“Lo que se aplica a las organizaciones privadas se aplica también al sector público y al Estado en general. Conforme las sociedades se hacen más ricas y desarrollan gobiernos con más capacidades, pueden permitirse atribuirle un mayor grado de autonomía…. En países con poca capacidad… es preferible controlar estrechamente la conducta de la Administración con más reglas y más precisas porque no se puede confiar en que actuará con buen juicio y se abstendrá de incurrir en conductas corruptas… Por otro lado, si en este mismo país en vías de desarrollo, la Administración estuviera llena de profesionales con títulos de universidades internacionalmente reputadas en lugar de con amigos de los políticos de turno, no sólo sería seguro atribuirles una autonomía considerable, sino que sería preferible incluso reducir el número y la concreción de las reglas que les serían aplicables en la esperanza de que eso les anime a ejercer su buen juicio y a innovar”
Cuanto mayor sea la calidad de la burocracia, mayor el grado de autonomía que podemos darle. Por eso, no se entiende que en España las Universidades no sean autónomas (en el sentido de que se les permita seleccionar a sus profesores, a sus alumnos y a sus empleados, decidir qué enseñan y cómo lo hacen y cuánto quieren cobrar) o que las Administraciones Públicas puedan sustraerse al Derecho Administrativo mediante la creación de organismos que se rigen por el Derecho Privado. Verdaderas administraciones paralelas a las que hemos liberado de los controles exigibles dadas las funciones que desempeñan (prestación de servicios públicos) y el enorme riesgo de favoritismo y corrupción que sufren.
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