Foto: Pedro Fraile
Ayer, mis amigas C.A. y M.A.A. tuvieron que aguantarme una diatriba contra el “razonamiento de letras”. La Evolución dotó de capacidad para razonar a los humanos para que pudieran sobrevivir y reproducirse con más éxito teniendo en cuenta que lo que más contribuía a la supervivencia individual era el carácter ultrasocial de la especie. Razonamos – dicen Mercier y Sperber – “para producir y evaluar argumentos en la comunicación” y no para “mejorar nuestras habilidades cognitivas o de decisión”
Los seres humanos empezaron a razonar en el marco de la comunicación con otros seres humanos… como una forma de hacer más fiable la comunicación y, con ello, más productiva
O, en otras palabras, para convencer a los demás – persuadir – y para evitar ser explotados por los demás – no dejarse engañar –. ¿Por qué? Porque aquel que conseguía persuadir al grupo lograba, normalmente, aumentar su prestigio, mejoraba su status social y el acceso a los bienes y a las posibilidades de cooperación con otros (era preferido como ‘socio’ y como compañero sexual). Y aquel que era engañado fácilmente, acababa muriendo de hambre ya que, por definición, en un entorno de subsistencia, el engañado lo era para recibir menos cantidad de alimento o acceso a compañeros sexuales que el resto y, por tanto, a la larga, se extinguiría. Por eso dice el refrán que el último tonto se murió ayer.
El problema aparece cuando utilizamos nuestra capacidad de razonamiento, no para cooperar con otros miembros del grupo sino para descubrir la verdad,
para conocer la Naturaleza y poder dominarla, para resolver problemas técnicos o científicos. En tal caso, la Evolución nos juega una mala pasada y nos lleva a “pensar mal”, esto es, a razonar como alguien de Letras o, si se quiere, a razonar como un humano. Necesitamos la disciplina del método científico, el recurso a las matemáticas y a la estadística para “pensar mejor” y mitigar las limitaciones y sesgos que la Evolución impuso a nuestra capacidad para razonar.
Cuando los problemas sobre los que se decidía mediante la deliberación colectiva en el seno del grupo social eran sencillos porque así son los que existen en un pequeño grupo que vive en condiciones de subsistencia, los sesgos y limitaciones del “razonamiento de Letras” no imponían graves costes en términos de supervivencia y florecimiento del grupo. Pero cuando, como ocurre en las Sociedades modernas, nos enfrentamos a problemas complejísimos, el coste del razonamiento de letras y el de tomar decisiones sin someternos a la disciplina del método científico es muy elevado. Nos conduce al error una y otra vez.
Recordemos que según Mercier/Sperber, esta función social del razonamiento lleva, por un lado, a que nos esforcemos para producir razones a favor de nuestra posición y a que seamos perezosos en el “control de calidad” de tales razones y, por otro, a que, cuando evaluamos las razones que nos dan otros, seamos muy exigentes en el control de su “calidad” si pretenden hacernos cambiar de opinión.
Es probable que esta estructura de la razón humana produzca resultados “verdaderos” en la inmensa mayoría de los casos, pero debe de ‘fallar"’ mucho cuando se trata de problemas difíciles o que tienen soluciones contraintuitivas. A menudo porque la percepción de la realidad que nos proporcionan nuestros sentidos es muy limitada o está distorsionada. Baste recordar por qué los humanos creían que la tierra era plana o que el sol giraba alrededor de la tierra por no referirnos al mundo microscópico y subatómico o a la realidad a escala del universo.
El problema es especialmente grave cuando se trata de ponernos de acuerdo sobre qué soluciones de política jurídica o económica son preferibles a problemas de las grandes Sociedades actuales. No utilizar, en la discusión, aunque sea de forma primitiva y liviana aquellos elementos del ‘método científico’ que nos protegen frente a errores groseros nos conduce, miserablemente, a la solución ‘intuitiva’ porque es la solución que más fácilmente logrará el consenso de la audiencia. La solución ‘intuitiva’ actúa como ‘focal point’ y facilita la coordinación entre todos los miembros del grupo. Aquel que hable a favor de esta solución intuitiva pero errónea puede esperar más éxito en la persuasión de sus congéneres que aquel que hable en contra. Producir razones es costoso y producirlas sabiendo que no están “ya” en la cabeza de nuestro interlocutor es más costoso. Nuestro carácter gregario y conformista nos lleva fácilmente a agarrarnos a la que creemos que será la convicción o idea más fácilmente aceptable por todos los miembros del grupo. Y, en sentido contrario, nos llevará a oponernos cuando el que razona trata de ‘desalojar’ la idea o creencia de nuestro cerebro y sustituirla por otra.
Por ejemplo,
es difícil convencer a la audiencia de que cualquier problema de comportamiento antisocial no pueda mejorarse mediante la educación
o mediante prohibiciones. Es una idea intuitivamente atractiva porque todos hemos tenido la experiencia de recibir ‘educación’ por parte de nuestros padres y hermanos mayores, maestros… en forma de órdenes y prohibiciones y también tenemos todos la experiencia de que nuestros comportamientos antisociales son mínimos. Ergo, pasamos fácilmente de la correlación a la causalidad y concluimos que los comportamientos antisociales se evitan si se educa en tal sentido a la población en general y a los adolescentes y niños en particular.
Hay dos errores fatales en ese razonamiento.
El primero, el de creer que los comportamientos antisociales están suficientemente extendidos como para que imponer a todos los ciudadanos de un país la obligación de recibir una determinada “educación” o “formación” esté justificada en términos de coste-beneficio aún asumiendo que dicha educación fuera eficaz para reducir los comportamientos antisociales significativamente.
El segundo, el de creer que existe relación de causa – efecto entre la formación o educación y la reducción de los comportamientos antisociales. Estudio tras estudio se demuestra (i) que las sociedades humanas son progresivamente más pacíficas y que la delincuencia se reduce y (ii) que la educación no tiene efectos sobre la conducta de las personas que la reciben. Ni dar formación financiera mejora las decisiones de los consumidores, ni dar cursos de feminismo mejora la igualdad en el lugar de trabajo, ni acabar con la pornografía o la prostitución reduce las agresiones sexuales etc.
Pues bien, a pesar de que, a menudo, la mejor opción es no hacer nada (extraordinario o específico) respecto a determinados comportamientos antisociales, este razonamiento de Letras es invencible en la discusión pública porque (i) se considera que todas estas medidas son ‘gratis’. Es decir, se cree que, aunque se aceptara que son inútiles, tampoco hacen daño y son fáciles de implementar y (ii) como ocurría con la higiene en comparación con la anestesia, es muy difícil convencer a la audiencia de que ‘no funciona’ o de que ‘no hay un problema’ (cuando sí lo hay) o de que ‘hay un problema’ cuando el problema no se percibe fácilmente o la solución no es evidente. El caso de la posición de la extrema derecha respecto de la inmigración o de la izquierda con la violencia en la pareja son buenos ejemplos.
El coste social del razonamiento de Letras es elevadísimo.
También por dos tipos de razones: la primera es que “haber hecho algo” conduce a dar por resuelto el problema. Aunque, obviamente, no sea el caso. Y, en el caso de que se perciba que el problema no se ha resuelto, una vez que la audiencia está persuadida de la corrección de las medidas implementadas, la solución a su ineficacia efectiva pasa por intensificarlas: hace falta más educación y más formación. Si las medidas no han funcionado – se dice – es porque se han implementado mal. Mientras tanto, dado que no se implementan las medidas que podrían mitigar el problema (casi ningún problema social se resuelve definitivamente si no es a través de una innovación tecnológica o científica como las enfermedades infecciosas a través de la vacuna), el problema, dejado a su aire, puede resolverse sólo, seguir como estaba o empeorar. Pero como no hemos atendido a las verdaderas causas del mismo, todo lo que hacemos es un despilfarro de recursos sociales.
Esta dinámica social tiene un segundo – y probablemente más grave – problema: la asignación de los recursos en esa sociedad empeora. Más y más recursos se destinan a la captura de rentas, esto es, se incrementan los incentivos de los particulares para embolsarse los recursos que la Sociedad destina a tratar de resolver el problema: igual que los galenos vivían opíparamente practicando sangrías que hacían más mal que bien pero arruinaban, a menudo, al enfermo.
Tener políticos populistas es costosísimo en términos de bienestar social.
Porque los populistas son muy humanos. La razón populista es la razón del de Letras cuyo primer objetivo es desacreditar el razonamiento científico calificando al que lo practica de tecnócrata y pretendidamente meritocrático.
¿Cómo podemos protegernos frente a la razón populista o de Letras?
Hay dos vías. Una muy eficiente y otra más ‘sostenible'’
La eficiente consiste en elegir como representantes políticos a gente competente y honrada. Aunque nosotros sigamos razonando como uno de Letras, podemos esperar que los políticos competentes y honrados adopten las decisiones de política jurídica y económica en el sentido en el que crean que es mejor para todos nosotros (estos políticos son fiduciarios nuestros) y, naturalmente, un político sólo es un buen fiduciario cuando examina los problemas y propone soluciones que han sido escrutinizadas de acuerdo con el método científico. Pero ¡ay! cualquier sistema político – incluso los democrático-liberales – decaen, se deterioran y las repúblicas acaban en manos de líderes populistas o, directamente, autoritarios que no tienen incentivos para actuar como buenos fiduciarios en el mejor interés de toda la Sociedad.
De ahí que haya que insistir en la vía ‘sostenible’ y ‘resiliente’ frente a la degradación de la democracia liberal: mejorar la calidad de la conversación pública expulsando de ella las ‘razones de Letras’ y exigiendo al que habla que se atenga a los principios básicos del razonamiento que aceptamos como científico.