesionales (STC 170/2013, de 7 de octubre; STEDH de 12 de enero de 2016, caso Barbulescu v.Rumania), sin perjuicio de que serán las circunstancias de cada caso las que finalmente determinen si dicha fiscalización llevada a cabo por la empresa ha generado o no la vulneración del derecho fundamental en juego.

Pues bien, centrándonos ya en el presente caso, la recurrente en amparo considera vulnerado el art. 18.4 CE porque no había sido informada previamente de la instalación de cámaras de videovigilancia en el puesto de trabajo. Como señala la sentencia recurrida, las cámaras de videovigilancia instaladas en la tienda donde prestaba sus servicios la recurrente en amparo captaron su imagen apropiándose de dinero y realizando, para ocultar dicha apropiación, operaciones falsas de devoluciones de venta de prendas. Ante estos hechos la trabajadora fue despedida.

Según consta en los hechos probados de las resoluciones recurridas, la cámara estaba situada en el lugar donde se desarrollaba la prestación laboral, enfocando directamente a la caja, y en el escaparate del establecimiento, en un lugar visible, se colocó el distintivo informativo exigido por la Instrucción 1/2006, de 8 de noviembre, de la Agencia Española de Protección de Datos, sobre el tratamiento de datos personales con fines de vigilancia a través de sistemas de cámaras o videocámaras.

El Tribunal considera suficiente el aviso a efectos de cumplir el requisito de información.

Se ha cumplido en este caso con la obligación de información previa pues basta a estos efectos con el cumplimiento de los requisitos específicos de información a través del distintivo, de acuerdo con la Instrucción 1/2006. El trabajador conocía que en la empresa se había instalado un sistema de control por videovigilancia, sin que haya que especificar, más allá de la mera vigilancia, la finalidad exacta que se le ha asignado a ese control. Lo importante será determinar si el dato obtenido se ha utilizado para la finalidad de control de la relación laboral o para una finalidad ajena al cumplimiento del contrato,

En este caso, el sistema de videovigilancia captó la apropiación de efectivo de la caja de la tienda por parte de la recurrente que por este motivo fue despedida disciplinariamente. Por tanto, el dato recogido fue utilizado para el control de la relación laboral. No hay que olvidar que las cámaras fueron instaladas por la empresa ante las sospechas de que algún trabajador de la tienda se estaba apropiando de dinero de la caja.

En consecuencia, teniendo la trabajadora información previa de la instalación de las cámaras de videovigilancia a través del correspondiente distintivo informativo, y habiendo sido tratadas las imágenes captadas para el control de la relación laboral, no puede entenderse vulnerado el art. 18.4 CE.

La sentencia es perfectamente correcta y se limita a resolver el caso sin hacer declaración alguna sobre la sentencia anterior que criticamos aquí. Parece obvio que hay cierta discrepancia entre ambas. En efecto, en la STC 29/2013 se decía que

“No contrarresta esa conclusión que existieran distintivos anunciando la instalación de cámaras y captación de imágenes en el recinto universitario, ni que se hubiera notificado la creación del fichero a la Agencia Española de Protección de Datos; era necesaria además la información previa y expresa, precisa, clara e inequívoca a los trabajadores de la finalidad de control de la actividad laboral a la que esa captación podía ser dirigida. Una información que debía concretar las características y el alcance del tratamiento de datos que iba a realizarse, esto es, en qué casos las grabaciones podían ser examinadas, durante cuánto tiempo y con qué propósitos, explicitando muy particularmente que podían utilizarse para la imposición de sanciones disciplinarias por incumplimientos del contrato de trabajo”.

Todos los trabajadores han de contar con que se les puede vigilar en el espacio donde desempeñan su trabajo siempre que se trate de espacios públicos. Exigir el distintivo y considerarlo suficiente es excesivamente restrictivo del derecho del empleador a controlar lo que hacen sus empleados y facilita a los ladrones el robo sin que exista ningún interés legítimo del trabajador que haya que ponderar. Como dice el Tribunal Constitucional, si el empleador usa los datos – las imágenes – para fines distintos de los de controlar el cumplimiento del contrato de trabajo, el derecho laboral y civil general protege suficientemente al trabajador que podrá, en su caso, pedir la indemnización de los daños que le haya causado y ejercer las acciones de protección de sus derecho a la intimidad.

En todo caso, la sentencia debe aplaudirse. No en vano se trata de una gran empresa que tiene los medios para cumplir escrupulosamente con la ley (¿se imaginan ustedes lo que habría pasado en una pequeña empresa?). Una vez más, estamos burocratizando las relaciones sociales y protegiendo excesivamente a los gorrones. Supongo que habrá muchos casos semejantes (parece que la mitad de los robos en tiendas los realizan los propios empleados) y que la mayoría se resuelven con un despido improcedente o una no renovación de un contrato temporal. O sea, un equilibrio de baja calidad en las relaciones sociales donde una empleada que ha robado en su trabajo llega hasta el Tribunal Constitucional. Nuestros laboralistas no deberían sentirse orgullosos.

lunes, 14 de marzo de 2016

Kant, las adquisiciones a non domino, la inducción a la infracción contractual y los daños causados en estado de necesidad


Edificio Metropol, Valencia @thefromthetree


¿Cómo explica Kant la adquisición a non domino?


En un delicioso artículo sobre las bases del Derecho Privado, Weinrib nos narra cómo explica Kant la adquisición a non domino. En el common law, la preferencia del adquirente de buena fe a título oneroso respecto del verdadero dueño de la cosa adquirida se denomina la “overt market rule”, por referencia a que generan adquisición de la propiedad de un no dueño aquellas transacciones que se realizan en un “mercado”. El concepto de mercado es muy genérico. Por ejemplo, el art. 85 del Código de Comercio, que establece la adquisición a non domino de las mercaderías adquiridas en un establecimiento abierto al público es un ejemplo evidente de una transacción realizada en el “mercado”.

La regla básica – la que se deriva de la protección de la libertad de cada sujeto (el disfrute de sus derechos en la terminología kantiana) es la de que “nemo dat quod non habet”, nadie puede transmitir la propiedad de algo que no es suyo, de modo que, cuando un ladrón vende una cosa a alguien que ignora que el primero la ha robado, la protección del verdadero dueño (de su libertad y derecho de propiedad) exige que los que tienen que decidir al respecto, en nombre de toda la Sociedad, o sea, el juez, dé preferencia al verus dominus. Sin embargo, decidir en todo caso a favor del verus dominus sería hacerlo sin tener en cuenta que el “derecho particular” solo puede disfrutarse en el marco del “derecho público” (no en el sentido de Derecho administrativo o constitucional, sino en el sentido de las instituciones públicas que permiten que los derechos de los miembros de una sociedad se disfruten efectivamente y no sean meras titularidades teóricas.

sábado, 12 de marzo de 2016

Tweet largo: por qué todos los políticos envueltos en casos de corrupción deben dimitir aunque sean inocentes

Un diputado del PP en el parlamento gallego es imputado porque se cree que un empresario le regaló un Porsche a cambio de que interviniera a su favor ante el gobierno gallego. Tras la instrucción, el juez dicta auto de archivo de la causa porque no se ha podido probar que así fuera. El político había dimitido de su cargo cuando le imputaron y ahora intenta volver a la política. Sus compañeros de partido se lo impiden dificultándole que se presente a las primarias.

¿Es este ex-diputado un político corrupto? No. ¿Debería su partido volverlo a incluir en las listas una vez archivado el caso? Tampoco. Si el Auto del Juez hubiera dicho, por ejemplo, que no se explica cómo no se rechazó de plano la querella o denuncia y que dictaba el auto de sobreseimiento definitivo “con todos los pronunciamientos favorables”, tal vez sí.

Pero, en la mayoría de los casos de comportamientos incorrectos por parte de políticos, no estamos en casos claros. Hay sospechas sustentadas en indicios de que han podido hacer algo que es más que una irregularidad.

Pues bien, cuanto más honrado el sujeto afectado por la investigación, mayor debería ser la probabilidad de que dimita y se dedique a otra cosa. Si la política es un servicio y aquellos a los que se supone que voy a servir tienen sospechas sobre mí, pues… a otra cosa. En la vida nadie ha nacido para hacer una sola cosa y nadie tiene derecho a ser representante público. Si un abogado o un médico consideran que su cliente tiene sospechas acerca de su lealtad y habilidad, lo que deberían hacer inmediatamente es decir al cliente que se busque otro abogado u otro médico.

Un caso más próximo a lo mío, extraído de la jurisprudencia alemana, ejemplifica bien lo que tratamos de explicar: un franquiciatario había colocado unas huchas en su establecimiento para que los clientes donaran a una ONG. Al franquiciador le llegan informaciones que indican que el franquiciatario podría estar quedándose con el dinero de esas huchas. No consta que se abriera ninguna diligencia penal por estafa u otro delito. Pero el franquiciador terminó el contrato porque esas sospechas estaban perjudicando la reputación de la cadena de establecimientos. Y los jueces consideraron que el franquiciador terminó bien el contrato. Un empleador tiene sospechas de que un empleado está comportándose deslealmente o, algo peor, el director de un colegio tiene sospechas soportadas en indicios de que un maestro está realizando tocamientos a sus alumnos. Inmediatamente, lo suspende. Tras algunas investigaciones, no llega a una conclusión. No puede probar que haya habido tales tocamientos pero no ha quedado claro, tampoco, que no los haya habido. Debería poder despedir al profesor (sin hacer públicas las causas del despido, naturalmente) porque no debería tener que arriesgarse a que ese comportamiento – si se había producido – continúe en el futuro. Que se lo pregunten a los maristas de Barcelona.

El Derecho debe proporcionar las herramientas para que las relaciones humanas de cooperación basadas en la confianza puedan florecer a bajo coste y, por tanto, debe permitir al cliente cambiar de abogado o médico sin dar explicaciones, al director del colegio despedir al maestro sin dar más explicaciones y al franquiciador terminar el contrato de franquicia sin dar más explicaciones.

Las relaciones profesionales y también las relaciones entre los representantes políticos y los ciudadanos son relaciones de confianza y, así como de un abogado esperamos que sepa derecho y sepa negociar, de un representante político esperamos que esté limpio y sea más o menos competente. De manera que cuando esa confianza desaparece porque aparecen indicios de comportamientos indebidos, es obligación del político dimitir. Demetrio Madrid habrá sido una persona decente pero no tenía derecho a ser Presidente de la Junta de Castilla y León. Por tanto, no se priva de ningún derecho a ningún político porque pierda el puesto que ocupa.

Obviamente, para meter en la cárcel a cualquiera, será imprescindible que se pruebe la comisión culpable del delito. Pero no estamos hablando de Derecho Penal. Hay mucho más Derecho fuera del Código Penal que dentro de él.

Los derechos fundamentales son, prima facie, prohibiciones de injerencia dirigidas al Estado

Vía @paulniland

El art. 111 RRM no se aplica en el caso del administrador cuyo cargo ha caducado


Azul, @thefromthetree

"A nadie se le ha pasado por la cabeza nunca que para inscribir el nombramiento del administrador en el Registro Mercantil haya que comprobar previamente que la destitución ha sido comunicada al administrador precedente"

Werner Flume, Die Juristische Person, p 345




La RDGRN de 8 de febrero de 2016 pasará a nuestra minúscula Historia del Derecho de Sociedades por confirmar una doctrina absurda: que hay que notificar, ex art. 111 RRM y para poder inscribir el nombramiento de nuevos administradores, al que ha cesado en su cargo porque ha transcurrido el plazo para el que fue nombrado. Esta resolución se ha comentado aquí y aquí.

Ahora querría añadir dos observaciones críticas con la Resolución de la DGRN.


La Resolución es una mala aplicación de nuestro Derecho de Sociedades


Recordemos que el art. 111 RRM dice que
«la certificación del acuerdo por el que se nombre al titular de un cargo con facultad certificante, cuando haya sido extendida por el nombrado, sólo tendrá efecto si se acompañare notificación fehaciente del nombramiento al anterior titular, con cargo inscrito, en el domicilio de éste según el Registro»
Esta enrevesada dicción del precepto reglamentario puede sustituirse por la siguiente: para inscribir el nombramiento de un nuevo administrador, hay que acompañar la certificación correspondiente, con una prueba de que se ha comunicado fehacientemente al antiguo administrador – al que aparece en el registro – su destitución o cese y el nombramiento del nuevo. La justificación de esta norma ya se ha explicado. A nuestro juicio, es desproporcionadamente restrictiva de la libertad contractual, puesto que los perjudicados por una indebida inscripción de alguien como administrador en el registro son los socios, no los terceros que confíen en el registro, que están protegidos por el principio de publicidad positiva del Registro Mercantil. Por tanto, la inscripción puede hacerse a riesgo del que inscribe y por el Registro publicarse que no se ha notificado la inscripción al que aparecía con anterioridad como administrador y santas pascuas. Del mismo modo, no se entiende por qué la notificación al antiguo administrador ha de hacerse en su domicilio particular y no en el domicilio social, dado que la notificación se le hace en su condición de administrador. El antiguo administrador tiene un deber de actuar si no está de acuerdo con su sustitución (como refleja el art. 202 RN cuando le da un plazo de 15 días para poner una querella). Pero, en fin, es la norma reglamentaria que el Registro debe aplicar.

Riesgo de mercado y riesgo de crédito


 foto: Pedro Fraile

“Mucha gente ha criticado el crecimiento de la deuda pública y privada en los años anteriores a la crisis financiera mundial. Pero esta crítica, aunque no irrelevante, no va al nucleo del asunto. La financiarización ha creado un enorme edificio de derechos de crédito(derecho a reclamar el pago de una cantidad de dinero) construido sobre unos cimientos de escasísima profundidad formados por activos físicos (casas, bienes…): de esta forma se explica que el valor de todos los derivados existentes exceda el valor de todos los activos que hay en el mundo. Si se consideran conjuntamente, estos derechos de crédito se compensan (cuando se liquidan las reclamaciones recíprocas entre acreedores y deudores) pero su existencia deja a todos los titulares de tales derechos de crédito expuestos a un riesgo de mercado (es decir, a que cambie – se reduzca – el valor de mercado de sus créditos) y al riesgo de crédito (o de insolvencia de la contraparte, o sea de los deudores de esos derechos de crédito). Esta exposición a esos riesgos excede con mucho el valor neto de los derechos de crédito. Ser millonario significa disfrutar de una posición confortable en términos de esos derechos de crédito. Ser millonario significa que eres propietario de activos por valor de 100 millones. Pero si, al mismo tiempo, eres titular de 99 millones de deuda (o sea, te deben 99 millones), entonces las cosas cambian. Y son mucho peores cuanto más incierto sea el valor de los 100 millones y más fuerte la tendencia a que las valoraciones de esos activos financieros estén sesgadas hacia arriba vía la maldición del ganador y otros mecanismos que facilitan la actuación de los estafadores

John Kay, Other’s People Money, 2015, p 167

Obsérvese que de los dos riesgos descritos por Kay, – riesgo de mercado y riesgo de crédito –, los titulares de derechos de propiedad sobre un activo físico, sobre un bien mueble o inmueble, sólo soportan el primero: que el valor en el intercambio de esos bienes baje. Que baje el precio de los pisos o de los cuadros de Zurbarán. En la medida en que esos bienes tienen valor de uso, no hay riesgo de crédito, es decir, que nuestro deudor, llegado el vencimiento de la deuda, no nos pague. Con los derechos de crédito, al riesgo de mercado hay que añadir el riesgo de crédito. Lo que denuncia Kay es que la multiplicación de los derechos de crédito (la explosión de la riqueza financiera por comparación a la riqueza en activos físicos) y la multiplicación de las conexiones acreedor-deudor que los derivados y toda clase de títulos-valor que reconocen deuda ha provocado un aumento brutal del riesgo de crédito. No podemos estar seguros de cuánto vale un derecho de crédito porque no mantenemos relaciones directas con nuestro deudor (a menudo nadie sabe quién es, en el último eslabón de la cadena, el obligado), cuyo comportamiento no podemos controlar en absoluto. Y el volumen de derechos de crédito, en relación con el volumen de activos físicos, o sea, de cosas que pueden ser objeto de propiedad, se ha multiplicado exponencialmente.

jueves, 10 de marzo de 2016

La satisfacción del deber cumplido y las buenas intenciones

“Como Kant sólo discute casos de actuación de acuerdo con el deber que son contrarios a nuestra inclinación natural (o al menos, no apoyados en nuestras inclinaciones), es fácil pensar que sólo los actos que son contrarios a nuestras inclinaciones pueden ser considerados morales. Pero la razón por la que discute sólo esos casos es porque necesita ejemplos en los que sea evidente que esa persona está actuando de acuerdo con su deber. Y eso es evidente si la acción carece de otros incentivos que lo expliquen. No va en su interés actuar así, de modo que carece de cualquier inclinación para actuar de esa manera, de forma que podemos concluir que debe de actuar porque así se lo dicta su deber. En la Crítica de la Razón Práctica, Kant compara al filósofo que propone un experimento <<para distinguir los fundamentos puramente morales de la conducta de los fundamentos empíricos>> con la del químico: <<la pureza del principio moral… puede mostrarse claramente sólo si eliminamos de los incentivos para la conducta que observamos todo lo que podríamos considerar como generador de felicidad>>… Kant hace un experimento para distinguir las motivaciones morales de las conductas. Pensemos cuándo es paladinamente claro que la motivación de alguien es puramente moral: cuando esa persona está bajo una presión que le induce a actuar de una forma que considera inmoral

Para lo cual, tiene que eliminar las demás motivaciones que pueden llevar a alguien a actuar “bien”: “el propio interés, el deseo de contentar a otros o simplemente el deseo de corazón de reducir la infelicidad ajena”. De manera que, según Kant, una actuación moral puede ser resultado de nuestras inclinaciones naturales. Simplemente, en esos casos, no podríamos analizar correctamente por qué es moral tal conducta. Es Kant, el científico. Pero Kant no valora igual esos dos tipos de conducta: actuar movido por el deber de hacer el bien tiene más valor que hacer el bien movido por nuestras inclinaciones naturales.

El razonamiento de Kant nos parece muy poco “natural” porque en la concepción naturalística de “deber” pensamos siempre en algo que no queremos hacer pero, porque somos seres morales, lo hacemos. Si hemos hecho un favor a un vecino – dice la autora – y el vecino nos da las gracias, “decir <<todos tenemos que cumplir con nuestros deberes>>… sugiere que es algo que no hemos hecho libremente, sino que nos sentíamos presionados a hacer”. El deber en Kant – continúa – es Pflicht es hacer lo que nos dicta la razón. Cumplir con el deber es, más o menos, hacer lo que haríamos si fuéramos completamente racionales. Y cumplir con el deber no es algo que se nos impone desde fuera:

“tanto el que actúa porque es su deber hacerlo como el que actúa porque se siente inclinado naturalmente a actuar así quieren ayudar a la persona a la que ayudan, pero sólo el primero ve la necesidad de esa persona como una apelación moral”.

La emoción, la satisfacción es la consecuencia “del deber cumplido” y no a la inversa. El deber es el de convertir en propio los fines (la felicidad) de los demás.

La superioridad de la actuación en cumplimiento de los deberes de uno respecto de la actuación basada en nuestras inclinaciones naturales se encuentra en que la primera es una conducta racional, producto de la reflexión y la segunda, no, de manera que la segunda no nos hace sujetos morales:

“La generosidad en la forma de ayudar a otros a cometer un atraco no es un acto virtuoso; tampoco lo es el autocontrol en una situación en la cual, para no desmerecer socialmente, uno contiene el impulso de denunciar una injusticia… (al segundo le falta) el compromiso de hacer lo que requiere la moralidad”

De forma que el deber constriñe o limita las inclinaciones naturales. El hombre moral es el que pone la consideración de la moralidad de su conducta sobre cualquier otra:

“el hombre bueno condiciona sus deseos a que esté permitido moralmente desarrollar esa conducta. El hombre malo cumple con los requisitos de la moralidad siempre que éstos encajen en sus deseos”

y, por lo tanto, sólo el primero – el que actúa en cumplimiento de su deber –

“se da cuenta de que el hecho de que un acto sea cordial, generoso o leal no asegura que sea correcto hacerlo…”.

El segundo corre el riesgo de cometer actos inmorales porque no ha sometido sus sentimientos, emociones o inclinaciones bondadosas al juicio de la razón.

Marcia Baron, Acting from Duty

Archivo del blog